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Inicio / Cuenteros Locales / el-alberto / La tentación del lapicero rojo

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Cuando terminé el original de mi primer libro de cuentos estaba seguro de haber:

-Creado argumentos inteligentes; pero ni tanto que sólo los entendieran algunos eruditos, pero ni tan poco que cualquiera se sintiera capaz de haberlos escrito;

-Demostrado cada hipótesis de forma irrebatible; con sencillez las lógicas, y rodeando de una maraña de razonamientos tendenciosos las ilógicas;

-Verificado cada afirmación, cada hecho, cada descripción, cada cita, con una rigurosidad científica impropia para una obra de ficción;

-Buscado cada palabra dudosa en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, en el Panhispánico de Dudas de la misma Corporación, en el De Uso del Español de María Moliner, y en el de Dificultades de la Lengua Española de Santillana (Edición de bolsillo), que son los únicos que tengo. Y, en el caso de no haber hallado alguna en el tal diccionario;

-Justificado sindudamente la necesidad de cada peruanismo, regionalismo, jerguismo, cultismo, arcaísmo, latinismo, anglicismo, galicismo, neologismo, y cualquier otra voz anómala. Y en el caso de no haber encontrado la necesaria para expresar alguna idea;

-Creado las voces que me faltaban, y que ansimismo faltan en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, en el Panhispánico de Dudas de la misma Corporación, en el De Uso del Español de María Moliner, y en el de Dificultades de la Lengua Española de Santillana (Edición de bolsillo); y en los diccionarios de peruanismos, regionalismos, jerguismos, cultismos, arcaísmos, latinismos, anglicismos, galicismos, neologismos, y en el de voces anómalas surtidas que pude consultar;

-Sacudido mis cuentos varias veces, para que se caigan las palabras innecesarias; ya sean las más nobles y castizas voces del español, sancionadas por la Docta Corporación; o los peruanismos, regionalismos, jerguismos, cultismos, arcaísmos, latinismos, anglicismos, galicismos, neologismos, o voces de mi propia inspiración. Y;

-Desechado los cuentos demasiado autobiográficos, los demasiado personales, los demasiado cortos, los demasiado largos y que quedarían mejor como novela, los demasiado ofensivos, los demasiado inofensivos, los demasiado brillantes, los que no decían nada importante, los que decían algo demasiado importante como para disfrazarlo de ficción, los que manifiestamente imitaban el estilo de un algún otro autor, y los que aunque sea vagamente aludían a algún cuento de algún otro autor.

Y de esta forma, el original de mi primer libro de cuentos se redujo a la mitad.

Imprimí lo que entonces quedó, lo engrapé simulando el volumen encuadernado y me llevé conmigo —a todas partes— esa maqueta o prototipo de objeto fantástico, armado con un lapicero rojo para someter mis cuentos a las más variadas lecturas. Ansí, los leí en mis parques, en medio de la bulla adormecedora de los pajaritos; en la cola para pagar la luz o el agua o el teléfono, y con el tantísimo calor o el tantísimo frío que hace en esos locales, dependiendo de si tienen o no aire acondicionado; en la playa, hasta que terminaba de salir el Sol o se ponía; en el salón de té, donde nunca tomaba té sino comía flan y tomaba cocacola; o en cualquier otro lugar. Y mientras los leía, anoté observaciones, corregí faltas de Ortografía y Gramática, añadí o borré signos de puntuación, taché palabras o líneas enteras, sobrescribí palabras o líneas enteras, uní con flechas ideas dispersas que deberían estar juntas, puse signos de admiración cuando encontraba algo erróneo, puse signos de interrogación cuando encontraba algo confuso, e incluso anoté ideas para nuevos cuentos. Y seguí así hasta que se acabó la tinta del lapicero.

Me demoré todavía un tiempo levantando las observaciones anotadas con el lapicero rojo. El resultado fue que algunos cuentos se hicieron más largos y otros más cortos; algunos se unieron y otros se dividieron; y otros desaparecieron. Incluso rescaté alguno de los desechados, cuyo valor había comprendido al leer lo malos que eran algunos de los que habían quedado en la selección final.

Y así tuve mi primer original. Lo imprimí, y lo llevé a mi editor por la mañana. Parido ya el engendro, y en vías de ser un autor viable, pensé que me sentiría libre para acometer alguna de las empresas dejadas de lado mientras pasaban los malestares de los últimos meses del embarazo, que son los más difíciles. Pero, para la tarde, me asaltaron las dudas y el temor de ver a mi primogénito pasar inédito por esta vida, y casi decidí no volver a pasar por la experiencia. Es decir, que me incliné por una vasectomía, o algún otro método de planificación literaria así de radical y definitivo.

Al día siguiente, se confirmaron mis temores. Mi editor me devolvió personalmente mi original, camuflado en un discreto sobre de manila. Con la mirada indiferente de quien no le da demasiada importancia a los primeros pasos en falso de los escritores noveles, me dictó una sentencia demoledora:

—Reescríbelo.

Luego, me dio un consejo:

—Debes leer —me dijo, con aire solemne— a los grandes maestros: Flaubert, Tolstoi, Hemingway, Melville, Borges, Poe, London, Cortázar, Vallejo, Ribeyro, Monterroso, García Márquez, Wilde, Kafka, Joyce, y hasta a Vargas Llosa. Y de ellos, aprenderás una lección muy importante.

Abrumado por el consejo, y por lo insalvable que me parecía el obstáculo, me quedé callado mientras mi editor desaparecía con una sonrisa condescendiente.

Porsupuestamente que la obra de todos esos maestros me era familiar, porque era esa obra precisamente la que me había hecho querer ser escritor; pero no me dejé seducir por la facilidad traidora de la memoria, y los releí… armado con un lapicero rojo. Me sentí mucho como un creyente fervoroso que, en un momento de descreimiento, se dispone a incendiar iglesias.

Pasado un tiempo, y tras varios lapiceros rojos, había señalado una gran cantidad de yerros, dislates, vacilaciones, sinsentidos, contrasentidos, inconsistencias y rupturas de sistema, faltas de Ortografía, Gramática y Sintaxis, y errores de traducción. Con la recopilación de los cuales obtuve un escrito más voluminoso que mi propio libro de cuentos. Escrito que envié a mi editor, con una notita mordaz.

Pocos días después, mi editor me llamó por teléfono.

—¿Ves? —me dijo, con una profunda satisfacción en la voz—. Ya te diste cuenta de tu error. —Antes de colgar, y con el tono admonitor de quien da un consejo de corazón, concluyó—: ¡Equivócate más!

Así que volví a imprimir el original de mi primer libro de cuentos, antes de las correcciones, y se lo envié a mi editor. Tiene tantas fallas que, sindudamente, mi editor no tendrá reparo alguno en publicarlo. Y cuando eso llegue a suceder, compondré un decálogo para escritores noveles, donde el primer mandamiento será huir de los lapiceros rojos, como del diablo.

Texto agregado el 26-12-2008, y leído por 3288 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
26-12-2008 hola, me agradó pero creo que escribir no debe porqué ser tan difícil... gomez81
26-12-2008 Jaja buenisimo,eso se llama transpirar la camiseta de escritor.Te luciste y huyamos de los lapices rojos. excelente ****** shosha
26-12-2008 Los cuentos son como los hombres: aquellos que tienden a la perfección se tornar insoportables. Salú. leobrizuela
 
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