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- Jerusalén apesta.
Clelio maldijo el sol de la mañana y Rufus largó la risotada.
- Siempre se puede estar peor-, le dijo al oído. Apestaba a vino agrio, entre otros aromas nauseabundos. Clelio sintió la arcada subir. La controló.
- Mirá ese desgraciado. Es nazareno. ¿Estuviste en Nazareth?
- No.
- Es un agujero inmundo. Mejor no quejarse de Jerusalén.
- Palestina es un agujero inmundo.
El nazareno estaba de rodillas. La espalda era una masa informe. Los latigazos le habían arrollado la piel, y entre la carne viva se distinguían nítidamente algunas vértebras. Clelio lo miró con indiferencia.
- Parece que los hermanos se divirtieron, ¿eh?-, le dijo Rufus.
- ¿Y el centurión?
- Estuvo temprano. Pidió que los tres estén listos para llevarlos al Gólgota. Nos vamos en un rato.
- ¿Tres?
- Si hay dos ladrones que también debemos crucificar. Los tenemos adentro.
- ¿Y este qué hizo?
- Parece que es un profeta, o algo así. Acá están todos locos con esto de la religión.
- Jerusalén apesta.

II
A Cuomo se le habían agarrotado los antebrazos. No entendía por qué el nazareno no pedía clemencia. Había gritado, desgarrado por el dolor, mientras el látigo desintegraba cada milímetro de su epidermis. La sangre había brotado, rabiosa, y salpicado a Cuomo en la cara. Se le metía en la boca, la sentía correr por el cuello. Mientras descargaba su furia de cuero y metal sobre el torso indefenso, Cuomo rugía de placer y de frustración. Ese hombre no iba a rogarle, en su lengua incomprensible, por el fin del suplicio. Cuando lo entendió estaba exhausto, con sed. Y con el orgullo quebrado.
- ¡Eh, Cuomo! ¡Ya no sos el de antes!-, se había reído Rufus.
- Ya no es el de antes-, subrayó Fernio, que se había dedicado a escupir y a patear al nazareno mientras su hermano llevaba el peso de la tortura.
- ¿Y para los ladrones no hay nada! -se quejó Rufus-. Al centurión no le va a gustar.
Cuomo arrojó el látigo y se metió en la casucha donde amontonaban los desechos de la guardia. La resaca de una noche de dados y putas, las burlas de Rufus y de Fernio, el calor de la mañana... Todo estaba mal, pero lo que realmente lo atormentaba era la mansedumbre del nazareno. Su mirada. Lo odió.
- ¿Dónde están las vigas? -preguntó Fernio.
- Al fondo, las cortaron ayer- apuntó Rufus.
- Este no va a poder cargarla.
El nazareno se había desplomado sobre la tierra ardiente. Los terrones se le incrustaban en el rostro moreno. Los había lamido, en su desesperación por un poco de agua. El polvo le quemaba la garganta y le atenazaba los pulmones. Enloquecido de dolor, tosía y con cada convulsión la espalda parecía partirse en dos.
- Sí que va a poder-. Cuomo caminaba hacia ellos, arrastrando un poco las caligas, todavía con la sangre reseca del nazareno decorando su cuerpo de gigante.
- Un poco más de consideración con el profeta...-, se burló Fernio.
- No es un profeta, es un rey.
Los tres giraron en el acto; el gesto mecánico aprendido en el corazón de la legión, inducido por la voz de mando. El centurión los miró y estalló en una carcajada. Todos lo imitaron, menos Clelio, que a un costado permanecía absorto, pensando en que su destino en la cloaca del imperio estaba a punto de cambiar.

III
- ¿Cómo que un rey?
- Y no cualquier rey, Rufus. El rey de los judíos.
- Qué locura. ¿Y por eso lo matamos?
- Es cosa del Sanedrín. Pilatos no quiere problemas con esos dementes. Si hasta hizo que soltáramos a Barrabás.
- Tremendo hijo de puta.
- No perdamos tiempo. ¿Dónde están los ladrones?
- Adentro.
- ¿Los prepararon?
Cuomo se mordió los labios y Fernio miró para otro lado.
- No me digan que solamente le pegaron a este infeliz.
Al centurión le cambió el humor en un instante. De pronto también sintió el calor y se olvidó de la niña que había desvirgado un rato antes. Tan pequeña y tan delicada...
- ¡Clelio, a ver si te movés! Llevate a los ladrones y traigan las vigas. Ustedes dos ayuden un poco. Rufus, fijate qué hacemos con este tipo.
Sacaron a los ladrones de la celda miserable y los condujeron detrás de los establos. Las maderas estaban prolijamente apiladas.
- ¡Levántenlas!
El ladrón más joven metió las manos bajo el montículo de vigas y gritó de dolor. En la palma se le había clavado una espina, enorme, del espesor de un clavo y la implacable tenacidad de un aguijón. La piel se le había amoratado a la vuelta de la herida y la sangre le bañaba los nudillos. Se arrancó la espina de un tirón. Otro alarido.
Fernio se rió con ganas y Clelio quedó admirado por el tamaño de ese cuchillo natural. El espino crecía detrás, junto a un cobertizo, y había ramas dispersas por todas partes. Eran de un enigmático gris oscuro y se entrelazaban en formas inexplicables. Clelio nunca había visto un espino como ese. Es más: no recordaba esa planta. Y él había cuidado a los caballos durante mucho tiempo. Examinó con atención el arma que había perforado la mano del ladrón: tenía el tamaño de un dedo.
A su lado, Cuomo también miraba el espino con curiosidad. De pronto se le dibujó una sonrisa.

IV
Cuomo era torpe, salvo cuando utilizaba el látigo. Los cuencos se le escurrían, los lanzazos rara vez daban en el blanco y las caricias a las prostitutas se transformaban en palizas. Lucía callos en lugar de yemas. Por eso, Clelio se sorprendió al verlo manipular el espino con la destreza de un orfebre. Lo fascinaba la velocidad con la que movía sus dedos casi sin lastimarse entre esa trampa de púas, a la que empezaba a darle forma.
- ¿Qué estás haciendo?
-... un rey...
Algunas ramas se quebraban cuando Cuomo las doblaba prolijamente. Había armado tres círculos perfectos de espinos, sólidamente unidos, y en los insterticios colaba otras puntas, más pequeñas pero no menos amenazadoras. Clelio quedó maravillado por esa pieza, extraña y fascinante. Sobrenatural en su esencia.
- ¿Te gusta?
- Es... ¿qué es?
- La corona que se merece nuestro rey.

V
Regresaron al patio con las vigas a cuestas. Ni una nube. Ni una brisa. Ahora el centurión estaba de pésimo humor. Rufus había conseguido poner de pie al nazareno.
- No me gusta lo que está pasando en la calle. Mucha gente. Hay un pelotón desplegado hasta el Gólgota, así que llevemos a esta basura rápido. Sin distracciones.
- Este no va a soportar la viga-, observó Rufus.
El centurión dudó. Pretendía terminar el trabajo rápido. El viernes era un día complicado en Jerusalén, y había percibido que la ejecución del profeta podía provocar disturbios. No se sentía con ganas de luchar en las calles. Le dolía la cabeza.
- Sí que puede. ¿Verdad que podés?-, le espetó Cuomo al nazareno.
Fernio y Clelio ajustaran las vigas en los hombros de los ladrones. Cuomo sostenía la madera con el brazo derecho. El izquierdo lo mantenía oculto.
- Que cargue la viga y marchemos de una vez- decidió el centurión-. Los espero en la puerta.
Cuomo dejó el poste en el piso y Rufus acostó al nazareno encima. Le ató las muñecas hasta hacerlas sangrar y lo irguió de un tirón. El condenado estuvo a punto de quebrarse cuando todo el peso confluyó en sus hombros, pero de algún modo -y ese fue un momento que Clelio recordó toda su vida-, levantó la cabeza y miró a los cuatro a los ojos. El tiempo se detuvo en ese patio mugriento, impregnado de bosta, de sudor y de sufrimiento.
Hasta que Cuomo rompió el hechizo con un movimiento veloz, preciso, monstruoso e inapelable. Con su garra izquierda incrustó la corona de espinas. Y el indefenso nazareno lloró.

VI
Clelio no le quitó la vista al nazareno. No lo distrajeron los gritos ni los insultos ni las mujeres que lloraban. Cuomo marchaba en silencio, como en trance. Rufus cuidaba a los ladrones. Fernio abría la marcha y el centurión la cerraba.
Recorrieron las callejuelas, buscando la subida al Gólgota. En un recodo el nazareno tropezó y entre la muchedumbre se hizo lugar un hombre fornido; la expresión triste, las manos extendidas.
- ¡Que lo ayude, rápido!-, bramó el centurión.
¿Cómo se mantenía vivo? ¿Hasta cuándo? ¿Llegaría consciente a la cruz? Clelio le daba vueltas al asunto, mientras el martillo y los clavos tintineaban en el interior de la alforja. Veía al nazareno arrastrarse por la tierra hirviente, las rodillas desholladas, la mirada vacía. Pero nada lo intrigaba ni lo atraía tanto como la corona.
Cuomo la había colocado de un manotazo, pero se había ajustado a la cabeza del nazareno como si estuviera hecha a medida. Las espinas habían penetrado hasta el cráneo; se habían hundido en las sienes (¿por qué no estaba muerto?). Refulgía bajo el sol. A Clelio se le antojó que era hermosa, terrible; la imaginó con franjas de oro, recubierta de piedras preciosas. De una feroz divinidad. Afiebrado, se secó el sudor de la frente. Habían llegado al Gólgota.

VII
La tormenta sorprendió a todos. No a Clelio. Los curiosos corrían, huían revolcándose en el barro. Retumbaban los truenos y la inundación amenazaba los barrios bajos de Jerusalén. El nazareno estaba muerto y un hombre hablaba a los gritos con el centurión. Le rogaba por el cadáver. Una bolsa generosa zanjó la discusión.
- Van a bajarlo de la cruz. Que se lo lleven.
- ¿Y los ladrones? -inquirió Fernio.
- Tienen para rato, pueden durar hasta la noche-, apuntó Rufus, pensativo.
- Quedate con ellos -le ordenó el centurión-. Voy a dejar tres hombres del pelotón cerca. Con esta lluvia nadie va a acercarse.
Cuomo se había sentado, la espalda apoyada en la cruz. Tenía los ojos cerrados y el agua le correteaba por las mejillas.
- ¿Te quedás?-, le preguntó Clelio.
- Sí.
- Me parece que esta es la madre.
- La otra es una puta. La conozco.
Tres hombres bajaron al nazareno de la cruz. Uno de ellos, muy flaco y de tez amarillenta, cargaba las herramientas y, con llamativa destreza, había retirado los clavos. Clelio lo reconoció. Siempre revoloteaba sobre el Gólgota y se ganaba unos monedas haciendo el trabajo sucio. El mayor le pagó y el espectro desapareció en medio del aguacero.
Recostaron el cuerpo en el barro. Purificado por la lluvia, limpias las heridas. Clelio le notó una particular distinción en el perfil, en la suavidad de las facciones. Cuomo se arrodilló a su lado y, con la misma destreza con la que había entretejido las ramas, arrancó la diadema de un hábil tirón.
Clelio abrió su alforja y la extendió. Suavemente, Cuomo extendió la corona y la metió en el saco. Clelio le hizo un nudo y cargó su tesoro con cuidado.
- Vamos, te invito un trago-, le susurró a Cuomo.
Empezaron a caminar despaciosamente hacia Jerusalén, mientras Rufus los miraba desde la cima del monte.
- ¿Sabés, Cuomo? El domingo me voy a Roma.
De repente había dejado de llover.

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Texto agregado el 29-12-2008, y leído por 87 visitantes. (0 votos)


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