Vudú de fin de año
La cercanía de la navidad siempre me había producido una sensación agridulce, si bien era un agradable motivo de festejo y reencuentro con mis seres queridos, había algo desconocido en ella que me provocaba un poco de malestar, algo que me dejaba un sabor amargo a pesar de tanta garrapiñada, de tanto budín con frutas pasas y de tanto pan dulce con almendras.
Así transcurrieron años y años. Entre la batahola de los petardos, de los buenos augurios y de los brindis de nochebuena, yo percibía esta mala vibración emocional con una intensidad mayor cada vez.
Quién sabe qué cambios hormonales o fisiológicos operaron en mí cuando me convertí en un hombre adulto, el asunto es que la sintonía de aquella sensación navideña mejoró bastante; entonces ya no me quedaron dudas: se trataba del sufrimiento de alguien. Yo lo intuía con una gran precisión, como esas miradas que alguien lanza a nuestras espaldas y nos hacen cosquillas en la nuca estimulando vaya uno a saber qué desconocido y extraño sexto sentido. Sin embargo, cuando volvía la cabeza, allí no había nadie.
Así transcurrieron algunas décadas. En las últimas fiestas, como es habitual, pasamos la noche del veinticuatro en mi casa. Mi cuñado, tal vez por imitar a esos estúpidos cocineros de la televisión que inventan mezclas raras para hacerse los sofisticados, no tuvo mejor idea que ponerle unos trocitos de sandia al clericó. Nadie puede ser tan irresponsable ni tan ignorante, hubiese sido preferible que mi hermana se quedara soltera antes que se enganchara con semejante analfabeto; pero bueno, ya es demasiado tarde para lágrimas. Es por todos sabido que la combinación de sandía y vino es tan tremenda como la de potasio y azufre, que es una mixtura fatal, desaconsejada por la OMS y prohibida por la OTAN junto al lechón con cerveza, al napalm y al resto de las armas morbosamente letales que la inhumana civilización humana ha creado buscando, tal vez, su autodestrucción.
Por suerte para todos, la jarra no explotó, podría haber sido una tragedia a escala barrial. Estábamos reunidos en el patio de atrás porque el calor dentro de la casa era insoportable Yo alcancé a beber algunos tragos antes de caer en la cuenta de dónde provenía el extraño sabor del brebaje. Paralizado por el terror, me quedé en silencio mirando el vaso, seguro de que iba a morirme; estaba viendo el vaso medio vacío.
Sin articular palabra me levanté de la mesa, fui a refugiarme en el living como los animales heridos que vuelven a su madriguera para fenecer en su interior. Me senté en sofá a esperar mi hora, como no llegaba nunca me fijé en el reloj: eran las once y cincuenta y nueve minutos. ¿Quién vendrá primero? –me pregunté– ¿la Parca o el Niñito Dios? A lo mejor se choquen en el aire, a lo mejor tenga la suerte de que se anulen entre sí por tratarse de entes opuestos y antagónicos; a lo mejor en el impacto resplandece un destello de cortocircuito, un relámpago fugaz, y acaso entonces los misticismos se fusionen y se cree una nueva criatura que acabe con esta exagerada dicotomía entre el bien y el mal, con esta digitalización de cero o uno, de bien y mal, de correcto o incorrecto, de moral o amoral, de vida o muerte.
Dieron las doce. Escuché que afuera el aire se colmaba de algarabía y explosiones pirotécnicas, de corchos de sidra que vuelan al cielo y de copas que se chocan, de buenos augurios y de lamentos por aquellos que ya no están. Yo seguía solo y vivo; aunque a veces me parece que estas dos palabras son antónimas.
El living estaba en silencio, su penumbra titilaba en mil colores al ritmo taquicárdico de las lucecitas del pinito de navidad. Entonces la sensación de ser observado, la del sufrimiento ajeno, se hizo presente con mayor intensidad que nunca. Volví la cabeza y esta vez sí había alguien detrás mío: el mismísimo Papá Noel.
Ahí estaba, tan gordo barbudo y abrigado como siempre, con su ropa medio deshilachada luego de algunas décadas de que lo compráramos en una oferta del Supermercado Americano. Seguro de que me quería comunicar algo, me acerqué a él, pero sólo decía Made in China. Sin embargo, cuando miré a sus ojos, no dudé que ese hombre era quien estaba sufriendo.
Pobre tipo, comprendí, en definitiva se trataba de un inmigrante transculturizado, un trabajador golondrina que por años había estado soportando el tórrido calor de estas latitudes sin poder siquiera emitir un quejido; ahí estuvo siempre, firme como un granadero firme, estático al pie del árbol de navidad, soportando estoicamente, cual moderno vudú occidental, las inclemencias del sofoco tropical.
Esto es increíble, me dije, he tenido en mi propio hogar a un doliente extranjero, a un mártir cautivo y maltratado por una sociedad que le es tan ajena como indiferente.
Me sentí tan tirano como culpable, le di unas amistosas palmadas en la espalda, le pedí disculpas y le prometí que no volvería a suceder. Le ofrecí regresarlo a su finlandesa tierra natal, pero él guardó silencio, es decir, no aceptó. Es que ya le gustaba acá, nuestra idiosincrasia y cadencia al hablar, ya se había acostumbrado, a todo menos al calor. Ahora era mi responsabilidad mejorar su condición de vida, que no vaya a pensar que yo, justo yo, era uno de esos rufianes explotadores de los individuos más desprotegidos que produce esta irresponsable globalización.
De inmediato puse manos a las obra. Le quité esa pesada indumentaria y lo vestí con ojotas, una camiseta musculosa y unas bermudas floreadas que encontré entre los juguetes de mi sobrinas; pertenecían al set “Barbie y Kent van a la playa. Luego le apliqué repelente de mosquitos, protector solar y abundante desodorante, que buena falta le hacía. Lo senté en una pequeña reposera del juego de muñecas “Barbie y Kent van a mojarrear a orillas del río Suquía” le puse los pies en una palangana con agua salada y unas hojitas de malva de “Barbie toma baños de asiento para calmar sus hemorroides”.
Para rematar mi culposo papel de samaritano, le cambié esa especie de gorro frigio con pompón por un fresco sombrerito de fútbol que encontré en el set infantil “Kent va a la tribuna popular y se agarra a cadenazos con los barrabravas del equipo contrincante y del propio también”.
No sabía qué hacer con los renos, no podía nomás liberarlos y correr el riesgo de encontrar luego toda la casa perdigonada de defecaciones renales, que por muy divertidas formas que tengan (tal vez similares al maní confitado o al pan dulce), seguro que apestan tan hediondamente como las heces del resto de las especies animales.
Al trineo lo arrojé a la basura sin dudarlo siquiera; ese medio de transporte era una auténtica porquería, una crueldad, me imagino a estas pobres bestias cornudas, con cuarenta grados de calor, arrastrando ese mamarracho por el pastoso asfalto esta ciudad, ni siquiera un par de ruedas le habían puesto los estúpidos que lo diseñaron. En su lugar, le dejé a Papá Noel un carro de juguete que de seguro le habrá de servir tantísimo mejor, pertenecía al conocido set infantil “Barbie y Kent cirujean restos de comida entre los tachos de basura mientras la ciudad que los margina duerme plácidamente en su opípara opulencia consumista y estomacal”.
Lamentablemente este nuevo carruaje ya no tenía caballo, la esbelta y fashion pareja plástica lo había vendido al matadero del frigorífico pues necesitaban el dinero para pagar un aborto, una práctica que por ser clandestina es de lo más riesgosa, es ejercida sin profesionalismo ni asepsia y acabó costándole la vida a la diva glamorosa de los escaparates de las jugueterías.
A falta de caballo, dejé a mano de Papá Noel los camellos de los reyes magos para que los ensille cuando tenga ganas de salir a dar una vuelta en el carro y experimentar así ese fabuloso invento llamado “la rueda” y que parece desconocerse en su nórdica tierra natal.
La cuestión es que, como pueden ver, no me morí ni me pasó nada preocupante por la accidental ingesta de vino y sandía, tuve apenas unos cuantos síntomas clínicos que por pura coincidencia resultaron ser casi idénticos a los de un estado de ebriedad. Supongo que el nocivo brebaje no ha surtido en mí su fatal efecto gracias a la fraudulenta disolución con agua que hacen algunos transportistas vitivinícolas con su carga cuyana, o quizás sea por las manipulaciones genéticas que hacen los santiagueños para que sus sandías se conserven siempre maduras, frías y caladas. No hay mal que por bien no venga, decía mi abuelo.
Más que un padre, Noel ya es casi un hermano para mí; sigue viviendo en casa, haciéndome compañía y compartiendo el manso transcurrir de los días que con suma amabilidad van moviendo las hojas del calendario. Vemos juntos los partidos de Racing de Nueva Italia sentados en nuestras reposeras y con los pies metidos en la palangana; eso sí, cada uno en la suya, que lo nuestro es correcta amistad y no confianza desfachatada. Si nos hacen un gol o el árbitro nos cobra injustamente un fault, él mueve la cabeza de un lado para otro como diciendo ¡qué barbaridad! Pero sólo lo hace si no lo estoy mirando. Eso no es todo, podría casi asegurar que con la telenovela de la tarde al “gordo” se le escapa un lagrimón cada vez que llora la afamada actriz Grecia Colmenares; aunque, a decir verdad, nunca he podido comprobarlo con mis propios ojos pues justo en esos momentos tengo la vista nublada.
Algunas noches El Noe sale de casa, lo hace sólo por unas horas, yo me doy cuenta porque a la mañana siguiente él está exactamente en el mismo lugar, como si se esforzara en disimular que lo ha hecho. Quién sabe, irá tal vez a ganarse unos pesos juntando cartones en el carro tirado por los camellos, acaso gritando como gritaba el ropaviejero de mi barrio: ¡compro diarios, revistas, cobre, bronce, plomo, botellas de vidrio, calefones viejos, todo compro!. Quién sabe, a lo mejor les cobra a las madres por representar el papel del “viejo de la bolsa”, una actuación unipersonal que de seguro logrará su cometido final: que los niños tomen de una buena vez la bendita sopa y entonces crezcan tan nutridos del cuerpo como traumados de la cabeza.
Como sea, lo cierto es que Noe es un buen tipo, nunca un sí ni un no, ni un desagravio ni una vulgaridad; menos que menos una actitud hostil o sospechosa. Él está acá, sentadito tranquilo a mi lado, haciéndome compañía, disfrutando del calorcito del verano. Ambos estamos aguardando la llegada del fin de año, esperando pasar, por primera vez en nuestras vidas, unas verdaderas y literales “felices fiestas”.
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