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El humilde niño fue llevado a la no menos humilde parroquia. A la entrada, se santiguó contrita, la madre, envuelta en pobres ropajes y sosteniendo en sus brazos a un bebé de tez morena, la que contrastaba con sus apergaminados pañales, de un blanco deslucido. La acompañaban, la abuela del pequeño y dos parientes cercanos. Adentro, tres personas, tan humildes como los recién llegados, rezaban a ese Dios que parecía tan ausente.

El padre no existía, o más bien dicho, había dejado su semilla en el vientre de esa mujer simple y había partido en busca de mejores horizontes. Lo que se había sabido es que entre él y ese prometedor horizonte, existían varias cantinas, trayecto realizado con sus zigzagueantes y reglamentarios pasos de ebrio consuetudinario.

Unas cuantas florecillas adornaban el altar y ninguna música halagaba el oído de los parroquianos. Después de ese ritual campesino, cada uno partiría para su rancho, no habría festejo alguno, salvo esa hostia que les honraría el guargüero y les entregaría la satisfacción del deber cumplido.

Cuando apareció el señor cura, un personaje enteco y con apariencia de cuervo, los presentes se levantaron de sus bancas y se aprontaron a obedecer las pautas del ceremonial. La voz un tanto gangosa del sacerdote se elevó por sobre imágenes y pedestales y pareció enredarse allá arriba en el techo de madera labrada.

Llegado el momento culminante de la ceremonia, en donde se mojaría la testa de la criatura como símbolo solemne de la comunión del bautismo, el cura, abrió sus pequeños ojillos y pidió que se aproximaran los padrinos. Se produjo un silencio que, por paradoja, pareció retumbar en los santos muros. El sacerdote, repitió la petición y fue entonces que la tímida madre le explicó que Benedicto Alcaroza, no se había aparecido por la parroquia y era casi un hecho que no lo haría.

El padre Miguel, que así se llamaba el eclesiástico, alzó sus manos al cielo, en señal de impaciencia y luego dijo:
-¿Y cómo quieren ustedes que prosiga con la ceremonia? ¿Qué será de esta pobre criatura si no recibe la Sagrada Comunión?
El sacerdote se dio media vuelta y se quedó mirando fijamente la imagen crucificada del Nazareno, quien también miraba al cielo, como diciendo: -A mí, que me registren.

Luego de una pausa que pareció extenderse por una sagrada eternidad, el padre musitó una oración, alzó una vez más sus manos flacas y tumefactas sobre los circunstantes y les dijo: -Nuestro señor, me ha iluminado con su sabiduría y por lo tanto, Mario del Carmen tendrá como madrina a la señora Rosa María Miceal y su padrino será esta figura que engalana nuestro templo.

Y diciendo esto, apuntó a una estatuilla de yeso que representaba a San Pedro, por supuesto, mucho más digno y garboso que el bueno de Elías Santiván, el fallido padrino, un pequeño y modesto maestro cerrajero, que pasaba sus noches en juerga y sus días en negro.

Desde entonces, cada vez que el bueno de Mario del Carmen necesitaba un consejo, asistía a la parroquia aquella e hilaba larguísimas e imaginarias conversaciones con su padrino de yeso, quien, siempre estaba presente en su sitial y por supuesto, dispuesto a escuchar las solicitudes de su ahijado, de carne y hueso.

Cuando Mario se hizo hombre, se dedicó a la albañilería y cada vez que tenía que enyesar una superficie, pensaba en el bueno de San Pedro, que velaba por él y le facilitaba el pan al transfigurarse en un muro liso y resplandeciente…

















Texto agregado el 05-01-2009, y leído por 212 visitantes. (1 voto)


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