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Daniel pasaba a menudo por aquella avenida, en la que se levantaba una vivienda que, por sus características, más bien parecía una fortaleza. Pero, no era tal edificio el que concitaba su atención, sino el tronco talado de un árbol, cuyas raíces emergían de las profundidades, cual si quisieran manifestarse, con desesperación visceral, a los ojos de los transeúntes. El hombre se detenía para extasiarse con las variadas formas que parecían dibujarse sobre la corteza seca y rugosa de aquel que había sido hasta hace unos pocos años, un frondoso árbol. A veces, creía distinguir individuos en posiciones fetales, en otras ocasiones, eran manos de largos dedos, tratando de emerger de las entrañas de la tierra. Según como incidiera la luz, aquellos cuerpos encogidos y esas manos implorantes desaparecían, para dar paso a rostros que se contraían de dolor.

Tan fascinado estaba Daniel con aquel tronco, el que parecía adquirir vida propia, que intentó fotografiarlo, para descubrir nuevas figuras y señales. Pero, siempre sucedió algo que le impidió hacerlo, fueron situaciones variadas, casi ridículas de mencionar y que, en definitiva, postergaron sus ansias de plasmar en papel, aquello que imaginaba una alegoría al sufrimiento.

Se obsesionó con aquel tronco, tanto así que, a veces, sobrevolaba en su cabeza la loca idea de adquirirlo para desentrañar sus secretos. Mas, atinadamente, pensó que, al talarlo, éste perdería su real sentido para transformarse sólo en un pedazo informe de madera.

Como muchas veces, Daniel se entregaba a la contemplación minuciosa de aquel trozo de obra de arte natural y se deleitaba descubriendo bocas abiertas en un grito mudo, manos agarrotadas, cuerpos tendidos. Aquello era, indudablemente, una escultura al dolor, un retrato en tres dimensiones de la obra más espeluznante de Goya.

Varios automóviles se detuvieron frente a la fortificada edificación. Daniel pensó que se trataba de algún festejo. En una rápida sucesión de hechos, individuos armados, descendieron de aquellos vehículos y treparon por la pared. Al poco rato, un hombre de mediana edad, era sacado de aquella vivienda y subido a uno de los coches. Daniel estaba sorprendido, tanto así que abandonó la contemplación de aquel tronco caleidoscópico, para concentrarse en el allanamiento policial.

La TV, las radioemisoras y los periódicos, le informaron, más tarde, que el militar Evaristo Lacalle, sería enjuiciado por sus innumerables crímenes en la época más sanguinaria de la dictadura. Después de un proceso de corta duración, fue condenado a cincuenta y cinco años de prisión.

Lo que sucedió a continuación, es tema que involucra a la sinrazón de ciertas situaciones. No había transcurrido más de una semana, desde aquel inusitado episodio y Daniel regresó al lugar exacto en que se ensoñaba con las más disímiles figuras que aquel tronco talado le invocaba. Al frente, el domicilio del militar parecía aún más, una ciudadela inexpugnable, cerrado a machote y custodiado por varios individuos de seguridad. Y cuando los ojos de Daniel se posaron en el objeto de adoración, sintió un frío extraño en su corazón: aquel tronco ya no era el retrato viviente de los más sórdidos episodios. Su anterior rugosa piel, ahora se sumergía en la tierra con rectilínea apacibilidad. Ya no más cuerpos encogidos, ni aullidos en bocas mudas, ni manos implorando algo desconocido.

Daniel, presa de un escalofrío repentino, sintiendo, acaso, que había sido partícipe de un hecho de origen inexplicable, se alejó de aquel lugar y nunca más se dignó a pasar por aquella calle…




















Texto agregado el 09-01-2009, y leído por 223 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-01-2009 26 líneas, cuatro párrafos para entrar en materia! y un final completamente desangelado ¡qué bárbaro, no progresas! marxtuein
09-01-2009 Un buen argumento, pocas razones descritas, una excelente relación entre realidad y ficción -¿pero qué son ambas cosas?-. Sin duda, un muy buen texto. Saludos. Zanate
 
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