Aquella fue la última primavera. Los árboles crecieron frondosos y sus ramas parecieron enredarse con las de los vecinos en un silencioso y premonitorio abrazo de despedida. Las aves migraron enloquecidas y se bifurcaron hacia los cuatro puntos cardinales buscando un horizonte que les ofreciera una ligera esperanza. Ese mes, los perros aullaron lastimeramente todo el santo día y ningún gato se vio sobre los candentes tejados. Los hombres, en cambio, continuaron envanecidos, consumiendo más que de costumbre, visitando los malls y ejerciendo sus miserables rutinas con el ritmo desenfadado del que lo ha perdido todo y entre ese todo, lo más significativo: su propia conciencia…