Nos escribíamos todos los días. Era el tiempo de las esquelas, cuando las encendidas palabras de amor eran transportadas por un eficiente sistema de correos. Día y noche, promesas y requiebros viajaban en el bolso del cartero para encender la ilusión en cada entrega.

Hasta que llegó el día en que ella se desencantó de mí (no yo de ella), y sus cartas cesaron. Por mi parte, las continué enviando y, cuales boomerangs ensobrados, una a una, me eran remitidas. Herido de pena, las fui incinerando al instante mismo en que me eran devueltas, en un simbólico acto de inmolación.

Mas, las cartas de cobranza por aquel anillo de diamantes que le regalé (quedando a buen recaudo en su dedo ufano) continuaron llegando con una regularidad pasmosa…