Las ciudades están hartas de almas muertas, quizás vacías. De cuerpos que caminan o corren hacia un destino incierto y no por ello menos predecible. En los televisores, en las radios, en las revistas y en las enormes marquesinas acecha el parásito que luego entrará por nuestros ojos, por nuestros oídos, por nuestra boca y hasta por nuestra piel, y más tarde, soberano en cada pensamiento y en cada sentimiento nos robará una porción de esperanza. Y ese gusano crece, y ese gusano en silencio forja su poder. Y ese inmundo gusano, en algún momento se devora todos nuestros sueños y nos deja un cuerpo que no es más que carne, que hueso y piel. Y en algún momento nosotros mismos no somos más que este mismo gusano. Perseguimos sin cuestionamientos ideales inalcanzables. Solo inalcanzables porque mutan en algo más lejano cada vez que alguien se les acerca. Pero como bálsamo para la frustración, para la tristeza, para el dolor de no ser, cada tanto alguien nos ofrece una pastilla para no soñar, y entonces quizás, algunos mediocres afortunados llegan a sentirse a gusto en el cuerpo de un gusano…