Era sábado y hacía calor. Un calor horrible. Sé que tenía mucho que hacer ese día, así como sé que nada de ello hice.

Estaba en el establo del fundo de mi tío Carlos, cerca de Melipeuco. Era época de trilla y todos estaban en el campo celebrando una de las tradiciones más antiguas y olvidadas de nuestra modernista humanidad. Me preguntaba si algún día dejaría de requerirse trigo para hacer pan o vacas para producir leche.

Quizás ese día llegue, me decía. Quizás llegue aún en día en que dejemos de ser necesarios, así como yo, que estaba ahí y no era necesario.

Entre meditación y melancolía me quedé dormido, o al menos eso creo. No puedo estar muy seguro, porque desde ese instante ya nada me es obvio y eso es extraño para mí que por tanto tiempo creí que las leyes de la física creaban el mundo. Todo fenómeno había sido para mí una mera manifestación de lo que la física decía que podía ocurrir y eso me llenaba de seguridad, pues todo era explicable e incluso calificable de trivial.

Pero esa tarde se me nubló el paisaje: los hechos que ante mí ocurrian me eran familiares pero asombrosamente inexplicables. Trataba de reducir el problema en pequeños pedazos y mirar con atención cada fragmento pero no ganaba nada. El método científico se escurría entre mis dedos al igual que la certeza de la teoría unificada que tantas respuestas y seguridad me había dado.

No sé si ese día comenzó un largo sueño, si perdí mi capacidad de razonar o si definitivamente dejé de existir y me convertí en un "alma en pena", pero lo cierto es que ese día sentí miedo, mucho miedo y no me atreví a averiguarlo.

Corrí a mi cuarto, tomé algunas cosas, algo de dinero y me fuí. Corrí tan rápido como podía, crucé por viñas torcidas por el peso de las negras uvas mientras trataba de convencerme que no todo estaba mal, que el cosmos tenía que ser el mismo que ayer, aunque quizás sólo un poco más frío.

Mi fuga era desesperada, corría en línea recta, quería estar lo más lejos posible de quienes me conocían. No quería que ellos notaran el cambio en mí ni quería verlos distintos. El recuerdo que tenía de mi gente habría ser por siempre la realidad de mi familia. Recuerdo el sudor frío que corría por mi cuerpo de sólo pensar en ver los ojos temblorosos de mi madre. Recuerdo también como ese sudor se mezclaba con el calor de mi cuerpo que avanzaba cada vez más lento hasta detenerse en un claro en el bosque.

Ya estaba oscuro y una brisa fresca empezaba a moverse y contrarrestar el húmedo y estancado aire que caracteriza a los bosques de pino insigne en verano. Estaba acostado sobre el suelo y podía recién reincorporarme después de tanto correr.

Sentía los latidos acelerados en mi pecho de a poco empecé a darme cuenta de lo incómodo que estaba, acostado sobre la hierba en un terreno muy irregular. Me moví un par de metros hacia un lugar algo más parejo y me volví a acostar, esta vez mirando al cielo. Recuerdo hasta ahora la impresión que me causó ese cielo estrellado, hermoso, vivo. Tenía que ser la obra de un pintor inigualable. Era poesía para mis ojos, para unos ojos que jamás hubieran creído que la poesía fuera más que "charlatanería de gente incapaz de entender las simples reglas que definen el mundo".

Sólo ahora entiendo que ese día el cosmos no cambió más allá de haberse enfriado quizás un poco. No era del cosmos el cambio, era mío. Ese día me convertí en mi anti-yo.