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El Chimbote de los nostálgicos sesenta, recibía indolente, a todo aquel que deseara hacerse un porvenir rápidamente. Decían que la pesca era abundante y el dinero también. Igualmente, efímeros placeres etílicos y carnales, cuyo costo, podía ser fácilmente asumido una y otra vez, con solo unas horas de trabajo. Hasta la existencia de un barrio hecho totalmente de acero, le achacó el rumor popular. La inusual arrogancia lugareña, expresaba el pico su ignorante bonanza, utilizando billetes para encender cigarrillos. Nadie lo creía hasta que lo veía.
La playa mostraba aún majestuosa, arena blanca, orillada de verdor en algunas zonas, atrayendo mariposas naranjas, aguardadas por diminutas flores lilas, en su polinizadora visita.
Pequeños botes cortineros, eran deslizados a la mar, gracias a un par de troncos y la fuerza de sus arriesgados tripulantes. Al retorno de la faena, todos colaboraban para transportar el pescado hacia una zona, donde los pobladores acudían para adquirir especies marinas. Hombres de curtido rostro, mujeres de robusta contextura, canastas repletas de pescados. Pelícanos y otras aves, dueñas del aire, completaban el pintoresco cuadro del aquel mágico ambiente llamado La Ramada.
Frente a ella, bañada incesante por el caprichoso roció de las olas, se erguía la gran casa, formando parte del cotidiano paisaje porteño. Su fachada dejaba notar una gran puerta de madera. Las ventanas, se antojaban cual dos taciturnos y grandes ojos. Allí, se había mudado una escuelita despertando singular expectativa entre los vecinos.
Felices por ello, en aquella esquina de la cuadra dos del Malecón Grau Rosa, maestra de primeras letras y Doña Chela, su suegra, también docente, decidieron llamar "Cristo Rey" a su naciente institución.
Dos aulas y un patio de pequeñas dimensiones, bastaba y sobraba para la cantidad de alumnos que asistían: 10 en "Jardín", 11 en "Transición". En primaria la cosa no variaba mucho: 9 en el primer año, 7 en segundo y 6 en tercero. Toda una legión de estudiantes.
Cursaban "Transición" entre otros, Mario Pflücker, el Flaco, con especial habilidad para enfrentar requerimientos académicos y de nariz alargada cual pariente pinochesco, donde el uniforme parecía bailar solo. Charo Quinteros, la Ojilinda, morocha de grandes ojos y hermosas pestañas, en cambio, lucia con exactitud el conocido guardapolvo de cuadritos azules y blancos, con cuello de encajes. El “Chino” Aguirre, de mediana contextura, quien llevó a la escuela, una silla con forro de marroquín verde, a la que adaptaron un tablero amarillo, cual moderna carpeta personal, “bautizada” a medio año, por apuro de los embates fisiológicos de su dueño. Los tres, que, alternaban periódicamente los primeros puestos en conducta y aprovechamiento, gozaban del especial aprecio docente. Otros, como el español Chousiño, el flaco “Jara”, la “Gordis” Ruth, complementaban el “batallón” de alumnos.
Un domingo, cuando los tres amigos salían de la Matinée en el Cine Premier, conocieron a José y su madre.
Ella, invidente, con rasgos y vestimenta andina, escondía su rostro tras unos lentes oscuros, lo que le hizo conocida y considerada entre la población. Mantenía a sus hijos (algunos ciegos de nacimiento) vendiendo los diarios de la época como "La Prensa" y "La Crónica" y otros, en la esquina de Elías Aguirre y Bolognesi, sentada entre la zapatería Bata y la Librería "Gamboa".
José, uno de sus hijos, quien no heredó incapacidad visual, tenía siete años. De estatura inusual para su edad y muy delgado, denotaba falta de alimentación. Su cobriza piel, sufría la continua exposición a la brisa marina. Poseía rasgados y expresivos ojos, nariz gruesa como un pequeño boxeador y su cabeza, cobijaba una hirsuta cabellera negra. No usaba calzado y sus pies, limpios a pesar de eso, presentaban uñas algo crecidas y sorprendentemente limpias. -"Uñitas"- pensó rápidamente el flaco Mario, sagaz para los sobrenombres.
Lo primero que José hizo, fue obsequiarles una sonrisa tan inmensa, como lo era su noble corazón. Así con esa simple, pero hermosa expresión humana, extendió la partida de nacimiento a una amistad que trastocaría el tiempo.
Esa tarde, Charo preguntó a José:
¿A qué escuela vas?-
A ninguna, lo que gana mamá solo alcanza para comer. -Dijo, como si ello fuese correcto. Sonrió nuevamente y se echó a correr alegre por todo el ancho de la calle, como un amo que recorre sus dominios.
Al día siguiente comentaron el encuentro con su maestra, quien de manera paciente y maternal, les explicó al detalle la dura realidad de José y su familia. Luego, los miró fijamente un instante con acuciosa y cómplice expresión, para finalmente interrogarlos:
¿Les gustaría que José estudie como ustedes? -
Ellos respondieron con largo y un sonoro sí.
Rosa agregó:
Si prometen que en adelante se esforzarán para obtener 20 de nota en sus evaluaciones, hablaré con mi suegra, para estudiar la posibilidad de otorgar una beca el año próximo y que desde luego sería para José.
-Los niños aceptaron inmediatamente y al retornar a casa, cada uno narró lo acontecido y sobre todo, el reto que debían afrontar. Sus familias se alegraron, pues adquirían diarios a la madre de José.
El papá de Mario, funcionario de SOGESA, se comprometió a colaborar con uniforme y calzado. El de Charo, el conocido Doctor Quinteros, dijo se haría cargo de la lista de útiles escolares y Don Eugenio, propietario del Restaurante Don Benito, padre del “Chino”, aseguró que José podría pasar semanalmente, a recoger una bolsa de víveres para su alimentación.
Todo esto, inundó de entusiasmo al triunvirato solidario y la "Señorita Rosa" (así llamaban a su docente), se mostraba satisfecha de haber despertado una pequeña cruzada con evidente sentido social.
En lo que restó del año, Mario, Charo y “Chino”, cumplieron la promesa, obteniendo nota 20 en sus evaluaciones. En el examen final que debieron rendir en un colegio de Villa María no alcanzaron esa nota pero aprobaron. Lo cierto es que se alegraron, cuando en la ceremonia de clausura de ese año escolar, anunciaron que la escuela otorgaría por primera vez en su corta historia, una beca de estudios y que ésta, tenía nombre propio: José, el "Uñitas".
En el siguiente fin de semana, los niños, antes de ingresar al cine y como regalo de navidad, comunicaron la noticia a su amigo, que sorprendido y eufórico, corrió a decir la buena nueva a su madre. Ella mandó llamarlos para agradecerles y de paso conocerles. No hubo frase alguna. Tras sus desgastados y negros lentes, brotaron dos lágrimas, que fueron las más hermosas palabras no pronunciadas, que los pequeños sintieron en su temprana existencia. Curiosamente la película en cartelera de aquel domingo de diciembre, giraba en torno a un grupo de niños y una escuela.
Al siguiente año, a punto de ingresar a primer año de Primaria, Charo se retiró de la escuela por traslado domiciliario, pero su padre remitió desde Lima, los recursos necesarios para atender la lista de útiles para "Uñitas".
El devenir de los días acrecentó entre ellos una estrecha amistad. Al final de cuentas seguían siendo tres, para alternarse los primeros lugares en clase. José era muy inteligente y maestra Rosa, se regocijaba por tan buen alumno.
Un día del otoñal junio, tras la hora de recreo, fueron citados para hablar en privado con su profesora, quien les dijo:
Niños, sé que han hecho de su dedicación al estudio, una noble expresión de solidaridad. Eso me alegra mucho. Ya es hora entonces, de que enfrenten retos mayores que, estoy segura, sabrán superar. -Respiró profundamente y añadió:
Ayer conversé con mi esposo, quien es auxiliar de disciplina, en un prestigioso colegio particular de religiosos italianos. El Raimondi. Han implementado un programa de becas para alumnos de pequeñas escuelas y la nuestra, está considerada entre ellas con tres vacantes.
Seguidamente acotó:
Como ustedes tienen buenas notas, solo les pido un esfuerzo sostenido, para que obtengan las calificaciones requeridas para tal objetivo. Me sentiré orgullosa si llegan a estudiar en ese colegio y que allí, sigan siendo los primeros. ¿Qué dicen?
Flaco y Chino expresaron su conformidad, pero José quedó en silencio, como pensando en lo difícil que sería para él – de conseguir tal derecho- adecuarse a ese tipo de colegio.
La maestra como adivinando sus pensamientos le comentó sonriendo:
Calma hijo. El Director de ese plantel, Padre Ciro, conoce tu historia y ha mandado decir que, si alcanzas beca, te obsequiará uniforme y útiles durante los próximos cinco años.
¿Qué te parece?
Entonces el rostro de José se iluminó nuevamente a través de su acostumbrada e inmensa sonrisa. Concluida la conversación, retornaron al salón donde diariamente trabajaban para dar el mejor de sus esfuerzos, en busca del objetivo trazado.
El desarrollo de las actividades escolares, transcurrió entonces con inusitada motivación.
Una mañana, Flaco confesó a Chino:
¿Y si José no consigue una de las vacantes?
Sé que es responsable, pero se que a veces falta o llega tarde, por ayudar a su madre en la venta de periódicos. Hay ocasiones en que no tiene tiempo para estudiar en casa.
Bueno, juntémonos para hacer las tareas y así le ayudamos. Invocó Chino.
Desde entonces se convirtieron en un solidario grupo de estudio y el tiempo se encargó de entregar el resultado del renovado esfuerzo.
A fin de año. Mario ocupaba el primer lugar de la clase, Chino, el segundo puesto. Uñitas aseguraba la tercera ubicación y con ello, una de las becas para continuar estudiando en el colegio privado de religiosos italianos. De ese modo, solo bastaba aguardar el día de la clausura, ocasión para la entrega de diploma, medallas y becas.
Y llegó el día. Aquel 20 de diciembre. La ceremonia había comenzado y Uñitas tardaba en acudir a la escuela.
Mario decía:
Otra vez se atrasaron en llegar los diarios y por ello demora en venir.
En determinado momento de la ceremonia y frente a los padres de familia, la Directora citó a los tres amigos invitándoles al pequeño estrado levantado en el patio escolar. Acudieron sin José y Doña Chela, emocionada contó en detalle las circunstancias del ingreso del Uñitas a la escuela y las gratas consecuencias de tal acción.
Acto seguido, invitó a los asistentes a presenciar la entrega de reconocimientos a los primeros alumnos. Al ser nombrados, Flaco y Chino recibieron Medalla al Mérito y Diploma de Honor. En el momento estelar de la ceremonia, dieron a conocer los nombres de quienes obtenían becas para estudiar en el Antonio Raimondi. Entre ellos José, a quien no fue citado por su ausencia y que obligadamente debió ser nombrado, despertando emotivos aplausos de los padres de familia asistentes. Producto de ello, Chino, en un impulso solidario se presentó ante la directora para recabar a nombre del Uñitas, todos sus premios. Doña Chela accedió a ello y solicitó aplausos para José, dando fin a la ceremonia de clausura. Luego entregaron las libretas de notas y se sirvió una chocolatada.
Mientras la pareja de amigos leían la frase “Al Mérito”, escritas con letras doradas dentro del circulo rojo de sus medallas, prendían una y otra vez en su guardapolvo escolar, el pequeño imperdible de la rojiblanca cinta que terminaba de adornar la dorada presea.
En vano, ambos aguardaron hasta pasado el mediodía sobre las arenas que, parecían enfrentar al viejo edificio de la escuela, contra un puñado de nubes grises en el horizonte y el adiós de trajinados pescadores que concluían su diaria jornada en La Ramada.
En el instante siguiente, su maestra les recordó lo avanzado de la hora y sugirió acudan a casa de José, para entregar personalmente sus premios e indagar por su inasistencia.
Cada uno fue a su hogar para almorzar y tras reunirse nuevamente en la puerta del cine, casi a la hora de la matinée, fueron en busca del Uñitas, tratando de hallar la forma mas emocionante para entregarle sus premios y luego jugar un buen rato para festejar lo sucedido.
Sin embargo y a medida que se acercaban a destino, una desconocida sensación de ansiedad, invadía sus almas, como tirana opresión a la felicidad. Las nubes del mediodía habían crecido en el vespertino firmamento, hasta construir una sombría sábana y las olas, avisaban incesantes, la llegada de altas mareas.
Cuando Mario y chino divisaron el hogar de José, observaron entusiasmados, aquel grupo de gente reunida en su puerta, quizás, celebrando el reconocimiento obtenido. Aquella gente, al verles llegar y sin decirles palabra alguna, les cedieron el paso al interior de la morada.
Al ingresar, cuatro pálidas esteras, edificaban un silencioso y desgarrador ambiente y en el centro, solitaria y mustia, una mesa. Sobre ella, dormido, José.
Por qué no le despiertan, díganle que hemos llegado para entregarle sus premios, alcanzó a murmurar el Flaco, extrañado por que nadie hablaba. Todos guardaban silencio.
Con las manos enlazadas y vestido aun con el guardapolvo de cuadritos azules, como si fuese a despertar en cualquier momento para acudir a su pequeña escuela, estaba José. En íntima conversación con el Director Celestial, Su compañero. Su amigo. El que no llegó a la clausura. El ausente. El de la inmensa sonrisa. El Uñitas.
Los pequeños, absortos por instantes, que sintieron interminables, interrumpieron su quietud cuando alguien dijo la frase “Esta muerto”.
Allí la floreciente infancia trepó en un doloroso tren de atardecer.
Sara, la invidente madre de José, fue avisada por su desarrollado sentido para construir su derredor, de la inesperada visita. Caminó hacia ellos y los abrazó tan fuerte tratando de sentir en cada infantil latido, el soplo vital de su pequeño hijo, pero consciente de que la fatalidad, simplemente, era una indeseada amiga, que acompañaba su vida rutinariamente.
Un helado frío, los estremeció cuando supieron que Uñitas fue arrollado por un volquete que transportaba pescado a las fábricas, al intentar cruzar la calle Bolognesi, a la altura de la oficina de Correos.
Un auto que llegaba con los diarios de la Capital, pudo trasladarlo al hospital, donde minutos después falleció en brazos de su madre, pronunciando antes, el nombre de su escuela y los de sus dos amigos.
En otro momento, Chino y Mario, notaron que debían partir vencido el tiempo de permiso para retornar a casa y antes que la noche haga más grande su reino y con ella, el territorio de la nostalgia, atraiga indefectible y presurosa un repentino huésped llamado dolor.
Al retirarse, como anhelado abrazo, colocaron sobre las manos de José, la Medalla obtenida, junto a su diploma y beca. A continuación, como eterna ofrenda, Chino y Mario dejaron también sus diplomas y un par de primogénitas lágrimas extraídas, de un flamante y desconocido sentimiento que, les obligó a partir aferrando fuertemente las medallas conservadas aun entre sus pequeñas manos. Sentían que en ellas seguiría vivo su querido amigo. No les dejaron ir al cortejo, pero les dijeron que hubo mucha gente. Nunca supieron donde lo enterraron.
José se había marchado para siempre. Chino y Flaco conocieron en aquella Navidad, por vez primera la sensación que una ausencia instala en el alma. Y el tiempo, que a veces quema etapas, pero que disipa penas, les obligó a seguir transitando por un nuevo camino.
Al año siguiente, en un salón de clases del Colegio Religioso, entre Mario y Chino existía casualmente, una carpeta vacía. Nadie la ocupó jamás. Nadie. Inclusive un terremoto derrumbó sobre ella una pared, pero siguió intacta. Tal vez allí, en cualquier instante – pensaban – aparecería sentado José. El Uñitas. Obsequiando a todos una inmensa sonrisa, tan inmensa como su corazón. La misma que dibujó aquel día cuando Chino, Mario y Ojilinda llegaron a su vida. La misma que vive en una medalla, conservada como recuerdo solidario del eterno amigo y hermano de la infancia. El Uñitas.


Texto agregado el 05-02-2009, y leído por 141 visitantes. (0 votos)


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