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Mientras funciona la cafetera en la cocina, Claudia pensaba que el día no podía empezar peor, aunque ese sentimiento preciso es el que ya tenía cada mañana desde hacía tiempo.
Le había bajado la regla, dolorosa como hacía meses que no venía, y ni un tampón ni una compresa en casa, menos mal que estaba la vecina, ella sí tenía los útiles tan necesarios en “esos días”.
Hoy tenía entrevista de trabajo pero se sentía desanimada, tres meses sin trabajo eran demasiados, casi una docena de entrevistas similares a la de hoy sin resultados, también.
Por poco materialista que alguien sea, debiendo el alquiler de su pequeño apartamento y con la cuenta del banco en esos desaprensivos y acusadores de pobreza números rojos, el encontrar cualquier medio de subsistencia debía ser su prioridad; ¿Pero lo era realmente?
No, a Claudia no era la falta de liquidez económica lo que más le entristecía el alma… Era el desamor.

Cuando Iván, su chico desde hacía un año y medio, la dejó tras conocer a aquella muchacha alegre y despreocupada, con cierto aire de estos neo-hippies financiados vía paterna, Claudia se desmoralizó por completo.
Ella se consideraba una artista, aunque todavía no conseguía vivir de sus pinturas, muy progre y una mujer preparada, y el que su “parejo” la dejara por otra, era algo, que en teoría ella debía aceptar y tomar con naturalidad, pensaba mientras todavía, después de un par de meses, rompía a llorar con solo recordarlo. Las penurias materiales serían más llevaderas a su lado con ese amor, dulce y apasionado a la vez, que le habían arrebatado.
Aunque apenas rozaba la treintena, 29 para ser exactos, tenía un aspecto reseco y envejecido. Las últimas tensiones la habían hecho adelgazar afilando su cuerpo como una daga y tras varías noches de molesto insomnio, unas profundas ojeras enmarcaban sus bonitos ojos color miel.
Estaba recién levantada y de un melancólico malhumor.
-“Iván –pensaba tortuosamente- ¿Se habrá levantado ya o estará demasiado cansado por los achuchones de esa gatita en permanente celo?”
Y no había forma de saberlo…
Eso era lo peor, su vida seguía girando en torno a Iván, pensaba en él a todas horas, bien con un odio visceral por su abandono traicionero, bien creyendo que su vida sin él ya jamás sería plena e incluso apenas susceptible de ser vivida, pero con tal obsesión, sólo conseguía remarcar la jodida realidad de que Iván ya no estaba.

La entrevista fue un desastre, o un éxito, según se mire, ya que el estirado jefe de personal de aquella selecta pastelería, un petimetre calvo y con un discreto bigotillo conservador (cuyo modelo todos podemos imaginar), con cierto aspecto de comadreja, no apartó la mirada del escote de Claudia en toda la entrevista, así que no notó demasiado la apática y desganada conversación de la chica, pese a la cual, le dio el empleo. Si algo tenía claro Claudia es que el oficio de dependienta de pastelería bajo las órdenes de aquel baboso no era su mayor aspiración. Pero acepto el trabajo “¿Qué otra cosa puedo hacer?”, se preguntaba…
El trabajo en la pastelería, cuando su jefe no estaba en el local no era del todo desagradable. Solo tenía a una persona encargada, una mujer, ya madura aunque muy alegre que no la atosigaba demasiado cuando salía a fumar un cigarrillo o intercambiaba unas palabras con la señora Jimena, una de las clientas más habituales, quien sentía una gran devoción por aquellos chocolates que vendían en la tienda, y la cual siempre le chismorreaba la última novedad del barrio o de la portada de cualquier revista del corazón.
También debía de tener algo de psicóloga doméstica y de humorista aquella buena mujer, pues en más de una ocasión le decía a Claudia frases del tipo:”Con lo guapa y lo joven que eres, no tienes cara de ser muy feliz, no pienses en cosas raras y búscate un buen chico que te quiera… Y si no, ¡búscamelo a mí!”
Acto seguido, le daba un abrazo a Claudia y miraba la sonrisa que empezaba a esbozarse en el rostro de aquella chiquilla melancólica.
Algo sí le aportaba aquel trabajo. Además de permitirle un respiro en el terreno monetario le proporcionaba aquellos momentos que ayudaban moderadamente a mantener a Iván lejos de sus pensamientos al menos cuando trabajaba. Después, de noche y en la soledad de su casa, siempre quedaba ese hueco ancho y frío en la cama y en el corazón.

Por esta razón, a veces prefería no dormir apenas durante la noche y pasar esas horas en su estudio, pintando, emborronando lienzos y descargando sobre aquella tela muda y sufrida todas y cada una de sus frustraciones. Desde que había empezado a pintar, su estilo colorido y alegre había hecho estallar las paredes de sus amigos más cercanos, a los que regalaba alguno de sus cuadros y las de galerías alternativas en exposiciones alejadas de la ruta “seria y oficial” del arte urbano. Pero ahora algo se había transformado dentro de ella y su pintura lo reflejaba; aquellas telas coloridas dieron paso a unos cuadros más tenues, con colores mates y pálidos, como la vista de un puerto en una mañana lluviosa o el bosque otoñal en un atardecer nebuloso, de esos que cuando el sol se marcha, parece llamar a bancos de niebla que alfombran el suelo cubierto de hojas.
Nunca el dolor ante el final de una relación le había herido tanto, ni siquiera esos tormentosos amores adolescentes que arrebatan a las chicas lágrimas y virginidades. Se sentía rota, desmadejada e incompleta y eso se reflejaba en su día a día y en sus pinturas.
Recordaba la tarde en la que tras romper sus fotos con Iván y decenas de cartas de amor intentó coger el pincel y al humedecerlo en aquel óleo rosado lo dejó caer al suelo recubierto de periódicos viejos y acto seguido se encogió en una esquina del estudio en un estado de catarsis de donde no se movió hasta casi el amanecer.
Aunque se le habían arreglado parte de sus preocupaciones materiales, aun quedaba esa impotencia ante el dolor del alma que le producía la ruptura con Iván
Pero debía salir de aquella demente sensación de dependencia y rencor que a ningún sitio le llevaba. Debía de luchar por sobreponerse y tomar de nuevo las riendas de su vida. Simplemente es que no sabía como hacerlo.
El primer domingo libre, se fue al rastro. Aquellas calles siempre le habían gustado; coloridas y rebosantes de trastos viejos y estropeados, desde muebles destrozados y carcomidos por los insectos y los años hasta la tétrica cabeza sin cuerpo de una muñeca, quizá decapitada a manos de algún niño, inocente y angelical que está aprendiendo a matar; o quizá una bicicleta desmontada como un puzzle mecánico de montaje imposible. Le parecía un lugar interesante el rastro, que tenía aspecto de un viejo desván abandonado en aquella gran mansión que era la ciudad.
Además de vez en cuando, se hacían interesantes hallazgos.
Todavía recordaba con cariño aquel viejo baúl, que ella y su compañera de piso durante la universidad, limpiaron, repararon y pintaron con el mismo esmero y cuidado con el cual prepararían un cuadro para un trabajo de la facultad de bellas artes.
Aunque nunca había tenido demasiada fe en prácticas esotéricas, ahora que tenía un pequeño sueldo y se lo podía permitir, se decidió a probar alguna sesión de reiki, ese antiguo masaje energético japonés con el que aseguraban poner las energías en su sitio y abrir los chakras para que la energía universal fluya dentro de ti.
Pensó que si alguien necesitaba en aquellos tristes momentos energía cósmica, sin duda era ella, y si bien no le resolvió todos los problemas, bien es cierto que tras una de aquellas sesiones se sentía más tranquila consigo misma, lo cual ya era mucho.
A veces, tras el masaje, bajaba a una cafetería cercana con personas del centro cultural donde además de reiki, trabajaban yoga y shiatsu a tomar una infusión o un café.
Era importante poco a poco retomar el gusto por cositas triviales y conocer a gente nueva.
Se esforzaba en mantener su tiempo y su mente ocupados la mayor parte del tiempo, para quitarle espacio al desamor y a la melancolía.
A base de cines y cafés, retomó paulatinamente el contacto con viejas amistades a las que había descuidado últimamente, no se sentía con fuerzas de que el estado de su relación con Iván fuera centro de conversación entre sus amigos y tan sólo a Mariela llamó una noche, a los pocos días de que Iván se fuera, totalmente angustiada y se desahogó llorando en el virtual hombro amigo que le proporcionaba la línea telefónica durante más de media hora.
Aunque Mariela se había ido a vivir a una ciudad situada a 150 Km, varias veces tomó el tren para visitar a Claudia y cuando sus responsabilidades se lo permitían pasaba un fin de semana con su desolada amiga.
La amistad entre ambas era fuerte y se remontaba a muchos años atrás. A esos años de aventuras, viajes, salidas nocturnas a conciertos y bares que marcaron la primera mitad de la segunda década de la vida de Claudia.
Eran años que tenían colores, olores, sabores…

¿Color? Si. Era el color verde oscuro de aquel bosque profundo, repleto de pinos, robles y nogales donde solían ir Claudia y sus amigos, entre los cuales nunca faltaba Mariela, a largas acampadas, también el color verde claro de las aguas del río de aquel bosque cuyo lecho cubierto de musgo y líquenes y su superficie verde de lino le daban la apariencia de una enorme y alargada piedra turquesa al ser vista desde la montaña de enfrente.
Por supuesto, el color rojo tomate con el que se tiñó el pelo a los dieciocho años y las explosiones de tonalidades que eran sus vestidos de vivos colores, a veces comprados en los rastrillos, a veces reciclados, a veces confeccionados por ella misma a los que unía la característica de ser estridentemente llamativos.
Hasta no hace mucho, los colores llenaban sus telas y su vida, pensaba melancólicamente.
¿Olor? También. Olor a pintura y disolvente, un aroma que siempre la había acompañado desde que empezó a pintar, mucho antes de entrar en la universidad, y a causa del cual contaban las malas lenguas que un ilustre pintor holandés había enloquecido al aspirar aquellos nocivos vapores a diario, mientras trabajaba durante horas o días en pequeños habitáculos mal ventilados.
Olor a sexo y marihuana tenía el ritual de compartir un porro tras hacer el amor con sus variadas parejas de aquellos días, que prolongaban el placer del acto y lo diluían en un torrente de risas y confidencias hasta caer dormidos.
Y olor también a café y tabaco en noches de estudio histérico doce horas antes de un examen, que pese a conocer su existencia desde hacía semanas, había ido postergando la hora de estudiar en beneficio de las cervecitas de rigor que se tomaba casi a diario con Mariela y sus amigos.

¿Sabor? Sabores a esas comidas diversas y combinadas imposiblemente con las que aprendió a cocinar en el piso de estudiantes durante el primer año de universidad, que fue la escapada definitiva del hogar de sus padres.
¿Y porqué no decirlo? Sabor también a la saliva dulce y cálida de Mariela que paladeó aquella tarde de lluvia en la que fue su primera y única experiencia lésbica, pero que ató la relación con Mariela en una inquebrantable amistad viva y plena aun después de casi diez años.
Este repaso de los años anteriores a su relación con Iván, le hizo mucho bien. Fue como si de pronto no se viera ella sola como un autómata indeciso y sin instrucciones, como si se diera cuenta de que Claudia también había vivido experiencias maravillosas antes de estar con Iván y de que quizás con ese efecto narcótico que tiene el correr del tiempo aun le quedaban muchas más por vivir

Aquel atardecer se sentía casi bien, tomando un baño de aquel tibio sol otoñal mientras paseaba por la zona antigua de la ciudad, de estrechas callejuelas que invariablemente desembocaban en la plaza de la catedral gótica de mediados de siglo XV y husmeaba a ratos en un libro de poesía de aquel famoso autor, amanerado y comercial que una clienta se había dejado en la pastelería y unos versos le devolvieron a su realidad:

“Si el amor perdurase,
seríamos como astros encendidos,
seríamos como dioses…
No hemos sido capaces de imitarlos.
No vengas más: la puerta está cerrada.
Todo acabó y el sol
se pone todavía. indiferente.”

Acto seguido, rompió a llorar en medio de la plaza y tuvo que espantar a un niño que le daba de comer a las palomas y se acercó inocentemente a preguntarle si le dolía algo, el cual huyó inmediatamente despavorido. Con lo bien que se encontraba aquella tarde…
Luego más reposada, se dio cuenta de que sí que era cierto el poema.
Si el amor perdurase seriamos como astros, pero todo acabó y el sol se pone todavía. Indiferente.
Y comprendió, vislumbró que aquel arrebato de llanto que pagó con aquel chiquillo, era posiblemente el último estertor, coletazo moribundo de un dolor exacto que la acompañaba desde hacía meses, que por fin, podía volver a la vida. A su vida.
Y en aquel atardecer, con el sol poniéndose indiferente a todo cuanto estaba aconteciendo en el corazón de aquella chica tras la catedral, a Claudia, le dejó de doler Iván.





Nota del autor: Los versos citados pertenecen al libro “Poemas de amor” del escritor Antonio Gala. Con toda mi admiración.

Texto agregado el 06-02-2009, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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