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Francisca, antes de enviudar, tuvo cinco hijos. Uno de ellos, a los seis años, quedó atrapado en un pozo sin brocal y su hermano, de ocho, compartió el mismo final al tratar de ayudarle. Otra hija, la pequeña, desapareció a los doce años y todo lo que encontraron fue su bicicleta al lado de una carretera comarcal. El segundo menor se escapó de casa a los dieciséis, huyó en las dos ocasiones en las que fue localizado hasta que al fin tuvieron noticias de que había sido acuchillado en una taberna. El mayor, sensible e inteligente, tenía inquietudes políticas por las que fue detenido y en comisaría acabó ahorcándose con su propio cinturón.

Francisca quedó impedida desde que el mayor les abandonó. Nunca quiso vivir en otro lugar que no fuera su casa ni ser atendida por extraños. Por eso, Pilar, la hija mediana, la menos agraciada y talentosa, la cuidó abnegadamente hasta el final. Pilar presenciaba a menudo los ataques de llanto y rabia de su madre: "no hay perdón de Dios, no lo hay, hacer esto a su madre", "hija, si tú te mueres, pediré misas para que no te salves", "reza, reza, hija mía, que tus hermanos no se pueden salvar pero tú sí porque eres la limpia".

Pilar acudía dos veces al día a la Iglesia para poner dos velas. Una vela por la mañana, transmitiendo obedientemente los deseos de su madre a San Jonás. La otra vela la ponía por la noche después de acostar a su madre, suplicando lo contrario. Esta vela estaba dedicada a la Santísima Virgen porque Pilar esperaba que su mayor poder contrarrestará la anterior.

Durante mucho tiempo y de forma ininterrumpida, este sencillo acto fue una obligación inquebrantable para Pilar. Pilar se sentía inquieta porque había advertido que los espacios en el candelero escaseaban cada vez más. Apagar la vela encendida por otra persona sería un sacrilegio imperdonable pero tenía mucho miedo de que en algún momento no pudiera encender la vela diurna, la de la lealtad a su madre, y aún más miedo tenía de no poder encender la vela nocturna, la de la misericordia por las almas de sus hermanos.

Pidió un favor a su párroco que conocía en parte las circunstancias de la familia y la gran devoción de Pilar. Accedió a vigilar el candelero del altar para guardarle siempre un hueco libre. Sin embargo, seguía echando en falta espacios hasta que una mañana todas las velas estaban encendidas.

La ruptura del ritual alteró enormemente a Pilar que pidió cuentas al párroco. El hombre la tranquilizó y le aseguró que había estado muy atento, que no podía explicárselo. Todas las velas parecían haber sido encendidas recientemente. Alguien antes de que entrara Pilar debió haber copado todo el espacio mientras el sacerdote estaba preparando la liturgia en la sacristía.

El párroco, acongojado por la pena de Pilar, trató de hacerla entender que su oración agradaba a Dios y la Virgen de todos modos, que su fe brillaba más que todas las velas juntas. Pero Pilar, para curarse en salud, decidió sentarse en el primer banco de la iglesia y esperar a que la cera de una de las velas se consumiera o que una corriente de aire la apagara.

Pilar, sin parpadear, tuvo fija la vista en la danza de los brillos hasta que atardeció. Ninguna de las llamas flaqueaba, ardían cada hora con más fuerza, pareciera que antes se iban a consumir los ojos de la mujer que la cera. El sacerdote no podía explicarse tal fenómeno, tampoco los demás vecinos del pueblo que rápidamente hicieron correr la voz. Ya empezaban a llegar algunos curiosos que permanecían en silencio en torno a Pilar.

Cayó la noche, el sacerdote apagó los cirios y las luces eléctricas que adornaban el altar. Pilar, inmóvil, seguía esperando. La muchedumbre, cada vez más compacta, abarrotaba la iglesia e ignoraba las peticiones del párroco de marcharse a sus casas. Empezó a bisbisearse la palabra "milagro". El párroco pidió cautela varias veces pero cuando amaneció y el fuego de las velas era tan vigoroso que rivalizaba con la luz del sol, no tuvo más remedio que advertir del fenómeno a las autoridades eclesiásticas.

Los enviados hicieron entrevistas a los testigos, tomaron mediciones del calor, de la composición del aire y de la parafina santa. Observaron la posición extática de Pilar, la gran apertura de sus pupilas marrones, su pétrea postura, su respiración casi inexistente. No había el más mínimo indicio de manipulación o engaño, nada de lo que observaban podría tener otra lectura que una divina intervención. Conscientes de las expectativas, se guardaron mucho de hacer saber sus conclusiones para no provocar lo que llamaban una "avalancha de fe". Pero sus precauciones eran inútiles, la verdad refulgía de forma tan elocuente que desarmaba las conciencias más escrupulosas.

Ya habían pasado casi veinticuatro horas desde que Pilar se aposentó y dentro y fuera de la Iglesia coros multitudinarios rezaban el rosario, lloraban, suplicaban; completamente entregados a una orgía de devoción sin que sacerdotes o el obispo pudieran hacer nada por impedirlo. Sólo el espacio comprendido entre Pilar y el candelero era respetado con reverencia.

Cuando un día completo se hubo cumplido, todas las velas se apagaron a la vez. En ese momento el corazón de Francisca dio su último latido. Alguien se acercó a avisar a Pilar pero no tuvo más remedio que hacer correr la voz de persona en persona hasta el párroco que le susurró al oído la mala noticia.

Pilar se levantó del banco y ante el aliento contenido de los presentes, encendió con parsimonia cada una de las velas.

Algunos testigos convocados para aprobar su beatificación aseguraron haber visto como, al ir encendiendo las velas, el rostro de Pilar se contraía en una horrible mueca de furia.

Texto agregado el 09-02-2009, y leído por 130 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-02-2009 sensacional! un buen cuento con un final inusitado divinaluna
09-02-2009 Buenísima historia, las preguntas que se forman al leer van acompañando el relato hasta ese final que refulge como todas las velas, pues muy por el contrario de lo que esperaba, Pilar parece no encontrar su "liberación". Saludos. Jeve. Jeve_et_Ruma
 
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