Cuándo iba yo a pensar que todo iría mal, que me iba a equivocar y que al darme cuenta estaría tiritando tanto como si un terremoto se estuviera tomando un lugar en mi cabeza; cómo iba yo a saber que se borraría la sonrisa en mi cara y se transformaría en pendientes lágrimas.
Le debo una disculpa a los acontecimientos para reducir la anécdota al mínimo, para reducir mi culpabilidad a tamaño insecto… y éstos se toman el poder de mi carcomido brazo derecho. He acelerado el proceso de mi conducta y de igual modo me he quedado atrás, sin compartir siquiera esta ruta etérea que se hace invisible, y que se desdibuja bajo mis pies.
¿Quién lo diría? ¿Quién?
Mi colaborador primordial se desfiguró como los grabados de Goya, se transformó en algo que añoro y que no tiene por qué ni por dónde; yo no he pasado la prueba para empezar a considerarlo humano, es todavía algo que vuela y está en otro estado de la conciencia, más allá que acá…y yo cada día más aquí que allá, por un designio del destino que me permuta la piel, pero no la hace más liviana sino espesa y más espesa por lo que me condena a este lado; el de los del medio, los que no serán considerados nunca ni de los solemnes perdedores ni de los sublimes ganadores: mi colaborador uno de ésos, aún no sé cuál, se me cuela por ambos estados antes de convertirse en hombre.
El no sabe que yo lo considero mi colaborador, pero pienso que debe suponer que cuando lo busco es para robarle las cualidades de su piel, a ver si un poco de su condición se aferra a mí, aunque sea por necesidad y no por cariño.
Pero cuando dice te quiero yo me aterro tanto que deseo correr y engañarlo, correr y socorrerme en una piel intensa (de las que no traspasan nada porque sus partículas son tan densas como lo que acarrean sobre sus hombros), y olvidar que necesito cambiarle a mis dedos la textura, desgarrar un par: pulgar y meñique, para descompensar mi equilibrio aparte de mi decisión dulciamarga de querer palparlo, porque aún no me comprometo con esa “etérea presencia que conlleva el recordar”.