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El olor a perro muerto

-¿Su nombre?- preguntó la oficinista.
-Ciro Chávez Sanagustín- respondió el hombre.
-Firme aquí- dijo la mujer y extendió un papel.
Ciro salió de la oficina policial y encendió un cigarro. La declaración de hechos no salió muy bien, pensó mientras daba una larga aspirada al cigarrillo. Seguro sospechaban de él.
Decidió caminar por un rato antes de de volver a casa. En la esquina de Fundadores y Constitución fue que lo notó por primera vez. Un olor dulzón y amargo que se acentuaba a cada paso. Era un hedor envolvente, nauseabundo. La inconfundible putridez de la descomposición: el perfume mismo de la muerte.
Un perro muerto, pensó y esa idea ya no lo dejaría. Llevó su mano a la boca para dar una última fumada a su cigarro y se sobresaltó. ¡Al parecer la fetidez emanaba de la punta de sus dedos! Comenzó a olfatear la mano completa y se convenció de que era ésa, su mano, la fuente del desagradable olor.
Con expresión confundida y pálido por la impresión lo encontró su cuñada Isabel quien lo sacó un momento de su confusión. Ciro se sintió estúpido al verse sorprendido olisqueándose el dorso de la mano izquierda y ofreció torpemente la derecha para saludar, a la vez que escondía la mano apestosa en el gabán. Isabel le habló un poco de su siguiente exposición, del éxito que tenían sus alebrijes entre los extranjeros y de cosas que Ciro cada vez escuchaba menos, distraído como estaba por la mano apestosa escondida en el bolsillo. Después del obligado saludo y de la breve charla, el hombre con la mano olor a perro muerto se despidió apresuradamente, esta vez sin ofrecer ninguna de sus manos.
Ciro Chávez se dirigió sin más a su casa a tomar una ducha con el sano fin de no apestar a perro muerto al encontrarse con Aranza su prometida. Estaba intrigado y su estupefacción llegó al límite al descubrir una vez dentro de su auto, que el hedor se había expandido y parecía brotar de sus entrañas mismas.
Sintió alivio al deshacerse al fin de sus ropas y meterse bajo la ducha. Tomó un baño largo y se sintió relajado. El bienestar le duró bien poco. Ya vestido y frente al espejo, se aplicó una generosa cantidad de la loción que Aranza le había regalado la navidad anterior. Aspiró lentamente para llenarse los pulmones de la fragante agua de colonia pero a su nariz solo llegó el asqueroso olor a un perro pudriéndose en vapores mortales. La fetidez era más fuerte ahora. Ciro parecía exudar podredumbre por cada poro de su piel. Enfurecido de pronto arrojó el frasco azul de su colonia contra el espejo. Entró de nuevo a la ducha. Se duchó dos, tres veces más. El olor aún lo acompañaba. Llamó a Aranza y se dijo indispuesto. Dijo que ya la vería mañana. O el día después de mañana. O el fin de semana, ¡que más le daba! Dijo que no, que todo estaba bien… que durmiera bien, que él la llamaría después…
Se duchó una vez más antes de dormir. Aún bajo la calidez de la regadera sentía la peste invadir todo el aire en torno suyo. Tomó una escobeta y talló con furia más que solo con fuerza. Se deshizo del jabón y probó con el parricida que encontró tras el retrete. Pasó mucho tiempo raspándose la piel utilizando cada producto de limpieza que encontró. Nada funcionó. Ni siquiera la áspera fibra de alambre que usaba para lavar las ollas de peltre. Se detuvo solo al notar que sangraba profusamente en distintos puntos de su anatomía.
Antes de meterse a la cama decidió cuidar de sus heridas. Era ya suficiente oler a perro muerto como para dejar que una infección se plantara en sus llagas y lo pudriera de verdad. Ciro abrió una botella de alcohol puro de caña. Tuvo la botella bajo su nariz un par de minutos feliz de percibir un olor distinto al de perro muerto que se le pegó de quién sabe dónde. Con suerte, el alcohol reemplazaría con su olor agradable el repugnante fato a muerte de perro. Empezó a darse una friega de alcohol y al sentirlo penetrar sus laceraciones lanzó un bramido de dolor. Sintió arder cada parte de su pecho de donde la sangre manaba y se diluía lentamente con el alcohol. Ciro Chávez Sanagustín siempre había relacionado sufrimiento con redención; quizás esta tortura le traería fin a la otra, la de apestar a cadáver de perro. ¿Sería este el castigo por matar a un perro: arrastrar eternamente su fétida esencia? O ¿es más bien la transformarse y ser uno mismo el perro pudriéndose en vida, víctima de una desconocida e invisible gangrena ejecutada por alguna cruel autoridad divina? Exhausto por la singular y por demás dantesca jornada, Ciro Chávez durmió al fin desnudo y cubierto de sangre seca.
Despertó mucho antes del amanecer estremecido por un sueño aterrorizante. Un hombre le apunta con un revolver a la salida de la licorería. Poco antes de sentir el plomo destrozar sus órganos vitales, Ciro observa el rostro de su agresor: es su propio rostro y quien recibe la bala es él también transmutado en perro que suplica piedad con la mirada, que se ahoga en ríos de sangre al tiempo que el alma se le escapa arrastrada al eterno remolino donde se retuercen y azotan sin piedad las almas de los adúlteros.
El hombre con el olor a perro muerto despierta angustiado. Sigue vivo, aunque no tan seguro de ser más afortunado que el can aquel de quien tomó la vida.
Tres tazas de café más tarde, ya con el sol alzándose sobre los volcanes, y el noticiero en la televisión anunciando las condiciones del clima, Ciro llama al despacho. Que no iría a trabajar, dijo. Que estaba muy enfermo. Que no, no sabía de qué. Y que ya les haría saber el dictamen médico, gracias.
Ciro Chávez Sanagustín y su peste fueron con el médico de cabecera. Ciro explicó su extrañísima situación. El medicó se ocupó más de las heridas en el cuerpo de su paciente y sobre todo de la estabilidad mental del hombre que no se podía quitar el olor a podredumbre de un perro muerto, tendido a la intemperie rodeado de moscas. El médico trató de calmar a Ciro cuya desesperación se acrecentaba al notarle impasible o quizás incapaz de manejar esta crisis. Suplicó por último Ciro que si él no podía curarle le diera por favor los datos de alguien más, de algún especialista en este tipo de casos. El médico sin pestañear le extendió a Ciro la tarjeta de Roberto Perrusquilla: Psiquiatra. Ciro hizo pedazos la tarjeta y salió echando pestes del galeno, es decir insultándole, degradándole, que de las otras pestes no hace falta mencionar que aún le perseguían y más que eso pues de él brotaban.
Así las cosas, el hombre cuya pestilencia era el casi místico perfume que denota la presencia de la muerte, este hombre abrumado y perseguido por su crimen echó a andar desesperado por las calles. Evitó cualquier contacto con la gente con que se cruzaba. Se sentía avergonzado de despedir tan nauseabundo olor. Estaba vuelto un loco por la inmundicia que lo envolvía y un terror paralizante comenzaba lentamente a oprimirle el corazón y otras vísceras. Mareado y desorientado se abrazó el estómago y arqueado hacia el suelo vomitó. Se limpió con un pañuelo y sin poder evitarlo rompió a llorar. Pero se incorporó rápidamente al ver un policía acercándose hacia él atraído por su extraño comportamiento. Lo saben, pensó el olor me delata. El olor del otro perro los ha guiado hasta mí, reducido al cuerpo de un perro que desaparece a merced de moscas y de gusanos y de bacterias y…El pensar esto lo hizo vomitar de nuevo, bajo un farol con la forma de un dragón. Ni rastros del policía. Echó a llorar de nuevo y pronto, jadeante comenzó a sentir la asfixia. No había aire, solo el hedor de la muerte. Era imposible respirar aunque no determinaba por qué. ¿Había reemplazado realmente ese olor a perro muerto el aire a su alrededor? Tal vez era que simplemente su olfato se negaba a seguir respirando esa esencia mortal…El punto es que Ciro se asfixiaba y de eso no había duda. Luchaba inútilmente por una bocanada de aire. Sus pulmones se contraían dolorosamente. Sus pupilas dilatadas delataban el horror de un hombre mirando a la muerte a los ojos. Y entonces, a punto de sucumbir al desmayo, Ciro tuvo una revelación. Corrió y con toda la fuerza que tenía se estrelló de frente en el mismo farol de dragón. Lo hizo repetidas veces hasta estar seguro de haber destrozado su nariz. Y lo logró. El tabique quedó deshecho y la nariz, antes recta apuntaba estúpidamente a la derecha. A sus pies un charco de sangre se hacía cada vez más grande y grandes coágulos de sangre brotaban abundantemente de la malograda nariz. Era en realidad una crudísima escena pero, al fin, un instante antes de caer inconsciente Ciro dejó de sentir el terrible olor alrededor suyo y reemplazado por el también dulzón aunque agradable y hasta embriagador olor y sabor de su propia sangre.
Puede parecer extraño lo que paso después pero es de lo más comprensible tomando en cuenta el lugar dónde sucedió. La ciudad de Ciro, como tantas otras en estos tiempos, carecía de sensibilidad o empatía, emociones solo disparadas en la mente de sus habitantes frente a la telenovela de las nueve o el partido de la selección nacional. Incapaces fueron pues de hacer algo por el hombre aquel con el rostro deshecho tirado sobre una laguna roja y brillante. Después de todo él se lo habrá buscado, puede que hayan pensado los pocos transeúntes que le vieron ahí. El caso es que nadie le ayudó ni llamó una ambulancia. Ciro despertó con un punzante dolor que provenía desde su maltrecha nariz y viajaba desde ahí por toda su cabeza y se hacía intolerable. Además, ahora tenía que respirar por la boca pues la nariz como habíamos dicho estaba inservible. Sin embargo el olor a perro muerto regresó tan pronto como su consciencia. Su automutilación había resultado inútil. Al ver un auto pasar Ciro recordó vagamente el olor a gasolina y pensó rociarse todo con el combustible. Quizás la gasolina fuera lo suficientemente fuerte para distraerse cuando menos de la maldición de oler a perro muerto. Ya se dirigía a buscar una gasolinera cuando recordó lo que sucedió la noche anterior con el alcohol. Pareciera que ningún solvente, combustible o cualesquiera sustancia podría sacarle del suplicio de oler así En todo caso si no funciona puedo prenderme fuego, pensó y supuso que era mejor oler a carne quemada que a carne podrida. El fuego le purificaría el cuerpo y el alma. Sin embargo, y por vez primera, tuvo la certeza de que no sería el dolor lo que lo redimiría. Salvación no habría para él que mató a un triste y traidor perro. Que lo mereciera o no ya no era importante. Esta era su penitencia. Y pensando estas cosas, u otras muy parecidas recordó de pronto su pesadilla de la noche anterior y le encontró sentido esta vez. Llegó arrastrando su olor y lo que le quedaba de alma y fuerzas a su casa. Tomó el revolver de la mesa de noche. Caminó a la licorería que estaba a tres calles de su casa y que era la que vio en su sueño. Y que era también dónde ultimó al perro aquel que al morir lo se llevó lo que le quedaba de hombre y lo convirtió en un perro que apestaba y no acababa de morirse.
Ciro Chávez Sanagustin metió el cañón de su revolver en su boca y un momento después caía muerto mientras su alma era arrastrada al circulo infernal de los asesinos para seguir siendo torturada por siempre. Unas horas más tarde, casi al amanecer y aún tirado frente a la licorería, el olor a perro muerto que inundaba a Ciro Chávez Sanagustín empezó a ser despedido por su cuerpo sin vida. Esta vez, sin embargo, perfectamente perceptible para el resto de los hombres.







Texto agregado el 25-02-2009, y leído por 740 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
27-02-2009 Me encanto, siempre lo he dicho, escribes cosas que llegan al corazón y de una manera preciosa. Felicidades suggy
25-02-2009 cruel, crudo, pero excelentemente redactado lluvia_gris
 
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