Nunca supo decir te quiero, su madre renegó de él por considerarlo un desalmado, sus hermanas le compadecían, su padre murió pensando que ese hijo no le pertenecía pese a ser su vivo retrato, los demás se acostumbraron a su parquedad y hasta podría decirse que aprendieron a quererlo. Su abuela materna fue su compinche y entre ambos tejían deliciosas fantasías, eran felices jugando a ser personajes de algún cuento olvidado. Pero nunca se pronunció la palabra te quiero y eso los hizo libres. El muchacho se transformó en un hombre y su vocabulario carecía de dulzura, podría decirse que no conocía el significado intrínseco de la ternura, se transformó en un antisocial pasivo que no demostraba ninguna emoción. Podía estar horas sin mover un solo músculo, no poseía valores propios, no defendía lo suyo, vivía ensoñado, atrapado por las imágenes de su pasado y encerrado en un enorme laberinto de juegos.

Más tarde, se enamoró de una chica hermosa, predominó lo carnal y ella un poco loca y él insensato, corrieron al altar para oficializar este enamoramiento. Poco duró el encanto. Aún así, tuvieron dos hermosos hijos para conformar una familia aparentemente feliz. La palabra te quiero no salió jamás de los labios de él. Y ella supo varios años después que había cometido un tremendo error y para subsanarlo puso amplia distancia entre ambos. Los labios de él se movieron para decir un pálido te quiero, más para aliviar la angustia que le corroía su corazón que por otra razón. Aunque ya era demasiado demasiado tarde.

Hoy, ese hombre quisiera aprender a decir aquellas palabras sublimes dictadas por su corazón y puede que le falte vida para lograrlo…