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El doctor Cisneros, a quien conocí hace tres años cuando me buscó para que hiciera un trabajo editorial de su investigación, es un respetado psicólogo graduado con honores en la Universidad Nacional Autónoma de México, realizó su doctorado en la Universidad de Oxford. Durante 15 años trabajó como catedrático en la escuela donde cursó sus estudios profesionales, ha impartido ponencias magistrales y conferencias en diferentes Estados de la República y otros países.
Hace cinco años, decidió abandonar la actividad académica y optó por aplicar sus conocimientos en la práctica en beneficio directo de la sociedad.
Esa decisión se concretó con la invitación que recibió para trabajar como director de una clínica de rehabilitación para jóvenes con adicciones y que sufren de largos periodos depresivos, en el Estado de Quintana Roo, donde labora desde 1998.
Es en éste lugar donde el doctor Cisneros, conoce el caso de Máximo, quien será el protagonista de esta historia.

De acuerdo al expediente que me dio a conocer el doctor, Máximo ingresó a la clínica después de haber estado dos días en el Centro de Readaptación Juvenil; había sido hallado por los vecinos –y luego por la policía–, totalmente intoxicado y al borde de la muerte en un terreno baldío de una de las colonias populares de la ciudad.
En el reclusorio, el joven fue examinado por los médicos, concluyendo que se encontraba fuera de peligro. En su celda, Máximo permanecía todo el tiempo recostado y presentaba convulsiones periódicas, por lo que decidieron trasladarlo a la clínica de rehabilitación para que se le diera el tratamiento pertinente.

En lo que respecta a su historia o antecedentes, el expediente no hace mención de sus familiares, dirección, edad, ni nombre completo; (incluso, leí en una hoja informal anexa al reporte, que el nombre de Máximo, era en realidad un sobre nombre impuesto por los médicos de la prisión para ubicarlo, algo así como una especie de número).
Le comenté al doctor Cisneros sobre lo escueto del expediente y la falta de datos personales, pero me indicó que eso no tenía nada de extraordinario, ya que muchos de los drogadictos de las calles, nunca conocieron a sus padres y han estado solos desde que tienen uso de razón y que, si no se rehabilitan, terminan sus cortas vidas siendo algo menos que nadie.
(continua)

Texto agregado el 18-05-2004, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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