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Inicio / Cuenteros Locales / Mardion_Isiaco / Circunloquio farragoso inconcluso (Maraña de recuerdos acuerdos)

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¿Cómo llegué a ti? ¿Porqué a ti?

Cuadrado perfecto y pequeño crujiente. Llegué a ti hace unos meses... no parecías feraz pero pasabas por algo soportable. Me instalé con mis pocas cosas; mis libros, mi Rayuela de un amigo, mi Crimen mi Castigo de otro, mis armas secretas mis Karamázov mi diccionario mis recuerdos de los libros que no traje y los muchos que perdí; mi ausencia tortuosa de Sartre sin el cual se me existencia la torna absurda. Y me instalé cuando llegué, con mi cuaderno de treinta y ocho páginas llegué, me instalé y enchufé mi radio de mi padre y disfruté uno de mis cincuenta y nueve cedés con discografías y compilados, con mi Piazzolla de mi madre y mi Yann Tiersen mío, y solamente mío, con mi Mano Ajena manipulé el fonomóvil cuando llegué, y sobre el cargador lo instalé, acomodé mis dos muebles de la patrona del cuadradito, para que se agrandara el vacío por donde podía moverme, para que hubiese más espacio, mi espacio. Y me instalé en mi colchón desnutrido, dormí, volví, llegué y te pinté blanco, porque antes no eras blanco, sino café, cafescatológico, y te teñí menos el cielo ¡Qué tragedia!, lo más importante está arriba, pero no lo sabía. Así que te blanqueé y prendí mis noventa y siete cigarros, me asomé a la ventana que da al latón divisor del terreno, el cual tapa el sol y bono extra asesinó mi planta con sus reflejos sombríos. Entonces entré a ti, te quise embellecer cuando llegué, pues eras feo cuando entré: Tu cama era lo primero visible al fondo, a tres pasos de la entrada, a la izquierda orillada y arriba el cuadrado de vidrio que me enseñaba la lata triste, que podía ocultar a mis ojos con un paño amarillo manchado de humedad, aunque en ese momento no supe que era humedad, hasta que lo saqué para zamarrearlo con agua y detergente para lavarlo y embellecerte. Ahí supe lo que era, supe también que no se iba. Y junto a las patas de la cama donde daban mis pies, uniéndose con ellas y cubriendo juntos el paisaje plano tras suyo, estaba el sillón rojo polvo, con agujeros de quemaduras que pronto aumentarían en número. A su derecha nacía otra pared, a la que, como un tumor, le brotaba un rectángulo dividido en dos; el primero provisto de cuatro tablas de cuarenta por cuerenta (la unidad de medida imagínela el lector), todas acostadas y separadas unas de otras por unos cuarenta (la unidad de medida imaginela el). Sobre cada una de ellas descansan hojas de periódicos que todavía no quito ni leo, pero que sí abrigué con ropa; El otro medio rectángulo tiene medio palo de escoba azul (que sirve de colgador) a la altura de la tabla superior del medio rectángulo vecino, que debe ser un (la unidad de medida imagínela) cincuenta. Luego, luego viene el detalle menos hermoso, un pedazo -para variar cuadrado o apenas rectangular como todo lo que hay en este cuadrado perfecto- de hule que nace del fin del tumor al lado opuesto del murito donde se encuentra la escoba, y termina en el tercer cuarto de la pared derecha. Es horrible, es gris y en el extremo inferior negro hollín. Es completamente deductible que hubo cocina. Luego, ocupando el último cuarto de la muralla, se encuentra el lavatodo, que al llegar y entrar no vi porque lo esconde la puerta. Ahora no puedo ignorarlo, ya que todo suena o truena o ruida o ruina; las gotitas que se tiran a él después de malcerrar el caño; el par de almohadas de cartón corrugado cuando les doy con la cabeza; las bolsas... todo suena. Al instalarme con mis escasos bienes (o males o bieles o manes o masomenienes) no escuchaba, únicamente deseaba ornar mi situación. Hasta te llevé gente, un colega y cuatro amigos, aparte de mi padre su señora mis hermanas y los amigos de mi gestor a quienes jamás invité, pese a eso no era tan malo, salvo cuando ya estaban gritando bebida y yo recordaba las advertencias y reglas de la dueña del pequeño cubo al que llegué y donde finalmente me instalé. A la izquierda otro rectángulo suerte-de-escritorio, compuesto de dos tablas paralelas horizontales -¿para qué mencionar su cuadriladoidad?- y cuatro patas verticales que sostienen y dejan en el aire a las primeras maderas ya nombradas. Reposan ahí libros y cuadernos, dos mini botellas de whisky y otra de licor del mismo, llamado Lochan Ora, bien dulce, como miel.
Así eras, de tres por seis (la unidad imagínela), lo que te vuelve rectángulo, pero después de reacomodar muebles y agregar otros como 1) una caja de cartón que antes encerraba un televisor y ahora lo sostiene y 2) una mesa de sesenta por sesenta (la unidad) donde están los a) víveres, b) utensilios de porcelana (un plato y una taza), c) dos ceniceros y d) el servicio. Luego de agregar eso y acomodar dichas cosas, decía, conté el espacio libre que quedó entre los bienes apegados al muro y sí es un cuadrado. Dos pasos al cuadrado. Así, al ingresar me sitúo al medio y todo está a un paso de mi yo. Un paso al Norte y doy en mi cama de mi patrona, un paso al Sur tengo comida (cuando tengo), al Suroeste agua, al Oeste sillón; si quiero ropa o guitarra o toalla doy un paso al Sureste y, finalmente, para tomar un libro, colocar un disco o encender el televisor, basta con adelantarme un paso hacia el Este, aunque para lo del televisor me conviene el Oeste, porque siempre está el remoto control sobre el sillón.
Casi no salgo. Al principio sí, porque trabajaba y después visitaba a unos muchachos contemporáneos de gustos diferentes, pero hermosos de cualquier modo. Cuando aquí instalé mi trasero y laboraba, y no escuchaba ni veía televisor porque no tenía. Entonces nos gastamos una buena cantidad de dinero con Franco, un colega, y vinimos a ti mi espacio, y te quemé mi sillón de puro ebrio, y reía, y si has escuchado a Redolés, le pregunté, y balbuceó con voz chiclosa un cántico más bien deprimente del chileno, pero yo me emocioné porque lo conocía, y vamos poniendo todos los discos que tenía que eran cinco, claro que no enteros sino lo que me agradaba. Y mientras oía no reía ni hablaba, porque cuando escucho música me fascina sentirla con todos sus rasguños, con todas sus sorpresas paradójicamente archiconocidas. Por eso cada vez que ronroneo al compás de la música estando acompañado, me pongo a pensar que debo dejar ese momento para la vida privada, pues nadie o muy pocos escuchan, sin que yo intervenga, la música y/o letra de por lo menos un temón. Eso me pasó con Franco, Antonio Jesús Franco Franco, que sí conocía a Redolés (su música, claro, a Redolés mismo no, y yo tampoco) y pedía la sh-¡hip!-ca poooco comunicacionada. A mí se me retorcían las tripas de emoción y rabia mientras el aparato reproducía “Nada”, con ganas de gritar a cantos y partirle la cara al hereje que no silenciaba su monótono título que, por lo demás, ya habíamos oído. Decidí cambiar la cosa, algo en otro idioma, sin embargo ya me había situado en los sonidos y aunque nadie recitara-cantara o fuese en inglés bosnio o francés, no pude evitar el callar y llorar hasta quedarme dormido. Desperté antes que Franco, o después, o a la vez, no recuerdo mucho. Lo que sí recuerdo es que fuimos a comprar un vodka y continuamos la charla, de stewards, de cartas, de nada, y luego nos marchamos de ti hasta el hotel -donde trabajaba-, en mal estado, a buscar a otro colega, a comprar otro vodka, a adquirir mi diccionario, a ti de nuevo y dormí. Cuando desperté estaba solo y sin ánimos pa' la “pega”. Seguí fumando, trabajando, paseando y visitando a M. y el club anti-serpiente, por decir algo totalmente distinto del de Rayuela, salvo por el alcohol. Por esa época me importaba un verdadero maní arreglarte la apariencia, me cansé de limpiar la cocina de un hotel, dejé de salir, volví a leer y dejé de beber a diario. Mi madre me envió una caja con textos de estudio para el ingreso a la universidad. Además: Libro de Manuel, Salvo el crepúsculo y El lugar sin límites. Añadió mercadería. Por mi parte, compré una edición de Los hermanos Karamázov abítomo -lo que provocó enorme cansancio en mis dos despellejados brazos-, Algunos pameos y otros prosemas y La casa de los muertos (novela autobiográfica carcelaria que en Santiago poseo con el título “El sepulcro de los vivos”) que todavía no leo. No estudiaba, no lo hacía porque ya poseía mi peor adquisición: un televisor con tv cable. Me adicté a Cinemax. Vi:

Películas buen,
Mal
Pésim...
Asqueros.

Las vi todas, sabía la programación del mes de Mayo, al día trece pocas eran nuevas, pero yo me repetía cada cuadro. Mi madre llamaba, yo le decía que estudiaba, prefería mentirle como tantas veces, para que estuviera tranquila, para sentirme tranquilo con respecto a sus sentimientos. Y le decía que estaba bien, siempre digo que estoy bien, un poco por eikasía y otro por no hablar. No sé si me creería, pero así le respondía.
Un poco antes de perder mi cerebro con la imagen que me consumió la imaginación por completo (permanecí hasta dieciséis horas aplastándome el brazo derecho con el cuerpo, en posición fetal con los ojos abiertos fijos en un conjunto cuadrado -¡Cuadrado!- de puntos luminosos), me dediqué a escribir cuatro cartas de las que quedé bastante conforme y se las soplé en burbujas a quien todavía no me devuelve el amor. Seguramente desconoce que lo tiene, se me habrá quedado pegado al colchón bajo su cama, donde hace tiempo debí quedarme -un trío de ocasiones- escondido, en aquellos días que no estaba permitido pernoctar en su casa y desobedecíamos las reglas. Entonces alegre y con frío me guardaba de los ojos de su madre cuando entraba a despedirse. Me da ristalgia el escribirlo. Por eso llegué a este pequeño cuadrado perfecto: estando a su lado no hubiese venido, pero ya sin ella fue más fácil. Aunque como ya dije por ahí anda mi corazón de ocho patas, bajo su cama o entre su ropa o en un rincón, esperando a ser descubierto, y a la vez sin esperanzas, sin ganas de moverse, sin ganas está mi amor de amar a otra, como en coma o suspenso o tal vez final, quién sabe.
Después de enviar las cartas por fin viajé, a ver a Yann Tiersen mío fui, leyendo en el bus, penúltimo asiento escogido voluntariamente, habiendo olvidado el hedor a orina que ahí hay -¡Ay!- después de cinco horas cuando se abre la puerta del baño. Karamázov avanza con el peso en los brazos y una pelota de goma en el estómago rebotando en mis paredes. Llegué de noche, antes de ir a casa -a mi real house- me encaminé a lo de Khris, a fumar planta, a suspirar satisfecho de mi querida ciudad contaminada. Dos meses antes Khris, Luciano y Alex vinieron a ti, todos en este cuadrilátero que durante esos tres días fue estrecho en extremo. Fueron tres buenos días, el primero celebrado con el maravilloso tequila, brebaje de efectos distintos al alcohol tradicional (No me tira al suelo si lo consumo en exceso, parloteo más y no tan incoherentemente como con cualquier otra botella embriagadora). Tocamos guitarra e intenté enseñarle un tema a Luciano... por supuesto el tequila no agiliza los dedos, más bien los aturde lo mismo que vino o cerveza. Alex me prestó teatro de Huidobro: Gilles de Raiz y A la luna. Leí parte del primero y recopilé versos, cambié algunas palabras y lo adapté todo a un personaje, yo, que le hablaba a ella, y se la envié con las demás tres cartas. Me gustó también el resultado de ese texto. Luego, por fin viajaría.
Penúltimo asiento maloliente, llego a casa y me instalo en mi pieza descuadrada y bella, a pesar de que que su color de fondo no es precioso, sí tiene arreglos que quiero, como algunos rectángulos que reflejan una cosa distinta de él, vidrios espejo, rodeado cada uno de trozos de goma eva, formando, en conjunto, un espejo levemente menos grande que un cuaderno, pero que cada borde distorsiona el total reflejado. Sobre uno de ellos está escrito con manjar “TE ODIO NIÑITA”, mensaje que una amiga me dejó, a quien alguna vez besé y ahora tiene una hija nacida hace poco (Anaís). En la pared del frente hay pedazos de espejo con diversas formas, algunos con aumento, otros no, y cuando estoy en el colchón donde escribí “...Y SIN EMBARGO HECHO POR ELLOS”, sin luz comiendo humo, puedo ver la brasa ardiendo, puedo sacudir rápidamente el cilindro y ver en la pared dibujada diez veces la misma cabeza de fuego de tamaños distintos. Debido a esos con aumento, las cosas distantes se ven invertidas (incluido los valores). Otras veces, a lámpara encendida iluminando la cabecera de la cama, es decir al sector de los espejos rectángulos, se aparece en la pared de los espejos fragmentados la luz que proyectan los primeros, y una sombra me dice “ATIÑIN OIDO ET” -con las letras apuntando al lado opuesto-. Un día enmarqué esa imagen con lápiz grafito, y cuando está la ampolleta del techo prendida, puedo ver el inverso de la pared -a la que le doy la columna- dibujado por mí, mejor dicho, calcado por mí. También hay hojas de cuaderno con citas que me gustaron, y si no en papeles, en la pared misma. Recuerdo dos de Jodorowsky (artista que mi amada ama), de Donde mejor canta un pájaro. Una dice “Lo peor es que no puedo ser yo mismo más que disfrazándome”. Otra “El maestro no soy yo, es el cementerio que lo sabe todo. Tengo la muerte tan cerca que veo vida por todos lados”. Me gusta mucho esa pieza, ese “adentro” -como defino en el cuento aquel-. Tiene afiches, de Pink Floyd y uno de Sid Vicious que guardo por cariño a la época en que creía en algo. Pegué también una carátula de Manu Chao y hay tres dibujos de dos amigos, otro donde está mi rostro azul hecho por ella, un cuadro de no sé quién, un dibujo de mi madre, pegado sobre una esterilla que sirve de cortina, las ventanas nubladas por adhesivos, en el marco de la ventana una pequeña máscara de yeso negra con figuras doradas. Al otro lado hay una cortina separadora, donde hay cosas como dos bicicletas y otros artefactos ajenos. También cuelga en la pared una lámina de cobre con letras en relieve que contiene un poema escrito por mi ex maestro de filosofía, que trata del “malvado”. Y bueno, otra gran cantidad de dichosas fotografías relampaguean en mi cabeza, apoyada en este momento en el respaldo de mi cama de mi patrona.
Pude quedarme allá. Pero a mí me encanta cometer estupideces, y las cometí esta vez también, y los padres se asustan de las estupideces y creen que es mejor que retornen a donde “está bien” y además “estudiando”. Así que me resigno a volver con la promesa de volver de donde vuelvo ahora. De todos modos me queda una noche linda que comparto con Angelo, Romina, Diego y Khris... y mi ahijado que se gesta ahora, de quien seré “madrino”, en el útero de Romina. Hablamos, me entretengo mucho y aprendo. Algunas personas creen que negándolo todo no se aprende. Pues les contesto que NO. Hablamos de la risa, de la vida sin humor, pero esas son cosas que aún me cuesta explicar. Salvo una vez, en un cuento que hice tres años atrás (pienso en ese tiempo y parece eterno correr hasta ese momento) y que una antigua pareja extravió. Terminada la entequilada y vodkeada noche amistosa, vuelta al bus y retorno a ti, a ti con tu humedad hedionda que te llegó con la lluvia, y ya sin lluvia la humedad hediente, y un frío del carajo, y el sueño de cabeza en un pueblo donde la noche no funciona, yo dentro tuyo, tú rodeado de casas que a la comuna entera le dan olor a leña quemada, el peor de los perfumes que te entraba por la ventana sin vista, abierta porque no me gusta dormir con colillas en la nariz, ésta semi congestionada, fría del viento ahumado que por ella entraba hasta mis dos grises bolsas exiguoxigenadas, y el frío y de nuevo las películas todo el no-día hasta las seis u ocho de la mañana, para nutrirme de caca tan hedionda como tú y tus fantasmas y tu ratón que me trastornó con su primera visita: Veía tele bajo un cubrecama dos frazadas una sábana y tres tapas-polar envolventes, sentí una inesperada caricia en el muslo, aterrado pensé en arañas (que por cierto te invaden) y de un salto me separé del lecho y quedé a un paso de todo, miré con cautela, y ahí estaba el octípedo que luego de desplazarse un tramo corto vióse aprisionado entre dos patitas; devorada quedo la araña por el mamífero salido de entre las tapas que pronto y tranquilo migró fuera de la cama. Desde ese incidente empezó la tortunoia espasmótica, pues sonaba la bolsa y que ahí anda el animal, Damián, y que no, fue sólo el viento, Damián. Y que esa mancha negra vista de reojo era bicho. Y que leyendo se me posa en la nuca una cosquilla escalofriante y febril, me recorre las vértebras, me paraliza dos minutos, hasta que con miedo despegaba una mano de las hojas, la llevaba donde se encontraba ese alfiler helado que no era más que miedo de invasión... la traición de los instintos obsequiándome temblores innecesarios creados por la razón. El peor de los instintos, la peor de las razones. Cada día más próximo al loquero te soportaba cuadrado embrujado, sin poder huir, como la droga más dominante e insoportable me retenías estampado en el ya no solamente desnutrido colchón, sino desfigurado por mi figura. Me secaba en los cinco mil millones de (imagine una unidad de medida), me secaba en la humedad, me secaba en la locura de los ruidos carentes de sentido que me sacudían la cabeza, pues deben ser cucarachas descuartizadas por las ratas, Damián. Me secaba en la pantalla de la que no podía escapar, pantalla que era mi única escapatoria en la imsomniótica madrugada. Pantalla cuyas luces cambiaban y animaban las sombras que los bordes de mis ojos transformaban en tétricos animales. Escandalosas torceduras de cuello buscando sorprender al monstruo que parecía prever mis actos y al instante se situaba bajo la cama, donde yo, como niño de cuatro años, me negaba a espiar. Como buen ser humano adquirí la costumbre... costumbre al miedo. Quise visitar la biblioteca. Dicha decisión requería dormir por las noches, pero como no podía, y llegó el día, fui de todos modos a punto de caer, vi libros, y me llevé uno. Bolaño, Amuleto, no caer dormido hasta que oscurezca, no parpadear, no sentarme no aquietarme no dejar de hacer danzar los dedos hasta la noche. Atardecía, oscurecía, dos estrellas, ronquidos. Dos de la mañana. Un triste avance, pero por mucho batir las sábanas no vuelvo a apagarme. Amuleto, bueno, excelente, ¿estantigua? Diccionario en Santiago, talonario, ¿fruición?, le preceden otras del ya terminado y magistral Karamázov. TV, me envuelvo en otras historias y distorsiono lo que me rodea. ¿Qué vas a hacer sin mí, cuadrado desde hoy olvidado?. Porque te he olvidado, porque ya no vivo en ti, porque desde hoy sólo puedes ser el escrito mudo de un especulador que te ha vaciado.


02-06-2007.

Texto agregado el 06-03-2009, y leído por 159 visitantes. (0 votos)


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