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La oscuridad es absoluta, sobrecogedora, eso, además del silencio, hacen más terrorífica la espera, esa espera que terminará cuando llegue tu final, el fin de tu existencia.

Fuimos cuarenta, los encerrados en la celda, si así se puede llamar a ese pequeño habitáculo, donde éramos hacinados y donde todos estábamos pendientes de los pasos de la celadora que venía por uno, dos o tres de nosotros, según fuera su deseo, cada uno pensaba que era su momento, para ver después, con alivio, que los escogidos para el sacrificio eran otros. Los que se iban, no volvían jamás y estábamos conscientes de su horrible fin, quemados, calcinados, sabíamos que los verdugos no sentían ninguna emoción al contemplar la agonía de nuestros camaradas y que, insensibles a la destrucción, volvían por otro y por otro, hasta terminar con todos.

Pasado un tiempo, ya quedábamos sólo seis de los cuarenta. Sabíamos eso, porque a pesar de la oscuridad total de la celda, al momento de llevarse un compañero, con la luz que entraba en ese instante, inconscientemente, a la rápida, contábamos cuantos quedábamos.

Se acaban de ir otros tres condenados, sólo quedamos tres, la congoja y la angustia hace presa de nosotros, es el final cercano y nada lo puede detener.

Se abre la celda, el terror nos paraliza, veo que sacan a mis últimos dos compañeros, van resignados, nada los puede salvar, el sacrificio es inevitable. He quedado solo, toda la celda es para mí, sin embargo, no me muevo de mi lugar y aquí estaré cuando vengan por mí. Lo que más siento, es que nadie tendrá un gesto de compasión por mí, como tampoco lo tuvieron con mis infortunados compañeros. Creo que hasta a las brujas que quemaron en la Edad Media, se les brindó una lágrima, alguien se compadeció de ellas, pero a nosotros, ni siquiera eso, ni una lágrima, nada, sólo indiferencia, nadie nos recordará, el olvido es inmediato.

Me pongo a recordar y pienso que cada vez que se abría la celda, el escenario que lográbamos ver en ese momento, era siempre diferente: un patio, una cocina, un baño, un bosque, etc... Nunca entendí como nos movían de un lado a otro.

Llegó el momento, siento a la celadora que viene, veo su mano que se cierne sobre mí y veo incrédulo como la celda es destrozad y tirada a la basura. Sólo me queda esperar el instante del ffsssshh, ese ruido espantoso que se produce en el momento del martirio. Bueno, ¿de qué otra manera puede terminar la vida de un palo de fósforo?

Texto agregado el 13-03-2009, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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