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En aquel pueblo, las piedras no hablaban. No porque no tuvieran la capacidad de hablar, sino por la fuerza de la costumbre. Desde niñas habían sido programadas para no hablar. Se les había enseñado a no hablar delante de los mayores, delante de extraños o simplemente a no hablar por temor al ridículo. La programación había sido tan efectiva, que hasta aquellas piedras que algunas veces habían tenido la capacidad de hablar, la habían perdido.

Aquella tarde, la lluvia estaba triste. Aquel pueblo se había despertado de la siesta con la vaga sensación de que iba a ocurrir algo importante. Las palomas se paseaban por la plaza como preguntándose adonde había ido a parar la última migaja de pan que aquel anciano había dejado caer desde sus cansadas manos. Benjamín, una piedra ya rondando en los cuarenta, se dirigió a la plaza con paso firme. Estaba dispuesto a hablar con sus compañeros y compañeras. Benjamín era la única piedra de aquel pueblo que aún conservaba la capacidad de hablar. Sabía que si las demás piedras no hablaban, él también se quedaría mudo para siempre.

Existían muchas razones para que las piedras hablasen, pensó Benjamín. Todo el mundo caminaba sobre ellas, pisoteándolas sin compasión, aprovechándose de su falta de capacidad para hablar y por ende, defenderse. No tenían forma de protegerse contra las inclemencias del clima: el sol y la lluvia. Mientras las demás especies podían construir sus casas y refugiarse, ellas, las pobres piedras, se veían obligadas a soportar todo aquello, sin defenderse.

Mientras se dirigía hacia la plaza, aprovechando una nueva ráfaga de viento para rodar sobre el pavimento, Benjamín pensaba en todo aquello. Había preparado un plan para hacer que las demás piedras hablaran. Si todo salía como había previsto, pronto las cosas cambiarían en aquel pueblo.

Llegó a la plaza, trepó hasta lo más alto de la estatua central, causando la admiración de todos los que allí se encontraban. ¡Una piedra trepando!, ¡Milagro!, ¡Milagro!, gritaban todos mientras Benjamín, observaba desde lo alto. Con asombrosa sangre fría se paró al borde de la estatua, y sin emitir un solo sonido, abrió sus brazos de piedra y se lanzó al vació, estrellándose contra el pavimento y partiéndose en mil pedazos.

Pensando que había muerto, los presentes se lanzaron al sitio del impacto, y para sorpresa de todos, los pedazos comenzaron a corear: ¡Benjamín!, ¡Benjamín!, ¡Benjamín!. Y como por arte de magia, no solo las demás piedras, sino también los bancos de la plaza, los árboles, las palomas, y todo animal y objeto presente en aquel lugar les siguieron en el coro: ¡Benjamín!, ¡Benjamín!, ¡Benjamín!.

La llovizna se había tornado alegre. Benjamín sonreía desde su fraccionado corazón. La tarea estaba hecha. El objetivo se había logrado. Ya todos hablaban. Finalmente buscarían su libertad. Finalmente emprenderían el camino hacía su verdadera liberación.

Texto agregado el 23-03-2009, y leído por 214 visitantes. (1 voto)


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