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[C:39807]

¡Siga adelante y lea el libro de su vida! ¡entre y entérese del sentido de su existencia, de las cosas que han pasado, de las cosas que van a pasar!.
-Yo quiero hacerle una pregunta muy importante, señor.
-¡Como no! acompáñeme si es tan amable...

...y dígame, cual es su pregunta, caballero?

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-¡Dios mío, de verdad es bella! –exclamaba para sus adentros mientras miraba a la muchacha que atendía en la panadería. Todos los días acostumbraba ir y tomarse un café, comerse una pasta fría, comprar pan para su casa o cualquier otra cosa con tal y poder mirarla. Siempre la visitaba y se le quedaba mirando profundamente pero con disimulo, como tratando de conquistar las cumbres de sus ojos para descubrir tras ellos al inmenso mar de sus sentimientos. Pero nada. El pobre Jorge no lograba llegar más allá de lo que era obvio a la vista: la muchacha era muy sonriente y atenta. Cuando ella lo atendía, al principio pensó que la amabilidad era con él nada más, pero pronto se dio cuenta que simplemente esto era lo mismo para todos los clientes. En más de una oportunidad quiso invitarla a salir, pero las cadenas de la inseguridad tintineaban cada vez que algún segundo de silencio les hacía la invitación. Lo máximo que había logrado era preguntar su nombre, cuando ya se le hacía insoportable para su orgullo seguir llamándola “chica”. Así, poco a poco agregó algunos eslabones a la cadena, al pedirle a Maria Alejandra que le diera otro sobre de azúcar para su café.

Ese día, el muchacho llegó al establecimiento cuando recién comenzaba el turno de ella, poco después de las tres de la tarde. Desde la mañana el cielo estaba gris y hacía dos minutos había comenzado a llover repentinamente y con fuerza, por lo que al llegar a su trabajo, María Alejandra venía cubierta con un largo sobretodo que le daba algo más de contextura a su delgado pero bien proporcionado cuerpo. Tan solo habían trascurrido diez minutos desde el comienzo de su turno, pero venía muy apurada pues a pesar de su adolescencia, era bastante madura y responsable con su trabajo. Precisamente por su premura no se dio cuenta del muchacho de unos diecisiete años y cabellos negros comos sus profundos ojos, que la miraban a ella con un brillo cristalino y melancólico. Cuando por fín volteó hacia el mostrador y lo advirtió, con la maestría de Da Vinci pintó sobre su rostro una destellante sonrisa, mientras se quitaba el abrigo y lo saludaba:

-¡Hola, Jorge! ¿qué tal?
-¡Bien! ¿y tú? –respondió el muchacho, tratando de igualar la expresión.
-Chévere, algo empapada.

Y a continuación se rió. No hacia falta más. Jorge volvía a caer en su estado hipnótico, aunque pronto se dio cuenta y trató de evitarlo, manipulando sus labios entreabiertos para volver a esbozar otra sonrisa y decir algo cómico, inteligente, oportuno... es decir, no hacer el ridículo.

-¡Sí! Yo también me empapé por completo –fue lo primero que se le ocurrió decir.
-¿Si? Pues te secaste bastante rápido.

El muchacho se miró y recordó que había llegado a la panadería poco antes de que comenzara la lluvia, por lo que ni siquiera la planta de sus zapatos estaba húmeda. Le pidió un capuchino a la chica, mientras en su fuero interno se golpeaba la frente con la palma de la mano. Mientras María Alejandra preparaba la bebida, no podía dejar de mirar como sus cabellos castaños y húmedos caían en trazos irregulares sobre sus hombros. Le gustaba hasta la manera como conversaba con su compañera y reía tan solo con sus ojos, mientras se agachaba unos minutos y con una servilleta limpiaba la punta de sus botas deportivas, combinación que con su uniforme de delantal le daba un toque de feliz desenfado a su personalidad. Cuando terminó de preparar el café lo puso frente a él y se inclinó sobre el mostrador como para iniciar una conversación, lo que hizo que le empezara a latir el corazón con fuerza ante la inminencia del momento que había estado esperando. Pero tan solo logró hablarle del clima, de lo bonitas que estaban sus botas, de que siempre le gustaba el café cuando llovía. Por un momento hubo un espacio de silencio en el cual se dispuso de una vez por todas, a preguntarle a que horas salía, aunque eso lo sabía bien, y si le gustaría acompañarlo a un helado. Entonces la miró a los ojos y comenzó a decir las palabras que de una forma u otra lo sacarían de aquella incertidumbre:

-Oye, estaba pensando... –y se detuvo exactamente en esa palabra.
-¿Pensando? ¿en qué, Jorgito? –preguntó María Alejandra con una nueva sonrisa, pero congelada en su comienzo.

De nuevo hubo otro silencio, pero ya algo incómodo. La falta de conversación le dejó oir a Jorge la voz de un vendedor en la calle, diciendo algo que si bien entendió, no le robó mucha atención.

-¡Guarde! ¡presione “enter”! ¡uno nunca sabe lo que va a pasar! ¡tome la decisión... y venga a descubrirlo por tan solo míl bolívares la pregunta!

Cuando decidió a dejarse de rodeos, inmediatamente llegó a su lado un señor que pedía algo de charcutería y como la compañera de la muchacha se hallaba ocupada, a ella no le quedó más remedio que atenderlo. El muchacho, emitió su maldición número setenta y siete desde que había descubierto a María Alejandra, hacía ya casi un año atrás; y no le quedó más remedio que tomar su café mientras alternaba la mirada entre el río que corría al ras de la acera y la atareada muchacha que batallaba con un jamón y la rebanadora. Cuando terminó su capuchino metió dentro del vaso sus esperanzas de conocerla mejor y lo tiró al agua de la calle, el la cual se fue flotando burlonamente hasta perderse en una alcantarilla. Salió de la Panadería despidiéndose fugazmente de la muchacha, con un dejo de obstinación por el patético modo en que de nuevo había terminado una de sus tantas visitas. Maria Alejandra le respondió la despedida, en la cual también se notaban muy bien algunas trazas de impaciencia. Pero Jorge pensó que era por el jamón que se había trabado entre la máquina.

Caminó varios metros con las manos entre los bolsillos, sin que le importara las gotas que rebotaban sobre sus hombros caídos y su cabeza gacha. A otro lado de la calle había un hombre en la entrada de una puerta, que anunciaba cierto producto, pero Jorge no escuchaba nada, puesto que se hallaba enfrascado en un ruidoso monólogo plagado de silentes pensamientos:

-Cada vez me decepcionas más Jorgito, por Dios... decía para sí mismo.
-¡A la orden! ¡solo por mil bolívares! ¡entren a ver! –repetía el vendedor.
-Y cuando le dijiste que estabas empapado ¡ay que ver que tu eres el rey de los comentarios ridículos! ¡si serás pendejo!
-¡Vea el libro de su vida! ¡hojéelo y conozca su destino! ¡compruebe el sentido de sus experiencias pasadas!
-Bueno, que más, mañana vendré a ver si por fin te decides y la invitas a salir. ¡Si claro! ¿será que tú Jorgito, te vas a atrever a hacerlo algún día?
-¡Entérese si le darán ese aumento, por qué tuvo ese accidente de tránsito, si algún día se atreverá a invitar a la muchacha de la panadería!

Esta última frase del vendedor hizo que Jorge volteara extrañado, para ver a un anciano que lo miraba con una sonrisa. Era barbudo, algo moreno y de unos setenta años de edad. Vestía unos anteojos redondos que contrastaban fuertemente en estilo con su braga de blue jean. A su lado estaba una puerta abierta, sin ningún aviso ni identificación, seguida de un largo pasillo que tras unos metros se tornaba muy oscuro. Había pasado cientos, quizá miles de veces por aquel lugar y si bien había notado la presencia de la puerta, nunca la había visto abierta y mucho menos sabía quien vivía ahí. Miro su cartera y descubrió tres mil bolívares. No necesitó más palabras del vendedor, puesto que el solo hecho de haber repetido sus pensamientos al otro lado de la calle lo impresionó por completo, además de que estaba tan desesperado por el amor de la muchacha que no pensó dos veces antes de cruzar hacia él. Se acercó a la puerta y sin mediar palabra, él le puso una mano por el hombro y lo acompañó a entrar por la puerta. Caminaron por el pasillo lo suficiente para que la penumbra los cubriera por completo, haciendo que no pudieran verse ni siquiera frente a frente. En eso escuchó que le dijo que lo esperara y sintió que se adelantó algunos metros. Tras unos segundos se encendió una luz que iluminó el rostro del vendedor y que él identificó inmediatamente como un monitor de computadora.

-¿Nombre, fecha y lugar de nacimiento?
-Jorge Luis Cortés Bueno. 18 de agosto de 1986. Aquí en Caracas.

El hombre tecleó algunos segundos y acercó su mirada hacia la pantalla.

-A ver... Jorge Mora, Jorge Gómez... ¡Ajá! ¡Jorge Cortés!
-Yo pensaba que era un libro –advirtió el muchacho.
-Pues sí, pero es que si digo “Entre y lea su documento de Word” no se oye tan interesante. Todo es mercadotecnia en esta vida, hijo. Además, que antes efectivamente usaba libros, pero era muy engorroso y complicado. Por cierto, quieres saber tus cosas de forma directa o con metáforas?
-¿Directo o con metáforas? –preguntó apartando un poco la cabeza hacia atrás y arrugando la cara con curiosidad.
-Sí. Mira, te explico: si tus preguntas son muy fuertes, mejor es que escojas la modalidad de metáforas. Por ejemplo no es conveniente decirle a un cliente “mañana se suicida su hijo gracias a los problemas que usted mismo le creó” en lugar de decirle “un día después del ocaso, la tristeza de la lluvia hizo ahogar al rocío que paternalmente ella misma había creado”. Por otro lado, esta modalidad es un poco más cara por lo elaborada y porque hay respuestas que se extienden demasiado. Ahora, si no es muy dramático lo que quieres saber, entonces escoge la opción de “respuesta directa”.
-Bueno, pues... escojo “respuesta directa” –decidió tras pensar que a aunque le importaba mucho el tema, tampoco era cuestión de vida o muerte, además de que no contaba con mucho dinero.
-Perfecto –respondió el vendedor mientras tecleaba de nuevo. –Bueno, dime entonces...

Tras escuchar todo aquello, Jorge estaba empezando a dudar de lo sensato de haber entrado por aquella puerta. “No sé en que estaba pensando cuando le paré a este loco” –comentó en voz baja. En eso el vendedor empezó a teclear de nuevo y tras unos segundos, comenzó a sonar una impresora. Poco después salió una hoja y se la entregó al muchacho, tras lo que comenzó a leer al parecer, el mismo texto pero en la pantalla:

-“No necesitó más palabras del vendedor, puesto que el solo hecho de haber repetido sus pensamientos al otro lado de la calle lo impresionó por completo, además de que estaba tan desesperado por el amor de la muchacha que no pensó dos veces antes de cruzar hacia él” –dijo el misterioso anciano con un tono algo solemne, como con el que se leen las actas de matrimonio en las ceremonias civiles.
-¿Qué es esto? –preguntó.
-Tu respuesta...
-¿A qué?
-Bueno, a tu pregunta...

Tras quedarse callado, Jorge comprendió lo que quería decir...

-¡No! ¡no! ¡yo no estaba preguntando nada todavía!
-Bueno, te preguntaste en que estabas pensando cuando...
-Sí ¿pero por qué no me avisó que esa valía como pregunta?
-Pues tú debías habértelo imaginado, muchacho. Yo dije “dime entonces” y tu preguntaste eso -respondió el vendedor empezando a malhumorarse.

Jorge comprendió que con aquel hombre no se podía ganar, así que se resignó a perder sus primeros mil bolívares y pensó bien antes de formular su segunda pregunta. Al fin le interrogó al hombre:

-¿Algún día saldré con María Alejandra?

De nuevo el tecleo y el posterior ruido de la impresora. Salió una hoja y al igual que la pregunta pasada, la leyeron al unísono:

-“Jorge estaba feliz: Maria Alejandra había aceptado salir con él ¡inmediatamente!. Entonces esperó a que se quitara el delantal mientras a su lado bajaban las santamarías de la panadería, a la misma velocidad que subían sus expectativas.”
-¡Bien! -gritó el muchacho saltando con la hoja en su mano derecha mientras sonreía, olvidando por completo las dudas que tenía hacía algunos momentos.
-Era hora, muchacho. Bueno lanza tu tercera recta –dijo el vendedor sonriendo complacido.

Jorge de nuevo pensó muy bien lo que iba a preguntar, plenamente convencido de la veracidad de las respuestas del hombre, pero todavía cuidadoso de su astucia. Al fin se le iluminó la cara y le hizo la pregunta más común que podría hacer un tímido adolescente enamorado ante semejante servicio:

-¿Y algún día seremos novios?

Cuando tuvo la respuesta frente a si, le temblaba el pulso, por lo que le devolvió el papel al hombre y le dijo que se lo leyera. Este continuó con el mismo tono solemne de siempre:

-“Ese día, sin mayores preámbulos, sentados bajo la sombra de uno de los tantos árboles del parque, se miraron por unos segundos antes de darse el beso más sencillo y perfecto de todas sus cortas vidas, justo el que María Alejandra había esperado casi desde el primer momento que había visto a Jorge. Tampoco necesitaron decirse más nada para saber que a partir de aquel momento serían los novios más felices en toda aquella convulsionada ciudad”. –Ahí tienes, casanova. Yo sabía que no ibas a defraudar al dueño del local, je je.
-¡Sí! ¡sí! ¡sí! ¡uuuuhhhhh! ¡ja! –gritaba Jorge, feliz a mas no poder con la respuesta.

Rápido le entregó los papeles al anciano, después sacó su cartera y le dio los tres mil bolívares, para dirigirse corriendo hacia la panadería. Con la confianza inflada por la predicción decidió que era tonto esperar más tiempo. Antes de salir el vendedor trató de hacerle una advertencia, pero él estaba tan feliz que no podía esperar un segundo más, por lo que le prometió que vendría en diez minutos y si era posible hasta le presentaría a la muchacha. A salir a la calle corrió hacia el establecimiento, pero al cruzar advirtió que un poco más allá, venía corriendo un policía con un arma en la mano, por lo que se detuvo de improviso en medio del pavimento.

Detrás de él venía una patrulla a tal velocidad, que el conductor no pudo frenar sino hasta que las luces de la sirena iluminaron al muchacho. A pesar de la humedad, los cauchos chirriaron como si estuvieran gritándole que se apartara. Efectivamente así lo hizo él, dando un salto hacia un lado justo antes de que apenas lo rozara el automóvil.

-¡Bueno huevón, estás dormido o qué!

La ofensa del policía rebotó en la alegría del muchacho, el cual siguió su camino luego de pintarle la paloma despreocupadamente al agente. Como ya estaba cerca de la panadería, siguió caminando. Por un lado del local se estacionó la patrulla de la cual salieron dos agentes hablando por radio, mientras por la otra calle venía en sentido contrario una ambulancia. No fue sino hasta que estuvo en la entrada del trabajo de María Alejandra, cuando comprendió que ahí había pasado algo raro.

-“Tenemos un asalto a mano armada en la Transversal Norte con la calle Santiago. El nombre del local es “Panadería La Mano de Dios”. -Hablaba a través del aparato el policía que había llegado a pie, el cual estaba frente a la entrada.

No fue sino hasta que vio el charco de sangre y el cuerpo tirado en el piso, que sintió una angustia que le atravesó el estómago en la misma medida que se lo atravesaba la mirada de la otra empleada, que era transportada hacia la ambulancia.

-“Hay un saldo de una persona muerta y una herida”.

No fue sino hasta que observó a unos pies con sendas botas deportivas, mas abajo de la bata que cubría el rostro de la víctima; que se dio cuenta de quien se trataba la persona que había muerto en el asalto. Por unos minutos permaneció inmóvil, mirando sin sentimientos a aquellos zapatos que se iluminaban de rojo y azul con lastimera intermitencia. Un policía lo obligó a salir, mientras empezaban a llegar los curiosos, que más allá del rostro de dolor de Jorge, se subían sobre su morbo para tratar de alcanzar a ver el rostro de la muchacha muerta.

Caminó dando tumbos entre la gente, hasta que al lograr salir de en medio de ellos, rompió a correr hasta el negocio del vendedor de respuestas. Al llegar ahí encontró la puerta cerrada, lo que fue una invitación más que directa a descargar su ira. Inmediatamente empezó a golpearla con los puños, dando punta pies y maldiciendo al maldito embaucador que le había robado no tanto los miserables tres mil bolívares, sino todas sus esperanzas.

-¡Hey muchacho, qué te pasa! ¡por favor cálmate! ¡hey! –le gritó un hombre que salió del local contiguo ante el escándalo que hacía..
-¿Dónde está el infeliz, coño de su madre ese? –le respondió con gritos aún peores.
-¿Quién? ¡pero cálmate por Dios?
-¡El vendedor de respuestas!
-¡¿El qué?! -preguntó de nuevo el otro, con una media sonrisa.
-¡El viejo ese que estaba aquí con una computadora, el que se paraba en la puerta!
-¿Uno de barba, que siempre usaba una braga de blue jean, de lentes tipo John Lennon...?
-Ese mismo, ¿lo ha visto?
-Sí, pero hace casi un año que no ha vuelto por aquí. Pero no era ningún “vendedor de respuestas” lo que vendía eran triples y terminales, y antes de eso como que negociaba con libros o algo así.
-¿¡Qué!? –preguntó con los ojos húmedos, el cada vez más confundido Jorge.
-Claro. Sí, yo lo recuerdo bien. Me acuerdo que se fue porque a cada rato le cortaban la luz, y se le borraba la información de la computadora.
-¿Le cortaba la luz quien?
-El dueño del local. La verdad yo nunca me enteré quien era el propietario. Pero una vez el viejito como que comentó que a Él no le gustaban mucho sus negocios...

Jorge, abatido, sentía como si estuviera tratando de detener un río con sus manos al intentar ordenar sus pensamientos. Balbució unas palabras a su interlocutor y comprimido por el pesar se sentó delante de la puerta, con la triste lentitud con la que baja una lágrima. El viento sopló y trajo aromas lejanos a licor y rosas. Entonces levantó su mirada y vio mas allá, a la ambulancia que partía al lado de la panadería. A su lado, un niño de la calle buscaba restos de comida entre la basura, bebiendo el hielo derretido de unos vasos plásticos que aún conservaban algún sabor del refresco que había contenido. Mientras tanto en una licorería cercana, una mujer cacheteaba a un hombre borracho, mientras en el interior de una camioneta estacionada al frente una muchacha de unos quince años lloraba al ver la escena. Más arriba, en un nido sobre el aviso de neón apagado, una avecilla traía alimentos a sus pichones, cuyos chillidos traspasaban como agujas al ruido de cornetas, motores y maldiciones; así como el goteo de las lágrimas de Jorge atravesaron el tiempo y el espacio hasta los oídos de su ahora eterna María Alejandra.

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-Son diez mil bolívares, caballero.
-Aquí tiene. Déjeme decirle que no cobra nada caro, para lo que proporciona.
-Es verdad, lo que pasa es que la otra forma de entender la vida sí es demasiado costosa, y por eso no cobro tanto: para hacer competencia.
-Bueno, de una u otra forma, muchas gracias.
-Gracias a usted y espero que no necesite volver...

Fin

Texto agregado el 20-05-2004, y leído por 114 visitantes. (1 voto)


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