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Un Despertar por Franceska

Ignacio nunca imaginó que el país del calendario azteca, la tierra del cacao y el jitomate, se iba a convertir en su segunda patria. Siendo casi un niño, recién cumplidos los diecisiete, llegó aquella tarde de Abril de 1970 al puerto de Veracruz, donde descendió del barco carguero que lo traería de tierras españolas, con los ojos muy abiertos y con una mochila en la espalda llena de ilusiones.

Hacía un calor bárbaro, se le pegaba la ropa al cuerpo, el sol descendía líquido por el malecón. Los niños que recibían a los viajantes del barco, eran vendedores de mil cosas: collares, llaveros, billetes de lotería, amuletos de la buena suerte, empanadas de pescado y ropa con estampados fosforescentes.
Le habían dicho sus parientes: - allá se comen el maíz, ese mismo que le damos al ganado, ellos se lo comen a dentelladas, y no solo eso, también hacen unas cosas redondas y planas que les llaman tortillas, y que no están hechas de huevo y patatas, las comen como comer pan, es decir las comen todos los días-
-también toman el agua de los cocos, directo sin vaso, a cualquier hora, sin miedo en absoluto a un mal de estómago .
- es un país de locos- le llevan comida a sus muertos y se la ponen justo en las tumbas, porque dicen el que se fue debe de disfrutar lo que le gustaba en vida, se la ponen arriba de la lápida, y todos se juntan alrededor y le cantan canciones con los mariachis, unos mexicanos muy machos con sombrero grande y trajes negros con adornos metálicos. -Toman tequila ó aguardiente y luego comparten los alimentos, mientras platican anécdotas, chistes y cantan canciones que le gustaban al difunto.
-Así hacen la fiesta en el panteón-
Todo esto le había venido en mente a Ignacio, mientras transcurría un dìa tras otro en el barco trasatlántico que lo llevaría a México, y lo alejaría para siempre de su terruño, aquel pueblo lleno de verdor y trigales en el que vivió su niñez, entre cabras y ovejas, y escuchando con resignación los sermones del sacerdote de la parroquia.
Presente siempre la imagen del padre que se fue muy pronto de este mundo y que había dejado a su madre con una soledad que no le cabía en el pecho y que la hacia estallar en llanto tantas veces, sin justificación aparente.

Ignacio descendió al fin del barco, la brisa salada del mar le golpeaba la cara y le trasmitía una energía nueva, insólita. Las aves que en bandadas volaban en el cielo azul, avanzaban acusando una armonía maravillosa, ninguna salía del grupo compacto,
a veces bajaban muy cerca del mar, y sin perder ni por un segundo la simetría del pelotón, caían en picada para arponear los peces que saltaban con las olas.
A lo lejos, las tonalidades del agua cambiaban según la distancia…
azul aguamarina, turquesa, verde jade, otra vez aguamarina…
Una lancha de un pescador solitario, ondeaba mar adentro sin miedo, se veía como el hombre lanzaba la red sin más apoyo que sus brazos, quemados por el sol ardiente, luego la alzaba llena de peces de colores, unos chicos otros grandes, más todos por igual, pugnaban por escapar.

Al llegar al malecón, un hombre corpulento de tupido bigote que hablaba un español con acento costeño, se le acercó y le ofreció llevarlo y conseguirle alojamiento en el puerto. ¡ Llevadme al hotel Covadonga! – le pidió Ignacio -que según me han dicho no está lejos del centro y no debeís cobrarme más de cinco pesos! -
-Y no deis muchas vueltas, que vengo molido del viaje y creo que voy a dormir una semana entera -
-¡ Como usted diga patrón ! y si quiere uno de éstos dias lo llevo a dar una vuelta para que conozca lo lindo que es este puerto jarocho…
-va a ver que maravillas tenemos aquí ! y no me diga que no quiere ir a uno de esos lugares secretos que los turistas siempre buscan ¡Estoy seguro que no se va a arrepentir!
Él no contestó, estaba sumido en sus reflexiones, sentía la humedad de la tierra tropical, veía las palmeras enormes, con cocos a reventar a punto de caerse en cualquier momento, quizá justo cuando él pasara por debajo. Se subió al auto de alquiler con su equipaje. El hombre del taxi lo miraba por el espejo retrovisor, lo vigilaba a hurtadillas, ya no estaba parlanchín… callaba.
Al detenerse el chofer en un semáforo, se acercó un mendigo y le pidió una limosna, - por el amor de Dios - era un hombre joven con el pelo apelmazado, con la ropa raída, y la cara sucia. Sus uñas parecían garras, su mirada perdida, le repitió, le exigió de nuevo la limosna. El taxista subió la ventanilla del auto, el mendigo golpeó el vidrio con fuerza. De improviso, la luz verde lo impulsó a meter velocidad y pisar el acelerador, apenas pudo reaccionar, el indigente cayó sobre el cofre del auto, obligándolo al instante a frenar. El cuerpo del mendigo se desplomó un lado del pavimento.
Ignacio y el taxista se bajaron del carro para auxiliarlo. No estaba herido, pero su respiración era agitada, tenía un golpe en el brazo derecho, y se quejaba lanzando improperios.
Al poco rato, llegó una ambulancia y los paramédicos lo subieron a una camilla.
Las calles que faltaban para llegar al hotel, fueron transcurridas en silencio, ni Ignacio ni el taxista dijeron una sola palabra. Llegaron a su destino. La posada Covadonga era el lugar obligado de los españoles que `pisaban tierra veracruzana por primera vez, la dueña, una andaluza exiliada que llegó a México después de la guerra, atendía a los huéspedes como si fueran sus hijos. Les procuraba comodidad en habitaciones de techo alto, camas de latón y sábanas blancas. Les servía potajes reconstituyentes para reponer energías y se permitía regañarlos cuando veìa que algo no hacían bien.
Ignacio pagó al taxista y se despidió de él sin interés de volverlo a ver.
Se registró en la posada, le entregó unos duros a la patrona. Subió las escaleras para instalarse en el cuarto, y se tiró vestido y exhausto en la cama. Le dolía todo el cuerpo, ningún dìa de toda la travesía en el barco, había descansado como Dios manda.
Sacó un pequeño envoltorio de su bolsa de viaje. Era una imagen de la virgen de la Macarena, que acomodó junto a la pequeña lámpara del buró.
Cenó un pedazo de queso, un pan y una fruta que traía desde el barco.
Antes de acostarse, se asomó por la ventana y vio unos cantantes de barrio, eufóricos a causa del ron con refresco de cola que ya había pasado en cantidades por sus gargantas, y dueños de dos guitarras desafinadas, tarareaban y rasgaban la guitarra con canciones mexicanas. Cantaban mal… pero fuerte, y lo hicieron durante tres horas.
Más tarde, pasada la medianoche, escuchó unos gritos desaforados:
¡ es la última vez que te atreves a engañarme ! se oía la voz de una mujer enfurecida.
¿ crees que no lo sabía, y que soy tu burla ?
-tú eres la única para mí, tesoro… lo sabes bien, esas son habladurías de la gente-
le contestaba un hombre con voz nerviosa, tratando de conciliar la situación.
Y ella, le volvía a decir: - ¡ Eso dices porque ya me enteré de todo ! –
¡ Pero no! - ¡ No te creo nada ! - ¡Voy a darle su merecido a esa fulana,
¡ y eso no me lo impide nadie ! él le contestaba:
- Tesoro cálmate, sabes que te quiero, sólo tú existes para mi –
Después se fueron apaciguando los ánimos y se dejó de escuchar la agria discusión.
Cerca del amanecer, cuando Ignacio estaba seguro que ningún ruido más lo iba a sobresaltar, escuchó durante un largo rato los ladridos de varios perros callejeros que unidos por la soledad y el hambre, se peleaban por un hueso.
No obstante el agotamiento que sentía en cada centímetro de su cuerpo, no pudo conciliar el sueño en toda la noche.
Despertó, estando ya despierto, cuando el sol radiante y dorado, atravesó por la ventana del cuarto.
Y dijo en voz alta, contento, después de todo:
Esto es América ! Vive Dios !















Texto agregado el 20-04-2009, y leído por 74 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
20-04-2009 un comienzo en la página maravilloso paisanita, un texto muy bien trabajado, sigue así, llegarás lejos, bienvenida, un abrazo****** JAGOMEZ
20-04-2009 Muy bello tu cuento, relato sencillo y atrapante. elbritish
 
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