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Ese pasado día de junio, el grupo de victimadores hizo un trabajo por demás redundante; si basta un solo golpe bien dado para derribar a un hombre, ellos dieron decenas y malintencionados golpes mortales.

Por lo menos cuatro afiladas hojas habían atravesado su cuello, otras heridas quebraron vértebras mientras adicionales filos destajaron sus extremidades con saña; un filo acerado había penetrado en la cuenca ocular izquierda, y otro había atravesado la nuca y dañado el cerebro.

La víctima supuso minutos antes, que ese era otro opíparo almuerzo más en su lujosa residencia. No imaginó que jamás llegaría a probar el lechón asado que le prometió el mayordomo principal, horas antes para su mesa.

En instantes, acorralado por los asesinos liderados por el hijo de su difunto socio (a quién mandase ejecutar años antes), derramó por última vez sangre, aquel iletrado y soberbio aventurero endemoniado, victimando a por lo menos uno de sus agresores, antes de paladear en carne propia el atroz sentimiento del hierro hurgando músculos y huesos con vida.

Nueve años atrás, el y sus casi doscientos secuaces, se habían dado el festín de sangre de sus vidas; como promedio, cada uno cortó diez cabezas de desprevenidos contendores. Mostrar violencia era una virtud ante este alto enviado de las esferas de poder.

Ni la traición, ni el asesinato, ni la compra de conciencias le eran extrañas a este engendro. Sin saber leer ni escribir (ni intentarlo siquiera) pudo comprar los escribientes que quería y de hecho con papeles y acusaciones, se deshizo de cuantos enemigos tuvo, incluyendo algunos de sus hijos.

El mal encarnado, descansa hoy protegido en un templo. Los dueños de la iglesia, siempre agradecerán el hecho de que gracias a este ser, durante siglos, los jerarcas de su credo gozaron de las riquezas de sus colonizados y víctimas acosadas por la ignorancia, el contagio y la maldad caucásica tridestilada.

Aún hoy, no deja de ser recordado con gratitud aquel que trajo riquezas al reino y almas al rebaño imperial, no faltan quienes suspiran al recordar sus supuestos méritos históricos. En su urna orgullosamente reza: “Aquí se encuentra la cabeza del Marqués Don Francisco Pizarro, quien descubrió y puso al Perú bajo la corona de Castilla”.
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Texto agregado el 04-05-2009, y leído por 467 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
20-02-2013 me sorprendo a cada instante con sus escritos, mis respetos, y entendimiento hacia nuestros pueblos originarios Carmen-Valdes
31-10-2012 Uno a uno , como cuentas de un collar de perlas, voy deleitandome con tus historias: luminosas y tersas, hermosas criaturas creadas para admirar. Pato-Guacalas
10-05-2012 me fascina leer tus escritos! ***** viento_sur
08-03-2012 Naju dijo todo, no queda nada por decir. Buen escrito. beneas
29-09-2011 La maldita historia de la humanidad. La afrenta eterna con los desposeídos. malayo
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