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Inicio / Cuenteros Locales / ivanlondo / El club de los suicidas o la fábrica de ángeles (2)

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Allí estaba un maletín listo, con cosas que seguramente no eran de él, pero Gabriel se las habría conseguido, de todas formas ya estaba convencido que era inútil quejarse con respecto a esos detalles de él, siempre se saldría con la suya.

El desayuno de hoy fue diferente a todos los días, era una especie de despedida, claro, estaban contentas todas las enfermeras porque ya se iba. Y Juan, más que agradecido o contento, estaba resignado... demasiado resignado.

- ¿Le gustó?

Preguntó la enfermera al llegar a recoger los platos.

- Si, gracias... - Después de verle el rostro a la enfermera y ver una extraña sensación de satisfacción en su rostro, no pudo evitar el deseo de arruinársela.
- Parece que está muy contenta porque me voy... ¿Cierto?
- La verdad, si, siempre nos alegramos cuando un enfermo sale, eso es para bien.
- De pronto la dicha no les va a durar mucho...
- ¿Por qué dice eso..? ¿Es que acaso piensa volver a visitarnos?

Pensó seriamente en la pregunta y se dio cuenta que si volvía era porque había fallado otra vez en su intento.

- No, tiene razón... prefiero no tener que volver. Le aseguro que no volveré. La próxima vez no fallaré.

Y logró lo que esperaba desde el comienzo, la sonrisa de la enfermera se desfiguró inmediatamente y mostró un gran asombro.

- No diga eso, espere que encuentre su camino y verá que no vuelve a sentirse tan perdido.
- Si, claro... yo ya se cual es, el hecho es que no he tenido la oportunidad para llegar al final de él.
- No se angustie. – le apoyó la mano en la pierna y le guiñó un ojo – lo importante de los caminos no es llegar al final de ellos, sino disfrutar de ellos mientras llegas.

En ese momento entró Gabriel.

- Buenos días mi querido amigo. ¿Cómo empezaste tu nueva vida?
- Con una nueva cátedra acerca de los caminos de la vida con el auspicio de nuestra queridísima enfermera de turno... – y la miró tratando de distinguir el nombre en su escarapela, pero no se lo permitía el cuello del uniforme.
- Mercedes. – se apresuró ella a decir, con una sonrisa casi coqueta. - Ahí los dejo, con permiso.
- ¿Listo? – Preguntó Gabriel, haciéndole un ofrecimiento para que pasara por la puerta.

Juan hizo una mueca de desdén y se bajó de la cama para sentarse en la silla de ruedas, aunque podía caminar era política del centro hospitalario el que saliera en ella. Cogió el maletín casi arrebatándolo de la mano de Gabriel y emprendió camino con un murmullo que nadie entendió.

Una vez estaban en la calle, se levantó y miró nuevamente la gente en su correr matutino, en su prisa, en su olvido de que estaban vivos y sintió un dolor en la garganta que parecía quemarle el alma. Sus pensamientos se interrumpieron por la mano de Gabriel en el hombro.

- Ya tendrás tiempo para arreglar unas cuantas cosas, pero hoy al menos, caminaremos un poco.
- ¿Para dónde?
- Vamos a tu casa.
- No... si de eso se trata, se lo agradezco mucho, pero yo no pienso volver allá.
- Corrijo lo dicho... para tu nueva casa.

Juan lo vio con desconfianza y aunque era parte del compromiso que había establecido con él, no pudo dejar de sentir esa necesidad de tirarlo todo a la basura y alejarse nuevamente de todo para buscar la oportunidad y abandonar definitivamente el mundo.

- ¿No se supone que puedo hacer lo que quiera y que simplemente usted estará acompañándome en estos días?
- La verdad es que irás y harás lo que te diga... ya me dijiste que no quieres ir a tu casa, o al trabajo, o ver a nadie que te asocie con tu vida... pues bien yo programaré tu vida durante las próximas dos semanas.
- Sabía que esto tendría algún truco... y que de alguna manera usted me jodería la vida.
- No te angusties, recuerda que son solamente 14 días... después serás tan libre como desees.
- Será...

Un suspiro de resignación le dio el impulso para comenzar a caminar, parecía que tomarían un vehículo, pero Gabriel esquivó cualquier posibilidad en el parqueadero y siguieron por la avenida para encaminarse dentro del parque que estaba al frente del hospital.

- Bueno... ¿y dónde queda?
- ¿Qué cosa?
- El lugar para donde vamos...
- Todo a su debido tiempo.
- No… Defíname cosas de una vez o no me pienso mover de aquí. – Soltó el maletín en el suelo y se quedó de pie mientras Gabriel continuó su camino, como si él todavía estuviera a su lado.
- Entonces qué!? ¿No importa lo que yo piense, o qué? – A lo que Gabriel simplemente levantó la mano sin mirar atrás y la movió en forma de despedida.
- Carajo lo que me faltaba... – y casi en un sentimiento total de abandono se sentó en medio del andén y metió su rostro en medio de sus manos, tenía unas inmensas ganas de llorar y no sabía siquiera el por qué.
- Pobre hombre. – La voz de la anciana señora fue seguida por una moneda que cayó al suelo. Juan apenas abrió dos dedos y vio la moneda al lado de su zapato, era una limosna para él. De la angustia y dolor pasó a una ira incontrolable y se levantó, cogió la moneda y se la tiró con todas sus fuerzas a la anciana señora, que ya se encontraba en la mitad del paso de la calle.
- Vea vieja bruja, para que sepa: yo no soy ningún mendigo, no soy un muerto de hambre, no necesito de su cagada limosna para vivir, puedo hacer las cosas por mi mismo... – en medio de otras tantas injurias la viejita por el golpe de la moneda se devolvió y con la sombrilla en alto se preparaba a darle una lección de cultura a un insensato gamín.

Tan solo el pie de la señora tocó el andén, estruendosamente un camión chocó con la parte posterior de un taxi, en el preciso lugar por donde la anciana señora aún no había pasado.

De la ira mutua se paso a la sorpresa total y ellos dos al igual que otro auditorio veinte veces mayor, quedaron estupefactos al ver la magnitud del accidente. El conductor del taxi quedó simplemente atrapado por su silla y el volante, pero cuando lo sacaron, no tenía más que dos moretones en el rostro, y lo mismo al camión, el cual terminó con toda la parte frontal reemplazada por un acordeón de taxi. El conductor sufrió una fractura en el tobillo.

El tumulto y el tráfico crecieron de una manera sorprendente en cuestión de segundos. Juan no se había movido ni un milímetro de su lugar desde el momento del accidente y en su rostro se veía aun la sorpresa por todo lo que pudo pasar y no pasó. Fue un abrazo lo que lo sacó de sus pensamientos, cálido, generoso, tierno, lleno de gratitud. Bajó su mirada y era la señora que había acabado de insultar.

- Gracias hijo. De no ser por ti, me hubiera muerto, por Dios, me salvaste de haber muerto en ese choque.
- Señora, no es para tanto, lo más seguro es que pudo haber pasado antes de que pasara el choque.
- Imposible hijo, lo más seguro es que en este momento yo sería la carne en medio de ese sanduche de carros. Ven vamos, lo menos que puedo hacer por ti es invitarte a desayunar.- Lo cogió de la mano y lo haló para que la acompañara, él casi no comienza a caminar pero se acordó de su maletín y le pidió que lo esperara. Caminó unos metros entre el tumulto y se dio cuenta que Gabriel estaba sentado en la banca al lado de donde había dejado el maletín, y él lo estaba sosteniendo entre sus piernas.
- ¿Viste eso?
- Claro que lo vi, lo vi todo. – Extendió el brazo y le ofreció el maletín a Juan.
- Te están esperando Juan.
- ¿Quién?
- Cómo que quién, esa señora, a la que le salvaste la vida.
- ¡Hey! Yo no le salvé la vida, fue una casualidad... y ahora ella quiere que la acompañe a desayunar, dizque por agradecimiento. ¿Te imaginas?
- Tres cosas, que creo serán suficientes por hoy. La primera, te agradezco que ya me sientas más cercano a ti. La segunda, ella tiene razón, tu le salvaste la vida y es tu deber saldar esa cuenta que ella ahora te debe. La tercera, ella tiene las respuestas a las preguntas de tu berrinche de hace un rato en éste lugar, así que es mejor que la acompañes; por lo menos sigue este sendero que comenzaste a andar hace un momento, y si no te gusta, puedes buscar otro en cualquier momento.
- Pero ella ya se fue... – Juan giró la cabeza y comenzó a tratar de visualizarla en medio de la multitud, pero se percató que era mucho más baja que él y que para encontrarla le tocaría ir hasta allá. – Y además de eso nosotros tenemos un compromiso primero o es que ya está saldado... ah Gabriel? – Giró para esperar su respuesta, pero ya no estaba en el banco. Solo su maletín. Miró a todo su alrededor pero ya había desapareció o entre la multitud o el parque o quien sabe donde...
- Entonces que hijito, nos vamos? – la señora lo tomó completamente del brazo y se recostó un poco en él, mientras tomaban camino hacia el desayuno de la gratitud.

Por primera vez en mucho tiempo Juan tuvo un sentimiento de utilidad con el mundo, de saber que algo que había hecho era notado por alguien, aunque él mismo no lo notaba muy bien, y la gratitud de la señora lo hacía sentir sumamente bien. Se hizo a la idea de disfrutar ese pequeño resplandor que tenía sobre si, aunque fuera durante un desayuno, después... ya vería que pasaba.

Durante el camino, se percató por un momento en la fragilidad de la mañana, algunas aves surcando el cielo, en los rincones del pavimento aún había agua que cayó del cielo la noche anterior, que los rayos del sol jugaban con todas las posibilidades del color verde en un árbol, en que sus pies sentían el duro suelo después de tantos días sin pisar nada.

La señora hablaba más por hablar consigo misma que con alguien, era la necesidad de sentirse acompañada, se sentía plena de saber que alguien la escuchaba, o al menos parecía hacerlo.

- ¿Cierto que sí? ¿O tú que opinas?

Juan seguía mirando por la ventana de la cafetería el brillo que tenía la calle, y del rocío de las hojas en los árboles, con los pocos rayos de sol que comenzaban a salir. La mano de la señora lo hizo despertar, haciéndole caer en cuenta de la pregunta que acababa de hacer.

- Disculpe... ¿Qué me dijo?
- Se nota que estas en las nubes... te decía lo maravilloso que era ver como Dios nos manda a personas como tú a este mundo para ayudarnos a todos.

Apreciación que sorprendió sobremanera a Juan. En ningún momento se sentía enviado por Dios, ni mucho menos que quería ayudar a los demás, precisamente por estar en esa tónica fue que abusaron tanto de él en su casa, sus supuestos amigos, la gente que lo conocía, en su trabajo... no. Definitivamente ese era el hombre que no quería seguir siendo. Gabriel tenía razón, ella le estaba reafirmando la decisión que ya tenía: era el momento de hacer las cosas para sí mismo, y para nadie más.

Sabía de su potencial trabajando, sabía de su intelecto, tenía conciencia de que lo que quisiera lo podría conseguir, era simplemente cuestión de tomar la determinación y en el camino que escogiera le iría muy bien. Era el momento de comenzar... de comenzar una nueva vida.

- Señora, disculpe... le agradezco mucho su invitación pero creo que es hora de que me marche... tengo mucho que hacer.
- Antes de que te vayas, quisiera darte esto. –abrió su bolso y de un estuche de cuero sacó algo que Juan no podía identificar– Quiero que lo lleves contigo, me lo dio un amigo hace muchos años y me dijo que me protegería de todo mal, y que si encontraba a alguien que se lo mereciera, se lo diera.
- Yo no puedo aceptar nada señora... seguramente uno de sus hijos lo merezca más que yo.
- Soy viuda desde muy joven y mi hija murió hace mucho. Hacía mucho tiempo que no veía a nadie que hiciera las cosas desinteresadamente... y el mero hecho de que me lo rechazaste, te convierte en el verdadero merecedor de esto... tómalo, es tuyo.

Ella le cogió la mano y le extendió los dedos para ponérselo en la palma. Juan simplemente no podía creer lo que veía, parecía una ridiculez, era un pequeño estuche de cuero en forma cuadrada, con una pequeña cremallera a un lado. Su curiosidad le indicaba que lo abriera, pero ella lo detuvo diciéndole que solo lo hiciera cuando realmente él sintiera que ha perdido toda voluntad de querer vivir y que creyera que estaba desahuciado en su vida. Sus palabras lo sorprendieron, como si ella supiera lo que tenía en su pensamiento a toda hora.

- Así lo haré. Muchas gracias por todo, señora. Y hasta luego.

Ella lo bendijo y lo vio marcharse por la ventana.

Al pasar la calle y llegar a la esquina, un taxi se le atravesó en el camino y el conductor lo llamó por el nombre. Él miró y se dio cuenta de que Gabriel estaba en la parte de atrás. El conductor del taxi, un muchacho joven, le abrió la puerta del asiento de adelante y lo invitó a subirse. Un profundo suspiro y un deseo de salir corriendo de allí y desaparecer lo abordó por un segundo, pero el muchacho taxista lo veía con una extraña sonrisa, como si fuera alguien que lo conociera, eso le producía cierta incomodidad a Juan, pero trató de pensar que se trataba de su oficio y era una costumbre tratar a todo el mundo así. Se subió al taxi.

- ¿Cómo te fue?
- Bien... creo... hasta me dio un regalo. –levantó el pequeño estuche que aun lo tenía en la mano.
- ¿Y qué es eso?
- No lo sé... me dijo que lo abriera solamente cuando realmente me quisiera quitar la vida. –y optó por comenzar a abrirlo, tenía un profundo interés en saber que era.

Inmediatamente el taxista frenó en seco y le puso la mano sobre el regalo y lo apretó con la mano para evitar que lo abriera.

- Si es para cuando estés con ganas de quitarte la vida, entonces hazle caso. No quiero morir en el taxi y mucho menos cuando esté conduciendo. –Juan lo miró con un extraño asombro después del susto de haber frenado tan abruptamente.
- ¿Está loco? Estamos en plena avenida, aquí no puede frenar así tan bruscamente.
- Ahora ya entiendes lo que te quiero decir con que no abras eso. Eso sería tan irresponsable como lo que acabo de hacer. Estas al lado de dos personas que no quieren morir en este taxi y si lo abres, eso sería una sentencia de muerte para todos... así como lo hice al frenar el carro... ¿me entiendes?

Gabriel tenía una gran sonrisa al ver el espectáculo que estaba presenciando y trataba de disimular mirando por la ventana y saludando en forma de disculpa a los conductores que pasaban a gran velocidad y que lanzaban vociferaciones por tener el carro en medio de la vía.

- Creo que es mejor que continuemos... Juan ya entendió el mensaje. ¿Cierto que sí?
- Este tipo está loco! Primero nos trata de matar en esta avenida y luego le cree a las supersticiones de una vieja que ni siquiera conoció.
- No la conocí, pero con la muerte no se juega amigo mío. Y si se trata de regalos, la vida es el mejor de ellos... no es nada raro que también te den el regalo de tener la voluntad de quitártela... tal vez ese fue el regalo que te dio la señora. De ahora en adelante piensa, que el mero hecho de querer abrir ese estuche significa tu verdadera voluntad de quitarte la vida. Ese pequeño trabajito, ese pequeño pensamiento, te puede ayudar a no querer hacerlo nunca.

Parecía que todo el mundo hablara de suicidio últimamente. Eso estaba sacando de quicio a Juan, ahora todos se creían unos expertos para hablar del tema.

- ¿Usted qué sabe?
- Tal vez mucho más que tú. Los ángeles sabemos mucho más que los desesperados mortales. – Juan se echó a reír a carcajadas de la convicción con la que hablaba el taxista.
- ¿Y se supone que usted es un ángel?
- Claro que si. Disculpe no me había presentado... Mucho gusto, Miguel – y le extendió la mano derecha mientras tenía la otra en el volante.
- Juan... – Le contestó, mientras le daba la mano y trataba de mirar por donde estaba conduciendo irresponsablemente ese muchacho.
- ¿Entonces qué Don Gabriel..? ¿Estamos con tiempo para ir a recoger una cosas que me están arreglando?
- Adelante Miguel... tenemos todo el tiempo del mundo.

Llegaron a un taller de mecánica, donde otro joven saludó a Miguel de “padrino” y lo abrazó efusivamente, a pesar de que era mucho más joven, tenía las manos fuertes y una musculatura que demostraba el esfuerzo físico que le requería su trabajo.

Como si fuera el capataz del lugar, éste joven mandó, con cara de muy serio, a otros dos muchachos con un gesto hacia el taxi y ellos de inmediato interrumpieron otras cosas que estaban haciendo, cogieron la herramienta y antes de que se dieron cuenta, ya tenían el asiento de atrás fuera del vehículo, las puertas de atrás completamente desbaratadas y estaban haciendo quien sabe que en el taxi.

Pasaron el resto de la tarde escuchando las historias del joven mecánico mientras tomaban una gaseosa. Les comentó como Miguel lo había sacado de las calles y le había enseñado a ganarse la vida, y cómo se puso a aprender mecánica y ahora tenía su propio taller... Juan y Gabriel trataban de seguir la historia en medio de su jerga callejera, que a veces se hacía casi incomprensible.

- ¿Cómo se han portado Luis y Andrés?
- Así como los pillás... a veces echando lata, otras tratando de hacer algún cambuche para soplar, pero trato de mantenerlos así bien camellados pa que no se pongan a atisbar vainas raras... cuando están limpios, ya los ves... juiciosos...
- Si algún día te ponen problema me cuentas... ¿vale?
- Claro pelao... pero yo sé como manejarlos, al menos a este pechito no se le mide cualquiera.- Y se dio dos puños duros contra el pecho mostrando su gran resistencia.
- Listo Quique... ¿le lavamos el carro por ahí derecho o qué? – Comentó uno de los mecánicos al fortachon que estaba sentado con ellos.
- Pero clarinete pelao... eso no se pregunta... échele buen jaboncito y agua para que luzca como debe...
- No Enrique no hace falta... nosotros ya nos vamos, simplemente quiero hacer un ensayo para ver como quedó. – Le detuvo Miguel.
- Listo... venga pues!

Enrique invitó a Juan y Gabriel a que se sentaran en la parte trasera, mientras él y Miguel se sentaron adelante. Salieron del taller y comenzaron a andar por una calle un poco solitaria... Miguel preguntó que qué hacía entonces... y Enrique le contestó simplemente señalando un botón. Miguel ajustó el retrovisor para ver el rostro de sus pasajeros y le guiñó el ojo a Juan por el espejo. Apretó el botón y automáticamente se cerraron las puertas con el cerrojo y los pies le quedaron apretados por un cinturón contra el asiento dejándolo casi completamente inmovilizado... Juan no pudo ocultar su susto y trató de zafarse desesperadamente mientras le gritaba maldiciones a Miguel por su atrevimiento... por un momento comenzó a sentir su vida amenazada y en peligro.

- Vaya, vaya... nuestro pelao está cagao de miedo. – Decía Enrique mientras carcajeaba al ver la cara de susto que tenía Juan al verlo por el otro retrovisor.

Gabriel simplemente parecía no pertenecer a la escena, no se movía un ápice y parecía más bien preocupado por quien estuviera mirando de afuera... pero en ese lugar, no había nadie que pudiera mirar, nadie que pudiera ayudar a Juan y él lo sabía... se sintió perdido.

- Tienes una de dos... o te quedas quieto y no pronuncias ni una palabra o te dormimos a punta de golpes... – Miguel lo miraba mientras sacó una especie de garrote de debajo de su asiento, esperaba una respuesta – ¿Entonces que dices?
- No me pueden hacer esto! – Juan miró a Gabriel buscando su apoyo – Diles que me estás cuidando, que no me pueden hacer nada, que soy un paciente tuyo! – Gabriel simplemente lo miró.
- Tú eres el que no quiere nada de mi, te acuerdas... o es que ya cambiaste de opinión?
- Carajo que me van a matar este par! Ayúdame! – Por un segundo se percató de la quietud de Gabriel y algo brilló en su mente – Mierda! Tú estas con ellos! También me quieres matar! – Y comenzó con toda su fuerza a tratar de salir del auto, a mandar manotazos para mantenerlos a todos alejados de él, pero ninguno trató de acercársele siquiera. Simplemente se reían un poco y Miguel comenzó a acelerar a un lote que estaba vacío. Cuando allí llegaron, como en un común acuerdo, todos se bajaron del auto sin pronunciarle palabra a Juan mientras él no dejaba de maldecirlos por asesinos y psicópatas.

Caminaron un rato y veían a Juan en medio de desesperos tratando de zafarse dentro del carro, solo y abandonado.

- ¿Cuánto crees que dure así? – Preguntó Miguel a Gabriel.
- No lo sé, tal vez unos minutos, está muy débil pero vaya que si tiene fuerza y ganas de vivir.
- Lástima que él no lo sepa aún. ¿Se lo piensas decir?
- No... voy a buscar la manera que él lo descubra por sus propios medios.
- Es un poco terco, y creo que no lo descubra tan fácilmente.
- Por cierto... los felicito por su invento, está muy bueno, es mejor que darles el paseo de la colina.
- Cierto que sí, al menos, no corremos el peligro de lastimar a nadie. Y hablando de todo un poco... ¿lo vas a despertar simplemente o lo piensas reclutar?
- No lo sé aún. Creo que es un muy buen candidato para reclutarlo. Los que son obstinados como él tienen algo que me gusta mucho... el gran poder que tienen.

En medio de la charla se percataron que Juan por fin se había quedado quieto dentro del carro, cansado y sudoroso. Miguel se acercó por la otra ventanilla y lo miro impávido. Y simplemente le hizo una pregunta.

- Te gustaría morir hoy?
- No!
- Pensé que te querías quitar la vida...
- Sí, pero no quiero que me maten...
- Defínete! Sería muy bueno que alguien hiciera el trabajo sucio por ti.
- Pero no quiero que me torturen sin dolo... quiero algo rápido!
- Por qué no lo admites... simplemente quieres llamar la atención. Tú no te quieres morir. Si así fuera no estarías gritando ahí metido como una niñita, estarías pidiéndonos que te matemos y asunto arreglado, sin problemas en tu vida.

Juan se quedó callado por un momento y Miguel apretó nuevamente un botón en alguna parte del tablero y se le liberaron los pies. Juan lo miró desconcertado y pensó por un segundo en salir corriendo. Cuando Juan abrió la puerta, Miguel sacó de alguna parte una pistola semiautomática y la cargó. Acción suficiente para que Juan no se moviera más y levantara las manos.

- Lo ves... no quieres morir, entonces para qué tanto teatro?

Juan se le acercó a la ventanilla y puso la pistola en su propia frente.

- Dispara y acabemos con esto de una vez.
- ¿Seguro?

Juan estaba sudando como nunca se acordaba haberlo hecho y por un segundo retrocedió cerrando sus ojos esperando el estruendo... el silencio se apoderó del momento, un momento que se hacía eterno, pasaron algunos segundos pero se estaban convirtiendo en eternos momentos de tortura. Por qué no halaba del gatillo?

Al abrir los ojos se encontró con el rostro de Gabriel frente a él.

- ¿Te vas a correr o no piensas darme puesto?

Juan buscó desesperadamente a Miguel con su revolver y se estaba acomodando nuevamente frente al volante. Enrique no dejaba de tener una gran sonrisota en su rostro y también estaba sentándose dentro del carro. Juan se acomodó y Gabriel volvió a su puesto original.

- Lección número uno. – Gabriel sacó un pañuelo y se lo ofreció a Juan. Miguel arrancó el carro y Juan estaba desconcertado... qué estaba pasando? Qué estaban haciendo? Qué fue todo aquello? – Sécate, parece que hubieras trotado todo un día.
- Cuando tengas la muerte al frente, salúdala con respeto. Pero nunca... que te quede bien claro... nunca, le des la espalda ni te enfrentes a ella, ella no es rival de nadie, ni tiene amigos, ni le gusta que la traten de menospreciar. Espero que nunca se te olvide.
- Por qué no me mataron?
- ¿Para qué? – Contesto Miguel – No tienes la cobardía que le caracteriza a un suicida... tienes coraje y mucho orgullo. En este mundo nos hace falta gente con esas cualidades, para enfrentar al demonio... a ese si le gustan los cobardes. ¿Entonces para qué desperdiciar una bala en alguien que nos puede ayudar?
- A qué? A combatir el diablo?
- Bingo! Este muchacho aprende rápido.

Juan comenzó a reírse lentamente y poco a poco fue lanzando carcajadas, definitivamente eran una manada de locos, todos ellos eran una partida de locos. Y se los decía burlándose de ellos... queriendo acabar con el diablo... eso si era de locos.

- No te rías de lo que no conoces... – lo interrumpió seriamente Enrique. – Yo lo conocí en persona y si no hubiera sido por Miguel yo no sé que hubiera sido de mi... él me salvó de caer en sus garras.
- Que te parece si se lo presentamos? – le propuso Miguel a Enrique.
- Creo que es lo mejor, así sabrá que lo ha visto todo el tiempo y lo ha dejado apoderarse de su vida tranquilamente.

Poco a poco se fueron acercando a los sectores industriales, donde las grandes edificaciones estaban abandonadas de antiguas industrias que años atrás estaban llenas de gente trabajando, ahora estaban también llenas de gente, pero eran drogadictos metidos en oscuros rincones, tirados en el suelo, en medio de olores de excremento y podredumbre, parecían como muertos y Juan comenzó a tener miedo.

- Qué ves? - Le preguntó Miguel a Juan.
- Viciosos drogándose...
- No... este es el dominio del diablo... aquí es adonde los trae para apoderarse de sus almas... busca a los más débiles, los cobardes, los engañados por sus fantasías y lo envuelve en sus insípidos placeres... hasta que los consume y los mata...
- En ese rincón me encontraba yo cuando Miguel me rescató del diablo. – Le señaló Enrique a Juan.

Ahora entendía un poco. Ahora vio porque Enrique y los demás muchachos del taller trataban así a Miguel... él los había rescatado del vicio de las calles.

- Shhhh... – Miguel les pidió que se callaran y se agacharan. Como unos robots lo hicieron menos Juan, ahora comenzaba a sentir miedo, se sentía en un lugar muy inseguro y amenazado.
- ¿Tienes miedo? – Le susurró Gabriel a Juan.
- No. – Gabriel sonrió al ver la torpe respuesta de Juan.
- No te preocupes, yo también tengo miedo... pero que no se te olvide una cosa... Tú quieres morir!

Juan pensó un momento en eso, y no lograba comulgar entre la extraña sensación de pánico que sentía y al mismo tiempo el deseo de matarse... se supone que si quería matarse no tendría miedo a la muerte... eso lo desconcertaba.

- Simplemente, acuérdate de la lección número uno.

Juan no podía dejar de temblar en todo caso.

De un momento a otro Miguel se levantó y Juan quería hacer lo mismo pero Gabriel lo detuvo del brazo y le obligó a agacharse otra vez. Con un dedo en la boca le pidió que no dijera nada. Los tres desde su escondite comenzaron a ver como se acercaba Miguel a tres tipos que estaban en medio de un salón, iluminado con algunas velas en los rincones y los últimos rayos de luz del día entrando por una ventana rota.

- Vaya... vaya... pero qué tenemos aquí?

De los tres individuos uno salió corriendo, era un drogadicto que salió a buscar refugio en algún rincón. Los otros dos se dieron la vuelta y miraron desafiantemente a Miguel. Uno de ellos inmediatamente sacó una navaja y el otro lo detuvo.

- Mejor vámonos. Hoy no tengo ganas de cargar un muerto.
- Me tienes miedo por lo visto. – Juan estaba sudando igual que antes. Veía a Miguel como una estatua en medio de dos tipos que seguramente estaban armados y dispuestos a matarlo por atreverse a meter en su negocio del día.
- Tenemos que ayudarlo. – Le dijo a Gabriel.
- No! Esta no es nuestra pelea...
- Pero lo van a matar. O es acaso lo que él quiere... ¿que lo maten? Y en ¿dónde queda lo de la primera lección?
- Dime una cosa... ¿crees que él se quiere matar por huir de un problema en esta vida?
- No... lo está haciendo por unos viciosos que nunca se lo van a agradecer.
- No me jodas... que yo daría mi pellejo por él! – repuso Enrique forcejándolo por el brazo.

Juan se percató que no era tan en vano entonces el esfuerzo de Miguel

- ¿Entonces por qué no lo estas ayudando?
- Como dijo don Gabriel... no es mi pelea... y yo sería nada más que un estorbo y lo más seguro es que me manden al papayo a mi primero... sería completamente una vida perdida. ¿Y sabe qué?, se nota que no ha pillao a Miguel dando pata contra el diablo.

De un momento a otro, luego de una tensa pausa y quietud, Miguel brincó en el aire y en una voltereta cogió un palo que estaba en el suelo comenzó a abanicarlo buscando golpear a los dos individuos que tenía en frente. Ellos por su parte trataban de acertarle en cada braceo que daban con sus cuchillos, circularmente se lo lanzaban a la cara, cuello y pecho pero la pericia de Miguel era sorprendente. Con el palo los alejaba, golpeaba en el rostro y los hacía tropezar entre sus pies, mientras uno de ellos se recuperaba de los golpes se enfrentaba con el otro y todo apuntaba a que perfectamente los podría vencer en esa batalla. En medio de una esquivada tropezó con uno de los adormilados drogadictos y cayó al suelo. El atacante se sentía victorioso al verlo en el suelo, y en medio de jadeos lo maldecía por haberlo puesto a sudar y haberle ensuciado su camisa de seda. Levantó el cuchillo y ya se inclinaba para arremeter contra Miguel, cuando de un momento a otro se detuvo y los tres espectadores no sabían que hacer.

Miguel se levantó y veían como el atacante tenía las manos levantadas. Estaba empuñando el arma con que antes le había apuntado a Juan. En medio de la oscuridad Juan no pudo esconder su satisfacción y empuñando sus manos hizo una mueca que se escuchó en todo el salón. Los atacantes miraron en todas direcciones para ver de donde provenía y Miguel cerró por un segundo los ojos esperando que no fueran descubiertos.

- ¿En qué estábamos? – Preguntó Miguel al elegante y ensangrentado contrincante mientras le apuntaba con el arma.
- Esta vez te saliste con la tuya... pero la próxima vez no tendrás tanta suerte, ya sé que no volveré por aquí con tan solo un cuchillo... en la próxima espero que...
- ¿En la próxima? ¿Quién te dijo que habría una próxima? – Agarró una cuerda que se encontró en el suelo y le dijo que amarrara a su compañero. Mientras los mantenía apuntados con el arma.

Una vez que estaban amarrados todos dos y con los ojos vendados, Miguel gritó llamando a Enrique. Salió y caminó hasta donde estaba Miguel, éste le susurró algo al oído y el simplemente accedió. Luego desapareció en la oscuridad de otro salón.

Enrique apareció luego con dos personas y las sentó cerca de donde estaban los dos individuos amarrados, luego desapareció nuevamente en el oscuro salón. Así siguió hasta lograr reunir unas dos docenas de personas... todas ellas harapientas, sucias, muy drogadas y con la suficiente hambre como para dejarse llevar por cualquier cosa.

- ¿Ustedes conocen a estos hombres? - Preguntó Miguel, y algunos que tenían la fortaleza y el ánimo le contestaron que si.
- ¿Quién de ustedes quiere comer algo? – Preguntó también, a lo que casi todos contestaron que si... el hambre imperaba en ese lugar.
- ¿Quién de ustedes quiere volver a tener la vida buena que tenían antes? – Algunos contestaron que si...
- Otro sermón tuyo no me lo voy a aguantar. – Se levantó uno de los más jóvenes que allí estaban, renegando.
- Pues esta vez te va a tocar! – y Miguel le apuntó con el arma. Inmediatamente el muchacho se volvió a sentar.
- Pero se los voy a poner muy fácil... quien quiera salir de esta vida con trabajo, comida, ropa, un buen baño, y una vida digna de ser vivida, quédese aquí... el resto se puede ir... – sorprendentemente ninguno se levantó... tal vez por lo drogados que estaban, o por el cansancio, o por que les daba lo mismo estar en ese lugar o en otro rincón. El muchacho que antes se reveló, al verse solo no se fue, simplemente se alejó y se recostó contra una pared cercana.

Miguel le hizo una seña a Enrique y este se retiró nuevamente al escondite donde estaban Gabriel y Juan.

- Ustedes dos... ¿cuánto ganan con el dinero de esta gente? - No contestaron ninguno de los dos a Miguel... – Vamos aquí estamos muy interesados de saber... ¿cierto que sí? – les preguntó a todos los que estaban allí, y casi todos asintieron en una gran bulla.
- Nada... no es sino una chichigua, que no nos sirve para nada...
- Respuesta equivocada! ¿Ustedes le creen?
- Yo le di, nada mas ayer, veinte mil pesos, que me toco robarme en una tienda y me dijo que la hierba estaba más cara y solamente me dio la mitad de siempre. – gritó una muchacha de entre la multitud.
- Yo le di cinco mil pesos esta mañana...
- Yo le di diez mil pesos...
- Vaya... vaya... parece que si están ganando muy buena plata... y díganme una cosa... ¿Se sienten satisfechos con lo que recibieron? – Y casi en un común acuerdo todos dijeron que no.
- ¿Quieren recuperar su plata? – todos dijeron que si...
- Pero me toca advertirles que la tienen muy bien escondida, así que les tocará buscar muy bien entre ellos y entre toda la ropa para encontrarla...
- Hey! no puedes hacernos esto... nos matarán esos desgraciados, puercos...!! – Estaban notablemente muy asustados por las reacciones que estaba tomando toda esa cantidad de gente.
- ¿Ustedes se van a dejar decir así? – Todos contestaban en un no, llenos de injurias y maldiciones por que se sentían utilizados y robados...

Miguel se acerco a los oídos de los traficantes y les dijo en un susurro:

- Bueno... espero no volverlos a ver por aquí, porque tal vez no salgan con vida la próxima vez.
- Lo prometemos... pero sácanos de aquí, que nos van a matar...
- ¿Ustedes los quieren dejar ir sin antes entregarles su plata? – Un rotundo no, fue la respuesta de todos... – Bueno ahí se los dejo para que la busquen. Y Miguel se salió del círculo por un lado y un extraño silencio se apoderó del salón. Nadie se movía, nadie hablaba y los traficantes comenzaron a entrar en pánico... gritaban a Miguel para que los soltara, para que no les hiciera eso, pero Miguel caminaba tranquilamente hasta donde estaban sus amigos.

Uno de los traficantes con la rodilla logró entreabrir el trapo que le cubría los ojos y por un rabillo pudo ver todos aquellos rostros, con los ojos perdidos por el vicio, sucios y harapientos, iluminados muy levemente por alguna luz de vela de alguna parte... lo único que alcanzó a hacer fue dar un grito de pánico antes de que se le abalanzaran todos en manada tratando de buscar algo de su preciado botín... trataban de librarse dando puntapiés y de alguna parte salió alguien con un garrote y les dio en la cabeza para que no se movieran y desde ese momento los golpes no dejaron de caer sobre ellos.

Cuando Miguel llegó a donde estaban sus amigos miró a Juan y le dijo “El demonio será vencido por la humanidad.”. Una mano lo tomó del brazo y Miguel volteó en forma de defensa para un posible ataque sorpresa.

- Sáqueme de aquí... por favor se lo ruego... haré lo que me pida, pero por favor, sáqueme de aquí... – Estaba de rodillas una joven muchacha pegada a su mano implorándole a Miguel, cosa que Juan nunca se imaginó llegar a ver.
- Con una condición...
- La que sea... tengo hambre y no quiero seguir metida en esto... pensando que en cualquier momento me vayan a violar aquí adentro...
- Tendrás que trabajar!
- Lo haré, se lo prometo, en lo que sea...
- Vámonos. - Le indicó Miguel a sus amigos, mientras la joven se quedó allí arrodillada llorando su desgracia. En medio del camino se detuvo y volvió para mirarla y le dijo – ¿No vienes también?

Ella se levantó y salió corriendo tras ellos, estaba descalza, un poco harapienta, y muy sucia... infinitamente agradecida y un poco avergonzada.

- Si pasas esta puerta, solamente volverás a rescatar otra alma, pero si vuelves a caer en este infierno, tal vez nunca nadie vuelva por ti... ¿tienes eso claro?

Ella miró atrás y al ver la escalofriante escena de ese grupo de personas atacando vorazmente a esos dos traficantes, se dio cuenta que no era un lugar para volver. Asintió con la cabeza en medio de lágrimas de consternación.

Cuando llegaron al taller de mecánica, Miguel cubrió a la joven con una manta y se despidió de Gabriel y Juan, dándoles las gracias y mirando con firmeza a Juan le dijo...

- Tengo trabajo que hacer... los ángeles no descansamos nunca, ponemos nuestro mejor empeño en ello y si es necesario ponemos nuestra vida por salvar un alma del infierno... la pregunta es: ¿Qué quieres ser... un suicida o un ángel?

Por muy loco que pareciera, Juan tenía una extraña sensación de alegría al ver a ese desconocido con su convencimiento de que era un ángel y que estaba haciendo un papel muy importante ante Dios y los humanos. Estaba loco, no cabía duda, pero era una locura que producía bienestar a los que lo conocían.

Fue una gran sorpresa cuando Gabriel le dijo la edad que tenía, tan solo 20 años, y mayor aun cuando supo que su intento se suicidio ocurrió a los 15.

¿Qué impulsaba a una persona tan joven a quererse quitar la vida? Posteriormente Gabriel le comentó que lo hizo al sentirse culpable de la muerte de su padre. Un día éste le pidió a Miguel un favor para que lo acompañara a hacer un trabajo en una finca y por andar drogándose no lo acompañó, los que le vendían la droga a Miguel lo interceptaron en la carretera, ellos le pidieron plata por protegerle al muchacho y como no quiso darles nada, lo mataron.

El sentimiento de culpa no lo dejaba tranquilo y eso lo impulsó a quererse matar... luego se dio cuenta que no tenía miedo de morir y enfocó eso para hacerlo de otra manera, se mete de cabeza a su propio infierno para sacar almas de allí.

Esa noche, en ese cuarto que le acomodó Gabriel en alguna casa de quien sabe quien y que seguirían visitando mientras estuviera en la compañía de él, Juan miraba por la ventana y pensaba si habría otros Migueles en el mundo... se durmió con la esperanza de que si.

La rutina era casi la misma todos los días. Se levantaban temprano, visitaban a algún personaje pintoresco, según la apreciación de Juan, caminaban un rato por la tarde y generalmente los atrapaba la noche discutiendo los motivos y las consecuencias de la existencia en el mundo.

Entre las primeras cosas que Gabriel le sugirió a Juan estaba el que pudiera escribir todo lo que se le viniera a la cabeza y para ello le dio un bloque de papelitos para apuntar anotaciones y un lapicero.

- Lo que se te antoje, en el momento que se te antoje, escríbelo... y guárdalo. Algún día cuando lo leas, tal vez te des a ti mismo la explicación de algo que ya no entiendas. – Le señalo un tarro con un agujero en la parte superior.
- ¿Y eso para qué?
- Para que los guardes, como en una alcancía, cuando la tengas llena. Tú sabrás que hacer con ella.

Inmediatamente sacó el primer papel y apuntó “La vida apesta!”. Lo dobló y lo introdujo por la ranura. Miró despreciativamente a Gabriel pidiendo su aprobación y éste con una gran sonrisa asintió.

Gabriel se sorprendió al comienzo, viéndolo sacar un papel del bloque casi cada minuto y apuntaba cualquier cosa y todo lo estaba guardando tal como se lo indicó, en la alcancía de ideas.

Por ningún motivo Juan estaba solo para donde fuera, inclusive para ir al baño Gabriel supervisaba todo lo que allí hubiera, para evitarle la tentación en un momento cualquiera.

* * *

Era una mañana fría, habían pasado pocos días y las conversaciones entre Gabriel y Juan se limitaban al pasado de éste, y en como pudo haber influido a que toda una cadena de situaciones, provocaran en él ese deseo de quitarse la vida.

- Te quiero presentar a alguien hoy...
- ¿Otro que se cree ángel?
- No. Más que un ángel... él entiende el por qué de los ángeles.

Esta era una visita como otras, esta vez era dentro de una clínica, con la gran diferencia de que los enfermos de aquí no eran temporales, no tenían heridas, no había bonitas enfermeras, y lo peor de todo, se sentía un amargo sufrimiento en cada pequeño rincón que se caminaba.

Era una clínica psiquiátrica como cualquier otra, pero a pesar de ser un lugar casi de lujo, la sensación de abandono y desesperación de algunos rostros daban la impresión de estar inmerso en un lugar abandonado por Dios.

En una ventana, casi al otro extremo del salón estaba un anciano sentado con el sol de la mañana iluminándole el rostro. Miraba algo afuera, o tal vez no miraba nada, parecía perdido en algún pensamiento que no le importaba a nadie.

- Te presentó a Zadquiel. Zadquiel, este es Juan un amigo mío. – Pero no cambió para nada su expresión ni siquiera cuando Juan le extendió la mano. Miró por un momento a Gabriel y se dio cuenta de que no importaba el que ese anciano no le prestara atención, parecía que Gabriel esperaba una reacción así.

Con una seña Gabriel le indicó que tomara dos asientos y se sentaron cerca de la ventana, donde podían tener una charla los tres. Por un largo rato el silencio solo era interrumpido por otros pacientes que caminaban sin rumbo por el salón, o por los charoles de alimentos en algún lugar en otro pasillo. Juan comenzó a sentirse incómodo e impaciente al ver que esa visita a ese desconocido parecía más una obra de caridad que algo realmente planeado en sus propósitos por Gabriel.

Juan arqueó sus ojos mirando a Gabriel indicándole que no estaba pasando nada con ese anciano, no se había movido un solo milímetro desde que habían llegado y quería saber qué harían al respecto. Gabriel sólo levantó muy levemente su mano, indicándole que esperara.

- Es un joven impaciente, con razón no murió. – Dijo el anciano. Juan no pudo evitar sentir un escalofrío por lo contundente que fueron sus palabras respecto a él mismo, y lo manifestó en una mirada de asombro directamente al anciano tratando de verle su rostro. Gabriel simplemente esbozó una leve sonrisa, como siempre, con satisfacción.
- Si miras con atención a esos dos loros -Comentaba el anciano en una especie de monólogo que no esperaba que le escucharan, puesto que lo hacía con una voz muy baja, y al mismo tiempo muy clara-, que están en aquel nido, se puede ver que están cuidando a sus crías. Sus crías, por otro lado, están esperando el alimento que sus padres le pueden brindar, luego en algunos días intentarán volar, luego buscarán pareja y mas adelante criarán nuevos nidos... y así lo harán hasta que alguno de la pareja muera y el otro morirá poco después de soledad. Hasta ese día, siempre tendrán algo para hacer, algo que los mantendrá con interés en vivir cada día.

Juan comenzó a darse cuenta que era una especie de lección que el viejo quería dar. Miró a Gabriel y se percató que eso era lo que buscaba, que alguien con muchos años, le dijera lo que era necesario para conservar la vida... no era nada que le interesara a Juan, pero no quiso interrumpirlo, nada más por el respeto que se merecía el anciano quiso dejarlo hablar cuanto quisiera. Pero siempre pareció asombrado de la elocuencia y lucidez de ese anciano, lo que le despertó una profunda inquietud: ¿por qué estaría en un centro psiquiátrico?

- Cuando se es joven... –continuó el anciano- Siempre hay cosas para el futuro: crecer, estudiar, nos preparamos para algunas etapas, esperamos por nuestros grados, nuestra primera cita, nuestros primero ritos religiosos, nuestro primer trabajo, nuestro primer viaje, nuestra primera relación sexual... siempre esperamos con expectativa, misterio, ansiedad y deseo algo que nunca hemos vivido eso nos da las ganas de vivir. Pero a medida que crecemos, esas cosas misteriosas que alguna vez vimos lejanas en el futuro se llegan a convertir en rutina, opresión, sacrificios, nos da la impresión de que nos ahogamos en algo que ya no nos parece tan maravilloso como la primera vez. Es entonces cuando buscamos hacer algo nuevo, algo que nos saque de ese hoyo en el cual estamos, algo que nos libere... pero nos vamos dando cuenta de que hay que ser unos resignados, que no hay nada nuevo, que para la juventud siempre hay oportunidades de hacer cosas, de planearse metas... pero cuando se es mayor... solamente hay una meta: no sufrir los dolores del cuerpo y morir. A esa conclusión llegamos todos. Entonces yo pensé... ¿para qué esperar? Y fue cuando decidí morir, en esa hermosa tarde lluviosa... –Hizo un silencio que se le tornó eterno para Juan- La bala solo rozó un pulmón, no me dio en el corazón, y salió entre dos costillas en mi espalda. “Un milagro” dijeron los médicos, para mi era una maldición. El terror de llegar a viejo lleno de dolencias era la motivación para buscar una nueva oportunidad, una en la cual no fallaría... mi propósito se convirtió en uno solo: morir. Luego de cinco intentos más, mi familia determinó que lo mejor para mi era estar en esta especie de jaula, rodeada de gente que no tiene la más mínima idea de lo que es su propia vida, sin sentido, sin saber que les pasa a ellos mismos.
- ¿Cómo te matarías hoy? – preguntó Gabriel, tan directamente como si supiera que el viejo tenía un respuesta.
- Lo estaba logrando hasta que me interrumpieron... de quietud.
- ¿De quietud? – Preguntó Juan asombrado por semejante respuesta, algo que obviamente era imposible, nadie se muere por estar quieto.
- El ser humano tiene todas sus capacidades para vivir o para morir, es el único ser en la naturaleza que puede decidir su destino, puede hacer las cosas que los demás animales hacen únicamente por instinto, puede beber cuando quiere, comer cuando quiera, no está regido por los ciclos naturales para reproducirse, lo puede hacer cuando se le antoje... igualmente morir. Morir siempre es una alternativa que el ser humano tiene, pues así ha evolucionado su naturaleza, siempre decide que hacer con todo lo demás que los animales no pueden controlar... como el lugar donde vivir, la persona con quien estar, el alimento que va a ingerir... incluyendo morir.

Todo era muy contundente pero Juan no podía entender la respuesta a su pregunta, concluyó en que se trataba definitivamente de algún loco que no le gustaba seguir con el proceso normal de una conversación. Se resignó a no tener respuesta a su pregunta.

- Yo he decidido morir, pero en mi intento he aprendido que soy diferente a todos los demás mortales. Tengo la capacidad de hacer de la muerte un arte, un proceso, un método científico. Por eso precisamente es que no he muerto... aún. Lo poco que me queda de vida la estoy dedicando a inventar mi muerte. Quiero encontrar el método más adecuado, el que me llene de satisfacción personal, y al mismo tiempo estoy desarrollando las técnicas más efectivas para lograrlo.
- Entonces... tienes un motivo para vivir. Le interpuso Gabriel.
- No. Lo que realmente estoy haciendo es buscando el camino de mi muerte. Esa es mi verdadera meta.
- ¿Cuántas maneras te has inventado para morir? – Continuó Gabriel.
- Hasta hoy, solamente unas 325.
- ¿Y en cuánto tiempo las has inventado?
- Hace 2 años que estoy en este proceso.

Gabriel sonrió viendo de reojo a Juan, esperando ver en él alguna reacción. Y la tenía, una mirada penetrante tratando de saber quien era ese viejo suicida que aun no se había matado, con tantas alternativas en la cabeza, parecía más bien un poco intrigado... o tal vez admirado.

- Aun no entiendo, si tiene tantas alternativas para morirse... ¿por qué no lo ha hecho, si es realmente lo que quiere hacer?
- Realmente es muy impaciente el muchacho. Precisamente eso fue lo que me causó el fracaso en mis primeros intentos... la desesperación. Y si no estoy mal, estás vivo es por lo mismo, por falta de planeación y por el afán causado en medio de tu desesperación... o ¿me equivoco? – Y le miró fijamente a lo ojos, con lo que Juan sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo empezando desde su nuca.
- No fue por desesperación... simplemente era muy bajo el edificio...
- Justificaciones a una tarea mal planeada... –interrumpió abruptamente el viejo a Juan- típico de aquellos que le tienen miedo a tomarse el tiempo de hacer las cosas bien... todo impulso inconsciente y lleno de desesperación es el resultado de un estado de temor, ya sea que se haga en medio de una ira incontrolada o en medio de un acto apasionado... siempre hay miedo, o excusas como yo las llamo. Hay una gran diferencia entre morir por escapar lleno de cobardía, a morir por enseñarle a los demás que uno realmente valía lo que ellos no supieron apreciar. Es por eso que los suicidas terminan siendo llamados cobardes, por que actúan en medio de su desesperación.
- Yo no creo que el suicidio sea algo de cobardía. – Alegó Juan.
- Y si no lo era en tu caso... ¿entonces tu fracaso te convierte en cobarde ante la muerte?
- Tampoco... –Juan se sintió ofendido en todos los sentidos y quiso definitivamente retirarse de ese lugar... el anciano de un momento a otro dejó de ser una admiración y un punto de apoyo para él y se había convertido en alguien igual a Gabriel que lo atacaba en su intención de quitarse la vida.- ¿Malo porque lo intenté y malo porque no lo logré? Usted está loco definitivamente.
- Impaciente incluso para entender... – y luego de una carcajada que se escuchó en todo el salón, el silencio, un tenso silencio se apoderó del anciano que siguió mirando por la ventana sin expresión alguna en el rostro.

Juan ya estaba molesto, se quería marchar, pero parecía que Gabriel acompañaba al anciano en su meditación y contemplación por la ventana. Sin pensarlo se levantó, no tenía porque quedarse allí a que lo siguieran amonestando.

- ¿Te vas tan pronto? – Preguntó Gabriel.
- ¿Y para qué me voy a quedar? ¿Para seguir escuchando a este viejo insolente que se cree el papá de uno? Cree que se las sabe todas y sin saber los motivos de nadie va juzgando y ofendiendo a cualquiera... yo no tengo que quedarme a escuchar tanta basura. – Esperaba que el viejo se sintiera aludido y en algún grado atacado, pero siguió imperturbable en su contemplación por la ventana.
- Dime una cosa Juan... ¿le tienes miedo a la muerte? – Miró fijamente Gabriel al muchacho mientras esperaba una respuesta, a cuya interrogante lo acompañó el viejo en la misma profunda mirada.
- ¡Por supuesto que no! ¿Crees que si le tuviera miedo a morir me habría lanzado desde ese edificio? Que pregunta tan tonta...
- Entonces no entiendo... te traigo donde alguien que realmente te puede enseñar como morir y mírate: ya tienes miedo y te quieres ir. – Una expresión de estupor se apoderó de Juan, su confusión y obviamente su interés no lo dejaron marcharse, ante semejante propósito recapacitó y volvió a sentarse. Su intención de morir quería que quedara bien clara ante Gabriel.

Luego de un momento de silencio casi eterno, el viejo retomó su monólogo...

- Allí en el jardín, está ese muchacho sentado en esa banca, como todos los días... parece sin futuro, no habla con nadie, sin visitas, simplemente se queda allí sentado, todo el día. Aparentemente una vida inútil... pero como le ha dicho a esa nueva doctora “Es su tiempo y él lo usa como realmente quiere, sin importar lo indispensable que pueda ser el tiempo para los demás... al fin y al cabo es su vida y la vive al ritmo que él quiere”. Yo he hecho lo mismo: me he convertido en el dueño de mi propia muerte y por consiguiente de mi propia vida... sin importarme lo que signifique la vida o la muerte para los demás...
- Sigo sin entender... ¿Cómo es que se quiere matar y aun está haciendo planes para vivir? – Interrumpió Juan.
- ¿Cuál es tu temor? – Miró nuevamente con esos ojos azules y penetrantes al muchacho visitante. – Acuérdate de una cosa siempre, si no encuentras un momento adecuado, planificado y un buen motivo para todo el mundo, no serás sino un cobarde para todos los que dejes a tu lado.
- Ya después de muerto... ¿Qué me importa?
- Entonces no entiendo porque te ofendes cuando te digo de frente que eres un cobarde.
- ¡Que no lo soy! – Esta vez el que se escuchó en todo el salón fue a Juan. Miró nuevamente al viejo y con la ira en sus labios, pero con un tono mas bajo le quería explicar – Decirle cobarde a alguien es una falta de respeto muy grave, que no estoy dispuesto a tolerar, aunque sea de un viejo decrépito como usted.

El viejo pareció inmune a las palabras de Juan. Lo que lo desesperó mucho más, pues no logró ni siquiera desequilibrarlo ni un ápice y se sintió con mayor indignación.

- Dime una cosa... ¿no sufres de indignación, no te sientes ofendido por los que te rodean, menospreciado, humillado, en cierta forma abandonado, e incluso impotente para cambiar cualquier problema que se te viene encima?

Por primera vez, recordó todo lo que tenía en su mente la noche que se tiró del edificio... si, en cierta forma el viejo tenía razón. Su respuesta al viejo fue simplemente bajar la cabeza. Gabriel por primera vez vio como Juan bajaba la guardia y le agradó.

- Al huir y esconderse, especialmente de una manera definitiva... es demostrar incapacidad, al hacerlo desesperadamente demuestra cobardía. – Juan seguía sin hablar mirando alguna cosa en su zapato. – ¿Puedes decirme cuál es la diferencia entre un héroe, un mártir y un suicida? Primero te voy a decir la semejanza: Todos mueren.

Juan levantó el rostro y miró por la ventana, tratando de encontrar respuesta a esa y todas las preguntas que giraban como un remolino en su cabeza.

- Pues... No sé. – Miró al viejo, esperando la respuesta de él.
- En que la humanidad reconoce el valor del héroe y del mártir, y a éste último incluso lo veneran pues se le llama así es porque en su muerte ha sufrido, y lo más notable casi siempre es que el héroe o el mártir buscaron su propia muerte, o sea, eran suicidas... pero en cuanto al suicida, también muere e incluso sufre mucho más que el mártir, pero nunca lo honran en su memoria...

Juan se quedó meditando en las disertaciones del viejo, indiscutiblemente tenía razón, pero no se lo iba a reconocer, no después de haber sido tratado tan bruscamente por él.

- ¿Sabes por qué no honran la memoria de un suicida? Es más, incluso lo terminan despreciando y tildándolo de cobarde después de su muerte... ¿Por qué?
- No lo sé... – en su cabeza comenzaron a desfilar todos aquellos casos que él reconocía como héroes de guerra, o mártires de la historia, siendo religiosos o no y trató de acordarse de algún suicida... pero no pudo hallar a ninguno. En su repaso por los héroes y mártires, se dio cuenta que su muerte fue motivación e inspiración para ideales, maneras de pensar que fueron ejemplo... y definitivamente: dejaron una enseñanza. - tal vez... porque el suicida no se dio a entender en sus motivos.
- Nunca nadie entiende a un cobarde... tienes razón.
- Yo no dije que fuera por cobardía... – se sintió indignado en la manera que volvía a manipular sus palabras- dije que simplemente no supo explicar bien sus motivos.
- ¿Cómo los iba a explicar? Si se fue a la carrera, sin planificación, sin que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando en su vida, en su entorno, sin que los demás conocieran sus causas, sin que el mundo se sintiera identificado, sin conocer siquiera su lucha... mientras esas cosas no se sepan es mucho más fácil pensar: murió por cobarde.
- Pero para eso uno deja una nota explicando los motivos...
- Las palabras de un muerto sin testigos son tan superfluas que son fácilmente olvidadas, y lo único que realmente queda en la memoria de los vivos y de quienes cuentan la historia es que no aguantó vivir. Para ellos, es un acto inútil, sin propósito ni causa, sin justificación alguna. Esas palabras en ese papel pierden sentido fácilmente, sino están apoyadas con hechos e ideas que otros compartan. Por lo general en esos papeles se dice el dolor que tal o cual o quien le causó, o el problema que nunca pudo resolver... a lo que inmediatamente los aludidos y conocedores preguntarán “¿Por qué no preguntó? O Consultó? O Pidió ayuda?”.
- ¿Y si por algún motivo lo hizo por dignidad a sí mismo?
- La dignidad, es algo que la persona lleva entre los vivos... no entre los muertos.

Juan pensó por un momento y una pregunta le arrebató toda su energía, una pregunta directa, algo que realmente podría concluir todo aquel alegato.

- ¿Entonces por qué valdría la pena morir?
- Esa pregunta... solo tiene una respuesta... – El anciano lo miró fijamente a los ojos y muy lentamente, como para detener el tiempo en la respuesta concluyó – y en tu caso, solamente tú se la puedes dar. Ahora yo te hago otra pregunta a la que hay muchas respuestas y esas se las podemos dar todos... ¿Por qué valdría la pena vivir?
- Por el olor del rocío de la mañana. – Interpuso Gabriel.
- Por el canto de un ave. – Dijo Zadquiel.
- Por un jugo de naranja cuando estemos bien sedientos. – Continuó Gabriel.
- Por el color de los atardeceres. – Continuó Zadquiel.
- Por la luna llena entre las flores de los árboles.
- Por el beso de la mujer amada.
- Por el sabor de los dulces.
- Por ver la gloria de un deportista llegar a la meta.
- Por sentir la brisa del mar en el rostro.
- Por una ducha tibia.
- Por la sonrisa de un niño feliz. – Les interrumpió Juan, incluyendo él también algo a la lista.

Ambos se quedaron callados y se miraron. Zadquiel sonrió muy levemente por primera vez y miró a Gabriel.

- Tienes un ángel más en la tierra. – Volvió a mirar por la ventana y esta vez parecía que para siempre.
- Gabriel me había dicho que usted sabía el por qué de los ángeles… ¿usted que sabe?
- Ángel, no una palabra que defina a un ser, es una palabra que define un trabajo.

Pasó un largo rato en un inmerso silencio, el anciano tenía la misma posición en que lo encontraron, Juan luego de haber pensado en todo aquello que estuvieron hablando, veía el viejo y por un segundo parecía que nada hubiera pasado, él estaba como detenido en el tiempo, en el mismo lugar, cómo si ellos nunca lo hubieran interrumpido de su silencio… habría sido toda una fantasía?

- Vamos. – Gabriel invitó a Juan a marcharse.

Juan mientras se levantaba sacó de su paquete de papelitos y escribió algo. Lo puso en el vidrio de la ventana para que lo pudiera ver el anciano. Y se fueron.

Una vez que se marcharon, el anciano Zadquiel miró el papel y vio una carita feliz dibujada y debajo de ella una sola palabra “Gracias”. El sacó también un papel de un bloque igual al que tenía Juan, sacó un pedacito de crayón de color que tenía escondido en la manga, escribió algo y lo colocó al lado del papelito de Juan. “Los amo a todos”. Esa misma tarde, plácidamente en su lecho, murió... por muerte natural.

Texto agregado el 26-05-2004, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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