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Pidiendo disculpas a J.S.

El bocinazo lo volvió a la realidad de la mitad de la calle y la semipenumbra. Su estómago dio un vuelco sobresaltado y de un impulso trató de llegar a la acera, sin éxito, así que fijó sus ojos en los metros de pavimento que le restaban, para no ver la cara, seguro burlona, del conductor del automóvil que casi lo arrolla.

Sin que lo sintiera, la ciudad había comenzado a respirar la frescura de los primeros minutos de la noche limpia de verano y, también sin sentirlo, sus pasos habían seguido el camino habitual hacia tu madriguera, tu guarida, tu rincón, como solía decir ella casi cantando, cuando él no encontraba las palabras adecuadas para referirse a su hogar.

Ya en la acera se percató de que las flores estaban por caer de su paquete. Dejó el maletín en el suelo, se aseguró, casi mecánicamente, de que sus llaves seguían en el bolsillo izquierdo y sonrió levemente. Murphy tiene su Murphy la escuchó decir, como cada vez que confirmaban que esa Ley no funcionaba en algunos aspectos con él; como siempre, llevaba las llaves en el bolsillo de la mano desocupada. Acomodó las flores en la cobertura de celofán y sintió el quejido de su cintura al agacharse a tomar el maletín, pesado y café. Se prometió una vez más, sabiendo que no lo cumpliría, llamar al médico y siguió su camino de pasos largos pero pausados... el de siempre.

En la esquina la melodía se le volvió a incrustar entre las sienes, suave pero constantemente, como un susurro, invadiendo de nuevo su cerebro. Podía seguirla solo unos segundos, luego le perdía el rastro a los versos, casi angustiosamente, y por más que se esforzaba en continuarla no lo conseguía, y esa lucha contra la memoria lo agotaba por momentos. La tonada siempre volvía, sin previo aviso e inconclusa, como un eterno mantra que no lo llevara a relajarse sino al descontrol. Ya había repasado varias veces su discoteca, o lo que Laura llamaba tu tesoro, mientras guiñaba uno de sus ojos miel, dejando por dos segundos, en una oscuridad fría la mitad de su corazón. La había repasado y, con ese pretexto, la había redescubierto, como cada vez que miraba y escuchaba sus discos.

Pero no había logrado encontrar el tema. Como si jugara al gato y al ratón con su cordura, parecía colarse en otras melodías, en otros sones, y cuando creía tenerlo ubicado, cambiaba de disco, de timbre de voz o de rima en el verso, irremediablemente. La habrás escuchado antes de nuestra era le decía ella a veces, cuando, seguramente, la angustia de su cara lo delataba exhausto y saturado de sonido, en esos momentos en que solo el aroma a café y abrazo tibio de Laura lo reanimaban, arrastrándolo hacia otra cosa, más dulce o salada, según estuviera acompañada por saliva o sudor.

Se cercioró de que el semáforo peatonal estuviera en verde antes de cruzar. Hubiera podido acostumbrarse a los acordes y la voz pastosa que convivían con sus ideas, pero no era placer o tan siquiera vacío lo que la tonada le causaba, había intentado llamarlo de alguna forma, en sus ensayos por hacerle entender a su compañera de vida, su sentir, pero no había podido llegar más allá de “desasosiego”, “inquietud”, “algo”, y ese algo le alejaba la costumbre y, cada minuto, la tolerancia.

Laura era experta en delimitar los espacios, los momentos, la historia y la vida, con frases definitorias y, a ratos, lapidarias. Desde que la conoció, diez años atrás en la facultad, esa capacidad de corte y definición lo había fascinado, frente a su tendencia disolvente, como ella definiría a su ineptitud para los conceptos, precisiones y puntualizaciones. Diez años de vida en común, de desayunos con tostadas, tardes de paseo y noches de caricias, no habían podido contagiarlo de ese don y, ahora lo sabía, tampoco era necesario. Para eso estaba ella, tu Laura, como dejaba salir de sus labios antes de dejarse llevar por el sueño cada noche.

Cruzó. En la penumbra casi tropieza con una niña desgreñada y sucia, que jugueteaba con un bulto irreconocible; “eres feliz?” escuchó, casi descifró, que decía, con media lengua de 4 años, a lo que debía ser su perrito. El cachorro respondió con un gruñido entre complacido, nervioso, molesto o asustado ante la idea de que le quitara el hueso que llevaba en la boca, pero sin reales intenciones de morderla. La pregunta opacó, por momentos, el timbre de la melodía perenne en su cabeza.

Si era o no feliz era algo que estaba fuera de discusión. Hacía tantos años que no se planteaba la pregunta, que ya hasta había perdido sentido para él; no necesitaba más y tampoco quería más y, si no fuera por esa tonada persistentemente inconclusa, como queriendo llevarlo a recordar lo irrecordable, su vida sería un transcurrir parejo, sin huecos ni pérdidas, como flotar en un vacío celeste y violeta, porque así definía Laura su convivir. Ella llenaba su vida con luz y con sombra, lo envolvía todo con su tibieza aromada de flores; Laura lo era todo y él era por y para Laura y su piel morena y tersa, sus manos delicadas y expertas, su boca de labios finos. Eso era un secreto a voces y les gustaba que lo perfecto de su relación fuera comentario seguro de las tardes de cartas entre amigos.

Las campanadas de las siete le acompañaron mientras cruzaba el portón gris del condominio. Seguro Laura habría organizado ya la búsqueda de la melodía insistente, entre las cintas de la colección, y aliñado la casuela para la cena, total tus deseos son mandatos y tus ansias mi motor le decía, y él sabía que era cierto. Quizá esta noche los acordes terminarían de abrazarse concluyendo, por fin, con los versos y dejando, ojalá, silencio y vacío entre sus pensamientos.

El sonido de sus pasos chocaba contra las paredes vecinas, los pasajes se sucedían, estrechos, a los lados del camino de acceso. Tomó el tercero a la derecha. Su estómago, eterno transmisor de emociones intensas, dio un salto cuando sus ojos distinguieron, al fondo, la silueta del ciprés del patio y su cuerpo comenzó a sentirse de nuevo en casa. Los veinte últimos metros de camino eran para él como un preámbulo de la paz silenciosa y eterna.

Mientras caminaba, pegado casi a la pared, sentía el frío penetrando por el dorso de la mano y con él, imperceptiblemente al principio y cobrando más y más fuerza, una bruma densa y viscosa le inundó las venas saliendo del corazón.

Llegó. Dejó el maletín, nuevamente, en el suelo, apoyó las flores en la pared y estiró el brazo, palpando el muro en busca del timbre. Solo entonces notó que la melodía de su cabeza había aumentado en intensidad y definición, tomándose, casi al asalto, su cuerpo. La sentía entre los pliegues de su ropa, entre la piel y los músculos, rodeándolo y atravesándolo a un tiempo. Apoyó lentamente la frente en el pilar blancuzco y el contacto pareció intensificar el sonido rítmico, invasivo, constante. Abrió los ojos, intentando enfocar la mirada en algo más que esa melodía que lo llevaba a su interior, pero no vio nada.

La luz lo cegó por completo y el bocinazo lo volvió a la realidad.

Frente a él no había ni asfalto ni ciudad a media luz, solo las cinco letras oscuras sobre el mármol gris de la lápida dibujando un nombre y abajo, medio oculta por el olvido, una fecha de diez años atrás.

Ni siquiera intentó cerrar los ojos. En su cabeza el ritmo, la voz gastada y la frase cobraron sentido y el final del verso se posó, cansado, en sus labios, porque, a pesar de todo... no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió....

Texto agregado el 14-04-2003, y leído por 817 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
01-12-2003 Sí, me parece haberlo leido algunos meses atrás y me sigue emocionando igual. No sé si te había comentado que logras redondearlo de excelente forma y que no dejas cabos sueltos (salvo algunos pequeños que la gente quisquillosa como yo no dejan de notar, pero no nos hagas caso). En estos textos no queda más que agradecerle a la autora por su trabajo. Un abrazo gammboa
 
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