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Saludó al adolescente que entraba con una sonrisa forzada, sin entusiasmo. La pequeña sala de espera no tenía ventanas y estaba iluminada por la amarillenta luz eléctrica proveniente de una lámpara circular que, pegada como una lapa, se aferraba a un techo de impecable blanco. Pecoso y pelirrojo, vestido con pantalón de pinza a cuadros y camisa roja, el adolescente se sentó frotándose las manos nerviosamente, con la vista pegada al suelo. Efrén tomó una revista y repasó las fotos de la estrafalaria mansión perteneciente a un famoso peluquero y, componiendo una mueca de desagrado, alzó ligeramente la vista para observar las irritadas y lastimadas manos del joven taheño.
–Oriol, te espero la próxima semana a las ocho de la tarde –dijo la psicóloga con voz aterciopelada, entrando en la salita y tomando las manos del adolescente para que se levantara–. Ahora estaré por ti –agregó la psicóloga, curvando los labios con una sonrisa dirigida a Efrén.
Volvió a quedarse solo en la pequeña y claustrofóbica salita. Era la primera vez que visitaba un psicólogo, y empezaba a arrepentirse. La tentación de levantarse e irse era cada vez mayor. Dejó la publicación repleta de vanidades y banalidades en el revistero y miró la hora: diez minutos de retraso. Aquella impuntualidad de la psicóloga le parecía de muy mal gusto. Le fastidiaba que la gente fuera impuntual ¡Él siempre procuraba serlo! Y cuando sus músculos ya se tensaban para levantarse de la silla para irse y no volver, la psicóloga entró de nuevo en la salita y pidió disculpas por el retraso.
–Efrén, acompáñame a mi despacho –invitó la psicóloga.
Esbelta y no muy alta, con una falda que dejaba entrever unas bonitas y sedosas piernas, de mirada extrañamente añil, facciones marcadas pero equilibradas, la psicóloga que rondaría los treinta años franqueó la puerta a Efrén.
Se levantó y en pos de la psicóloga, mirando de reojo las nalgas de la doctora, Efrén se dirigió al despacho de ésta, preguntándose en su fuero interno si serviría de algo aquella visita.

Leyó la tarjeta satinada que asía exhibiendo una sonrisa canina: “Alejandra Curto: Col. 33134 PSICÓLOGA”. La doctora observó el rostro irónico que componía Efrén y clavó la mirada sobre él, preguntándose qué habría llevado a ese hombre a su consulta.
–¿No te gusta mi tarjeta? –inquirió la doctora con una mueca que afeó su rostro.
Sin apartar la vista de la tarjeta, Efrén tomó aire y lo expulsó lentamente, el tono de voz utilizado por la psicóloga quizás resultaba un poco hostil.
–Le agradecería que no me tuteara, doctora –respondió Efrén circunspecto, alzando la vista para dirigirla a su interlocutora.
Alejandra se ruborizó y arqueó las cejas. El tipo que tenía frente a ella le parecía un estúpido idiota con aires de superioridad. Lo observó de hito en hito: más o menos tendría su misma edad y si bien no le parecía guapo, tenía algo especial en su mirada que le atraía.
–Como quiera señor Efrén –dijo la psicóloga con calma contenida.
–Disculpe, pero creo que ha sido un error que le solicitara una visita. Lamento haberle hecho ajustar su agenda para atenderme. Dígame cuánto le debo y me iré.
–¿Está seguro que quiere irse? Ya que ha llegado hasta aquí, por lo menos podríamos charlar un rato ¿No le parece? Y no me debe nada.
Efrén se concentró en los labios de la doctora: sugerentes y carnosos.
–Doctora, charlaría con usted en otro lugar, tomando una copa por ejemplo –respondió Efrén levantándose de la silla.
La psicóloga se sintió desconcertada, le parecía una locura, pero hizo una prepuesta a Efrén.
–Mañana saldré a las ocho de aquí, si le parece bien podemos tomar algo en el bar de enfrente. Me gustaría averiguar el motivo de su visita y quitarme esta duda de encima.
–Entonces mañana nos veremos. Gracias por su condescendencia.
–No se merecen.
Ambos se dieron la mano y Alejandra lo acompañó hasta la puerta. La psicóloga volvió al despacho y meditó sobre lo sucedido. Aquel tipo, por alguna extraña razón, le atraía y estaba segura que detrás de aquella fachada fría y chulesca, se escondía un personaje complejo y quizás interesante.

Sumergido en una casi total oscuridad, Efrén aguardaba pacientemente en el recibidor. El aire tibio y cargado de humedad presagiaba lluvia aquella noche. Llevaba allí más de dos horas y en ese tiempo pensó repetidas veces en la psicóloga. Negaba con la cabeza al recordar la breve conversación mantenida con ella en la mañana. No acababa de estar seguro de que volverla a ver fuera una buena idea, pero deseaba hacerlo.
Andando el tiempo, Efrén escuchó el rumor de un automóvil que le alertó. Tomó con firmeza la GLOCK y apuntó hacia la puerta en la penumbra. El motor del coche enmudeció y el silencio inundó el aire húmedo y pesado. Efrén tragó saliva y una gota de sudor se deslizó por su sien. Un golpe seco seguido del repiqueteo de unos pasos que se aproximaban a la puerta rompió el silencio. La llave se introdujo en la cerradura y un chasquido emitido por el pestillo rasgó la oscuridad. La puerta se abrió y la luz del pasillo se encendió repentinamente. El dedo índice de Efrén hizo presión sobre el gatillo de la GLOCK y tras una sorda detonación amortiguada por el silenciador, la bala salió del cargador y en fracciones de segundo se introdujo en el cerebro de quien había abierto la puerta. Tras un ahogado quejido gutural, el cuerpo del asesinado cayó al suelo y una mancha de sangre comenzó a crecer a su alrededor.
Efrén pasó por encima del cuerpo y bajo el dintel de la puerta se quedó observando al abogado muerto. Un oscuro y frío vacío recorrió en aquel momento su interior. Conocía esa sensación y se había habituado a ella. Encendió un cigarrillo y tras unas largas y profundas caladas se fue de la casa cerrando la puerta. Tras recorrer un par de calles desiertas, iluminadas por farolas nimbadas por la humedad, Efrén se introdujo en su coche y arrancó. Empezó a llover con fuerza y los faros iluminaron el negro y mojado asfalto de la calle. El cielo lloraba y sus lágrimas, sucias y frías, se deslizaban ahora por las calles y edificios de la ciudad.

Fumaba mientras sus añiles ojos escrutaban el amplio repertorio de botellas que se exhibían elegantes y sugerentes tras la barra. La psicóloga miró la hora en el reloj de pared del bar: pasaban ya veinte minutos de las ocho. Apagó la colilla en el cenicero y sintió en ese momento una mezcla de frustración y alivio. Estaba a punto de llamar al camarero para pagar la cuenta cuando la puerta del bar se abrió y Efrén hizo acto de presencia. Éste se dirigió a Alejandra y pidió disculpas por el retraso.
–Lamento la tardanza. Aparcar a estas horas en el centro es casi imposible –dijo Efrén con circunspección.
–Estaba a punto de irme. Pensé que ya no vendría –respondió la psicóloga, ofreciendo un cigarrillo al recién llegado.
Efrén sonrió, tomó el pitillo y Alejandra se lo prendió con su encendedor.
–Sentémonos en aquella mesa –sugirió Efrén, indicando con la mano que asía el humeante cigarrillo, una mesa solitaria.
Ambos se sentaron, uno frente al otro, y se miraron a un tiempo.
–Dígame ¿por qué vino ayer a la consulta? –inquirió sin preámbulos la psicóloga.
Efrén dejó el cigarrillo en el cenicero y acarició su nariz pausadamente.
–Hace mucho tiempo que me siento vacío y una permanente tristeza me acompaña, vaya donde vaya. Quizás me he habituado a convivir con ello, pero últimamente mi desasosiego es cada vez mayor. Y esto último me empujó a pedirle una visita.
Efrén volvió a coger el cigarrillo del cenicero y aspiró el humo lentamente.
–¿Ha ido alguna vez a un psicólogo?
–No
–¿Y por qué decidió irse ayer de esa forma? –preguntó Alejandra mientras encendía un nuevo cigarrillo.
–Usted me gustó demasiado.
La psicóloga sonrió y negó con la cabeza.
–No diga eso hombre, que ya somos adultos.
–¿No se lo cree?
–Estoy segura que la razón es otra.
–Tiene razón.
–¿Y bien? ¿No me la va a contar? –inquirió la psicóloga.
Un desgarbado y casi adolescente camarero interrumpió la conversación para tomar nota. Ambos pidieron café y cuando ya fueron servidos reprendieron la charla.
–¿Entonces? –preguntó Alejandra enarcando las cejas de forma graciosa.
–Verá…quisiera poder explicarle la verdadera razón, pero me resulta imposible, dejemos ese tema y hablemos de cualquier otra cosa.
–Ok, no hay ningún problema.
Efrén y Alejandra mantuvieron una conversación animada que duró más de una hora y cuando llegó el momento de despedirse, él se ofreció en acompañarla hasta el parking. Tomaron una calle desierta a aquella hora de la noche. La humedad abrillantaba el asfalto y las farolas iluminaban la acera peatonal con una luz débil y biliosa.
Un tipo de aspecto enfermizo, con el pelo desmarañado y provisto de una navaja automática salió al paso repentinamente y blandiendo la hoja del cuchillo en el cuello de Alejandra, amenazó con cortarle el cuello si Efrén no dejaba la cartera en el suelo y se alejaba.
–Vale, vale…lo que tú digas –dijo Efrén con calma, depositando en el firme la cartera.
–¡Venga! ¡Ahora vete de una puta vez! ¡Y a ella no le pasará nada! –gritó el individuo.
Efrén se quedó por instante sin moverse.
–Haz lo que te dice –dijo Alejandra con la voz temblorosa.
–Sí –respondió Efrén.
Efrén se alejó calle abajo, dejando atrás a Alejandra con el delincuente.
–Venga puta, ahora despacio…deja caer el bolso y te suelto para que te vayas.
El tipo pasó la mano por debajo de la falda de Alejandra, en busca de su sexo.
–¡Qué haces cabrón! –gritó ella.
Efrén al oír el grito se dio media vuelta y sacó la GLOCK de la sobaquera y apuntó al tipo.
–¡Déjala o te mato!
El delincuente vio la figura de Efrén iluminada por una farola apuntándole con el arma.
–¡Tío, guárdate la pipa y lárgate o esta puta la palma hoy!
La bala cruzó el aire húmedo que había entre Efrén y el delincuente y se introdujo por un ojo de éste. La sangre salpicó la cara de Alejandra y el atracador cayó fulminado al suelo.
Alejandra temblaba de miedo y horror, con el cadáver a sus pies. Efrén corrió hacia ella.
–¿Está herida? –preguntó Efrén al ver la sangre en el rostro de Alejandra.
–Creo que no…–balbuceó ella.
Las luces de un coche aparecieron al otro extremo de la calle. Efrén recogió su cartera del suelo y desapareció del lugar, dejando a Alejandra sola junto al cadáver.

Bajó la ventanilla y tomó aire. Estaba sudando y le dolía la cabeza. Efrén conducía por la autopista con destino a alguna parte: no tenía claro a donde iba a ir. Tan solo hacía unas pocas horas que había recibido el dinero por su último trabajo: matar a un abogado. Con ese dinero podría vivir desahogadamente durante un par de años. En su fuero interno estaba convencido de que su destino estaba escrito y que cualquier intento de desviarse de él era en vano. Pensó en Alejandra y en su mirada de espanto y horror cuando se aproximó a ella para ver como estaba. La muerte era para él un negocio y una maldición.
Los abrasadores rayos de sol caían como lluvia infernal de fuego sobre el asfalto de la autopista que cruzaba el desierto. Los ojos de Efrén, parapetados por unas gafas de sol, escudriñaban un horizonte turbio y vaporoso. La tristeza y vacío se volvían a apoderar de su alma una vez más sin remedio. Bajó el parasol y aceleró, sobrepasando la velocidad máxima permitida. Encendió la radio y puso una de sus canciones favoritas: Born Under A Bad Signe. Al escuchar las primeras notas, el rostro de Efrén se iluminó y una sonrisa se dibujó en sus labios.

Texto agregado el 10-06-2009, y leído por 79 visitantes. (0 votos)


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