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Allá va otra vez. Con su inocencia en el rostro y su paso siempre apurado y trepidante. A diferencia de los demás días, ella lleva hoy el pelo suelto. Un detalle intrascendente, pero él lo ha notado.

Ha notado cada detalle suyo desde que se cruzó despreocupada por primera vez delante de él. Él es Sergio. Y ella es... simplemente Ella. Sergio no sabe cómo se llama Ella aunque la ha visto pasar más de mil veces. Ha memorizado cada uno de sus encuentros. Y se ha dado el trabajo mental de seleccionar y clasificar por fechas cuál ha sido el día en que más linda la vio.

Sergio ha obviado la ropa o la mochila celeste, o las zapatillas deportivas azules con rayitas blancas que usa casi todos los días. A Sergio le importó sólo y desde siempre las facciones de gatita: Los pómulos salidos, la barbilla pronunciada, las cejas delgadas, la nariz diminuta y espigada, los cachetes chaposos, el cuello largo, los labios finos, los dientes blanquísimos y los colmillos un poco más crecidos que contrastan con los labios rojos y resaltan la sonrisa frágil pero capaz de derretir a todos los sueños. Pero sobretodo, Sergio se fijó en los ojos verdes salpicados de unos cuántos rayitos amarillos arrítmicamente ordenados, como trazos sueltos en un óleo de Monet.

Hace ya 6 semanas que Sergio había cambiado su rutina para llenarse de esos cuántos segundos al día que significaban verla pasar delante de él mientras Ella caminaba hacia su clase. Eran sólo 30 segundos o tal vez 1 minuto. Pero para Sergio era más que suficiente.

Sentado en una banca escogida estratégicamente, Sergio esperó impaciente, aunque sin demostrarlo. Cogió un libro de Rimbaud y empezó a leer. Al menos lo simulaba. Sus ojos recorrían una y otra vez la primera línea de una página cualquiera mientras desesperaba cada vez más porque no la veía venir. Ya llegaría, como todos los días. Con la hora justa y apurando el paso para que no le pusieran inasistencia. Sergio sabía que en cualquier momento pasaría Ella corriendo por ahí, pero igual sentía angustia. Esa misma sensación sienten los papás cuando uno de los hijos todavía no ha llegado a casa y ya son casi las 5 de la mañana, pensó.

Sergio no quiso pensar en eso. En la posibilidad de que le pudiese haber pasado algo. Que se hubiese enfermado o tal vez algo peor. Un accidente. No maldición, mejor no pienses en eso. ¿Pero, y si fuese verdad? Ni siquiera sé su nombre y ya no está. ¿Por qué mierda nunca le hablé? Ahora ya es tarde, ya no le voy a poder hablar nunca ni volver a mirarla.

Si tan sólo Sergio supiera su nombre no se sentiría tan mal de haberla mirado, seguido o memorizado. De haberle robado todos esos instantes, todos esos segundos que ya sumaban horas.

Pero ya era muy tarde. Ella, la chica sin nombre, se había ido para siempre. Tan rápida, tan repentina, tan inesperadamente. Mañana todo será distinto. Más frío, más aburrido, más tétrico. Sus amigas llegarán llorando y se pondrán tristes recordando lo linda, lo alegre, lo buena amiga que era. Pero nada de eso importaba ya. Ella, la chica sin nombre, no volvería jamás.

Sergio no se pudo contener. Una a una las lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas. El desconsuelo se apoderó de él. Quería gritar y la voz no le salía. Un hondo bramido brotó de él sin tener la fuerza para detenerlo. Una mano se posó suavemente en su hombro. Sergio dejó de llorar mientras una voz le preguntaba: ¿Estás bien?

Levantó la mirada. Sus ojos aún vidriosos pudieron tan sólo captar una figura borrosa pero familiar; un contorno difuso pero cercano. Sergio se llevó las manos a los ojos y los frotó para aclarar la imagen.
No podía creerlo. Era Ella. Su niña hermosa. La que todos los días pasaba corriendo delante de él sin siquiera notarlo. Aquella niña de la que Sergio había memorizado cada detalle. La niña de las zapatillas deportivas azules con rayitas blancas que usa casi todos los días. La de la mochila celeste. Ella, la de los ojos verdes salpicados de unos cuántos rayitos amarillos arrítmicamente ordenados, como trazos sueltos en un óleo de Monet. La linda, la alegre, la buena amiga, la chica sin nombre. Ella, la que no murió.
Ella preguntó de nuevo:

- ¿Estás bien?
- Ahora estoy bien ¿Por qué tardaste tanto?
- Estuve sentada, mirándote y pensando que hace tiempo quiero conocerte pero no me atrevía.
- ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Andrea. ¿Y tú?
- Yo soy Sergio.
- Sergio, me tengo que ir a clase y estoy bastante tarde. ¿Vas a estar aquí cuando baje?
- Sí, claro.
- Te veo después.

Allá va otra vez Andrea. Con su inocencia en el rostro y su paso siempre apurado y trepidante. A diferencia de los demás días, Andrea lleva hoy el pelo suelto. Un detalle intrascendente, pero Sergio lo ha notado. Y Andrea lo saludó.

Texto agregado el 28-05-2004, y leído por 216 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-09-2005 jajajaja no me quiero hacer publicidad, lo juro, pero leí esto y no pude evitar pensar que tengo como unos 3 o más cuentos que son distintas versiones de esta misma espera que cuentas, la misma angustia, la misma impaciencia... y siempre uno finales que no terminan de describir nada. pero tu final estuvo buenísimo, estuvo no, está. que siempre se quede, es uno de esos cuentos que se reviven tarde por tarde. me encanta =) eladoscurodelcorazon
22-10-2004 una historia muy tierna, que a muchos nos ha pasado alguna vez...quizá no con un final "feliz"...mis estrellas chicoco***** Lizanka
18-08-2004 umm... no sé. joeya_tempest
 
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