La mirada firme se desfonda.
Vuelve al blanco primigenio de la dada
luz, de la nada cáliz, donde vuelve
-todo vuelve- a erigirse estatua
móvil, arpegio silencioso de lo dado
al asombroso deslumbrar de lo innombrable.

El negro en la silueta, se hace sombra
de la carne de la piel del frío hueso
de la sangre brotando a borbotones.
La silueta se hace sombra y se desvanece
en la penumbra, donde todo se funde
-ni forma ni fondo- y es lo mismo.

La mirada sigue intransigente el mismo curso,
cruza el valle del silencio, la montaña
del estruendo estrepitoso del derrumbe.
Perenne alcanza el blanco -la mirada-
como lanza en arco hasta el centro exacto
del corazón que ya palpita -y no- sobre
el abrazo que ha de ser dado con soltura.

Y lo trasciende,
ascendiendo a los confines
de una órbita
legendaria.