La encontré de casualidad. No se me puede acusar de buscarla. Ni Manuel ni nadie. Ni su hermana Rosalba que fue quien la invitó a la fiesta. Ella acertó a pedir, sin palabras lo que yo estaba dispuesto a dar, aún sin saberlo.
Fue quizá el apagón de aquel año, o su cuerpo o mi soledad al llegar a casa lo que me hizo buscar su roce tibio, su indudable invitación a pasar a su departamento: “llueve afuera” dijo ¿Qué si era mayor que yo? Por supuesto que lo sabía y eso me encantó.

Pamela de la Condesa, de paseo Ámsterdam. He pasado por ahí y tu edificio ya no está. Ni las ventanas pequeñas de tu baño que daba a la calle, ni el tejado rojo ni los dinteles coloniales. Pero está el temblor de mi piel al recordarte, con la luz de las siete de la noche, caminando por las banquetas, estrechas, que me obligaron a verte de pies a cabeza, por detrás, mientras me guiabas por tu parque España.

Está tu sudor, tu ropa íntima, tu aroma… tu rostro impávido al descubrir a Raúl entrando al edificio. A tu Raúl entrando a tu edificio. Y yo como caricatura de película vulgar, corriendo con el resto de mi ropa huyendo de él ¿qué diría mi papá al verme así?
¿Qué digo yo mismo ahora que lo recuerdo? ¿Cobarde? No. No eras mi mujer, eras su mujer.

Ya no estás. Dejé pasar mucho tiempo y solo queda la heladería Santa Clara. He entrado, esperando encontrarte, verte pedir un helado de café, como hace once años.
Pero por favor, sin Raúl.