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Era un adolescente depresivo. Mi padre me impuso el cuidado de dos hamsters recién nacidos que, suponía el buen hombre, iban a ejercer una acción terapéutica. Dos bolas blancas y temblorosas, apiñadas como un solo organismo. Ahí estaban, ajenos a su papel, confusos y hambrientos. No recuerdo el nombre que les puse. No lo usé para referirme a ellos ni para hablarles a través de los barrotes. Eran hamsters y con eso bastaba.

Su jaula era un dúplex con desván cubierto, habilitado para dormir. Abajo se concentraba el biberón de agua, el cazo de pipas y las ofertas de ocio: rueda y algodón. El piso medio resultaba inútil. Al observar su actividad diaria me preguntaba cómo les podía merecer la pena seguir viviendo. Pero, obstinadamente, crecían.

A pesar del espacio de sobra, los hamsters nunca aprendieron a convivir. Acumulaban comida cada cual en su rincón e iniciaban reyertas cada vez que sentían su propiedad amenazada. Uno solía orinar encima del otro cuando estaba dormido. Cuando sus pequeños dientes amarillos maduraron, compitieron por conquistar el territorio hasta que el más fuerte causó una infección a su hermano que resultó mortal. El hamster Caín quedó traumatizado y cada vez que pretendía acariciarle me regalaba una hilera de caquitas.

Consideré que si él había sido tan cruel no se merecía un trato especialmente amable. Invitaba a mis vecinitos y le martirizábamos cariñosamente hasta agotar las ideas. Algunas de las mejores eran las pruebas de gimnasia deportiva, el lanzamiento a las cortinas o el diluvio universal. Sus infructuosos intentos de escapar o esconderse nos hacían reír aunque después de cada sesión debía limpiar las caquitas desperdigadas por toda la habitación.

Aunque el hamster fraticida bebía el agua que le daba y meaba en las piedras que cambiaba, no parecía sentir la menor lealtad hacía mí. Por la noche se escuchaba un frenético repiqueteo. Cuando me levantaba y encendía la luz el animal, lejos de disimular, redoblaba esfuerzos para roer los barrotes de aluminio. Alguien me aclaró que sólo lo hacía para evitar que los dientes al crecer le atravesaran el cráneo. Pero yo sabía que quería escapar porque siempre mordía la misma zona que nunca se desgastaba. Como estaba claro que jamás lo lograría, dejé de levantarme por la noche.

Pero le subestimé. Una mañana descubrí que el techo del ático, de ocumen, estaba perforado. No logró abrir un agujero suficientemente grande pero unas horas más hubieran bastado. Torpemente, coloqué un cómic grueso, encuadernado en tapas duras, encima del orificio. Eso no frustró sus intentos. En dos noches más la tapa de ocumen estaba completamente perforada así como el cómic y el tubo de desagüe del lavavajillas que quedó inservible.

Mis padres, tras descubrir al fugitivo agazapado debajo de los muebles de cocina, me reprendieron duramente delante de él. El hamster homicida, el hamster mezquino, con su cerebro de hamster, burló mi vigilancia. No lo maté. Seguí alimentándole, dándole agua y cambiando su material hediondo. Le dejé en paz unos días mientras preparaba un desafío a la medida de su inteligencia.

Inspirado en una película preparé con todo tipo de materiales un laberinto infinito para la escala de un hamster, desplegado por el suelo de la habitación. Hasta ahora su supervivencia había sido fácil, parasitaria. Ya que presumía de tener una inteligencia tan avanzada, debía ganarse el agua y la comida. Se acabó su confortable dúplex y la esclavitud a la que me tenía sometido.

Seis pipas en cada extremo. Un poco de agua que iba cambiando de lugar. La geometría del laberinto era permutada cada día. Algunas pipas eran cáscaras vacías, algunos cuencos de agua estaban saturados de sal. Sobre algunos pasadizos había palancas que dejaban caer chinchetas y si tropezaba en algunos tramos caerían pesos encima de su cabeza. Algunos callejones sin salida se bloqueaban y era imposible volver atrás.

Mantuve este sistema de entrenamiento aproximadamente durante una semana tras la cual el parásito se rindió. Apenas se movía, ni siquiera trataba de escapar cuando le cogía con la mano. Un velo blanco le cubrió uno de sus pequeños ojos rojos.

Decidí que por fin había educado a mi mascota. Le devolví a su dúplex ahora que podía agradecer la buena vida que les estaba proporcionando. Al día siguiente estaba inmóvil, con el mismo tipo de infección que provocó a su hermano, una descomposición maloliente que invadía sus cuartos traseros. Pasó todo el día durmiendo y resultó difícil determinar a qué hora murió.

Texto agregado el 10-07-2009, y leído por 827 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
25-08-2011 Jo, jo, jo. Conocí a un tío que envolvía con cinta americana a los hámsters para luego sodomizarles, pero tu texto me ha parecido aún más cruel. Muy bien narrado. Egon
06-04-2011 Que hdp >:| -St_Clipper
10-07-2009 un gusto leer lo tuyo, siempre. Aristidemo
10-07-2009 Excelentemente contado no hay duda , pero a mi ver muy cruel ,disculpa me dolió el corazón por esos indefensos animalitos ,(deseo sea sólo un cuento) ,=( mis cariños dulce-quimera
10-07-2009 El cuento es impresionante, 20 estrellas no me permite el sistema. ohayoo
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