No conocías esa parte, porque no habías leído las letras pequeñas, ni menos te atreviste a acercarte a las mayúsculas. Para aclararte el panorama, quise dibujar un mapa con trampas sencillas, pero en kinder usaba lápices con la punta rota. Luego inventé un código que sencillamente olvidé cómo descifrar. No habría forma de que esa parte fuese tuya mientras tanta suposición nos convencía de sus percepciones. Los lentes, claro, faltaron algunos grados para que la vista dejara de ser borrosa y le hallaras solución a mis esquinas o pisaras firme sobre tierras que no eran espejismo. Un día entendí todo, pero no llevaba reloj para sacar cuentas alegres e inventarle una oda al tiempo: estábamos ciegos, y la primera en ennegrecerse fui yo. Lo supe cuando me acerqué a besarte la frente y me encontré con tu boca húmeda. Desde ese instante no quise dejar de mirar, porque todo se veía mejor con las manos. Sentir fue la mejor manera de invitarte a conocer un lugar donde los ciegos abrimos los ojos sólo para medir las distancias entre un beso y un golpe rígido contra el suelo. Nunca fue consuelo abrir los ojos...