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EL LIMBO SEGÚN MAX

Max Baer llegó a Buenos Aires en 1959, un día después de su muerte. Vagabundeó por el puerto, como si hubiese venido en barco contrariando las leyes de la física, farfullando un inglés de agonía, lamentando su suerte. Ningún medio avisó de su llegada. El Gráfico y Goles lo ignoraron. Noticias Gráficas no se enteró. Crítica perdió la primicia. Sí, en cambio, informó su deceso, sin detenerse demasiado en su biografía –los obituarios por acá no son los del New York Times-: una foto antigua del gigantón ex campeón mundial de todos los pesos, su cara de malo y la estrella de David en el pantalón colorado parecieron suficientes.
Max estaba asombrado: nada de lo que veía parecía ser el Limbo, lugar al que debía ir como estación de tránsito, según le notificara el Tribunal.
Supo que necesitaría paciencia hasta que le dieran salida, como en comisaría de pueblo. En la espera, se asombró por ese lugar desatinado. Hordas de bancarios, ferroviarios y obreros de la carne paralizaban tareas para oponerse al presidente, un flaco con anteojos y pinta de inteligente que los ignoraba al tiempo que elaboraba en la tele discursos intelectuales que nadie parecía entender, en tanto la oposición conspiraba, parloteando con la patota militar, cuadro que excedía la comprensión de Max, quien nunca había asistido a un complot del subdesarrollo. Cuando cayó el flaco, vino uno con cara de bueno. Se la pasaba ordenando a los milicos que regresaran a los cuarteles, mientras los desacatados seguían con sus juegos de guerra, sin prestarle atención. Después hubo un presidente de pelo blanco pero aún joven, quien con astucia se disfrazó de viejo para pasar desapercibido y evitar que lo voltearan. El truco no le duró mucho. La saga siguió con presidentes entorchados o civiles, incapaces de comprender la realidad. Los militares guerreaban entre ellos con fuegos de artificio, pero usaban balas de verdad para reprimir a la gente, hasta que la emprendieron contra Inglaterra.
Así les fue.
Después de eso, Max vio como llegaba un bigotudo que decía cosas parecidas a las del flaco que nadie había entendido. Pero, al rato que estaba, también le empezaron a hacer huelgas y la vida imposible. Desarrollo y modernidad, prohibidos. Max comprendió al fin que ese era realmente el Limbo, un lugar suspendido en el historia, fuera del mapa, un país nunca nacido, poblado de egoístas, vagos, timadores y haraganes, lazy mother fuckers.
James J. Braddock apareció mucho después, en el mismo sitio, al morir en 1974, tan desconcertado como Max, pero más viejo. Tenía casi 70 años, contra los 50 de Max. Alguna vez habían sido contemporáneos. James había nacido en 1905, Max en 1909, pero aquel había vivido mas, y ahora era un anciano.
El día de la Virgen, ya fuera del Dock, arrastrando su cuerpo por Paseo Colón, vio a Max en un viejo almacén que no era el del tango ni Max ahogaba sus penas en alcohol: manducaba con empeño un inmenso plato de pescado. Tal vez no era Paseo Colón, y sí Leandro Alem, y no un viejo almacén, sino el Restaurante Dorá. Max había cambiado mucho, pero James lo reconoció enseguida. Ayudado por su añeja memoria, gritó su nombre completo: “Maximilian Adelbert Baer”. El cincuentón no supo de quien se trataba hasta que el viejo se identificó; entonces gimotearon y se abrazaron. Se quedaron en el boliche hasta tarde, contándose sus extraños destinos que sólo uno y otro podían comprender.
Así pasaron años. Formaron una pareja rara e inseparable. Dos yanquis pobres, aporteñados, detenidos en el tiempo, que esperaban la señal que los sacase de aquí, corriendo la coneja para sobrevivir, o sobremorir, porque ambos habían muerto ya. Intentaron todo, hasta poner una agencia de detectives para buscar esposas infieles a la usanza de Black Mask, a la que nombraron, sin imaginación, Pinkerton. Su sino los había convertido en tipos de tristeza infinita, patética, de dolor hasta el hueso, ambos tan solitarios y abatidos como pudiera uno imaginar. Era para ponerse a llorar de sólo mirarlos. Max no había visto convertirse a su hijo en Max Baer Jr, en un famoso de Hollywood, pero supo que así había sido mientras penaba en el Limbo. Hubiese querido pavonearse con él por las alfombras rojas, fanfarronear con inmensos cigarros, ambos celebrities, movie stars. Vivir la vida. Se había muerto de golpe, frente a un espejo, cuando se aprestaba a debutar en televisión. Había filmado muchas películas y pasado por el boxeo sin secuelas. Todo le sonreía cuando la parca se topó con él. Encima, la duda del Tribunal era en si misma una condena absurda e injusta. James, en tanto, añoraba su calidad de ícono de la honestidad y la templanza -¡virtudes que el Tribunal puso después en suspenso!- el Hall of the Fame, el calor de la familia, el modelo para la sociedad, que lo habilitaban para sortear el Limbo.
Los conocí un día mientras paseaban por Florida, confundidos entre los transeúntes, antes que esa calle se convirtiera en un show exclusivo para turistas de día, y en paraíso de mendicantes y cartoneros por las noches. Me dijeron quienes eran. Supuse que estaban locos, pero un poco por temor a perderme la aventura y mucho por la fascinación de sus figuras –tenían puestas sus viejas batas de los años treinta sobre ropas raídas- los invité a tomar café a mi departamento, un sucucho oscuro y sucio ubicado en San Martín y Viamonte, que habitaba desde que mi familia en olímpica conjura me echara de casa. Max me contó algo así como que “con éste nos hicimos amigos en el Limbo. Un par de malentendidos nos mandaron acá. El Tribunal de admisión dispuso que hasta que terminara la investigación sobre los hechos, debíamos esperar en el Limbo. Eso terminó por unirnos. En vida yo casi no lo conocía, él era un boxeador retirado, pero cuando volvió a pelear, me pareció un contrincante adecuado. Quería algo sin riesgos, seguir campeón. An easy payday. Las apuestas estaban 12 a 1. El under dog era él. Yo era Baer, el carnicero que había matados dos tipos a trompadas. La autopsia que le practicaron al primero comprobó que se le había desprendido el cerebro. Eso me dolió, tuve pesadillas, ayuda médica, nunca se me ocurrió que podía matar en una pelea. El segundo quedó tan mal que murió después de enfrentar a Primo Carnera, quien no le pegaba a nadie, un campeón de papel, un idiota a quién después destruí ¿A quien tenía enfrente cuando peleé con Braddock? A un pesado chico, un medio pesado, que había pretendido ese título, y encima perdido. Después estuvo años peleando, pero contra la Gran Depresión. Peleaba contra la vida para comer. Laburaba de cualquier cosa, menos de boxeador. Tenía las manos medio rotas, un hambre de fábula, y una familia tipo. Volvió de casualidad y le ganó a unos guys que iban en ascenso, y por ello él y su manager, un pequeño judiuelo de New York aceptaron la pelea. Era gratis, estaba terminado. Yo también lo creí, y aún creo que tenía razón. Pero cuando entré al Madison Square Garden Bowl de Long Island, al aire libre y vi a todos esos irlandeses zaparrastrosos que tenían fe en él, supe que era quien les permitiría seguir viviendo. Entonces no pude, buddy. No es que me beneficiara de las apuestas jugando en mi contra, como investiga el Tribunal; no entregué la pelea, pero no fui el carnicero de otras veces, aunque si el payaso de siempre. No podía. Lo veía animoso, determinado, como si tuviese enfrente al ex presidente Hoover –a quien todos queríamos matar- y no a mí. La gente gritaba. Peleamos todos los rounds hasta el fallo. En el fondo de mi corazón casi me alegré que ganara, en algún momento fui uno mas de la multitud que vivaba al Cindirella Man, el héroe anónimo que les devolvería la esperanza, al menos había uno, Braddock, que se escapaba de Villa Hoover y toda esa porquería de barrios de emergencia instalados hasta en el Central Park”. Braddock agregó: “sobre mi, el Tribunal puso en duda otra cosa también. Cuando defendí el título contra Joe Louis, primera y única defensa, tenía 32 años y él 23. Supuse que me ganaría fácil, por lo que hice incluir una cláusula según la cual el 10% de todas sus ganancias futuras sería para mí, como condición de darle la chance. El Tribunal no objetó mi astucia de comerciante, pero sospechó que me dejé ganar para vivir de rentas. Lo tiré en el primer round, y eso confundió. En realidad fue un lucky punch. Después me noqueó en el octavo”.
Mantuvimos con Max y James nuestra relación. Siempre dudé de la cordura de ambos, y en parte de la mía al invertir mi tiempo en largas charlas con semejantes tipos, involucrados en una situación inverosímil, agravada porque insistían que mi país era el Limbo. Hasta que las señales que esperaban llegaron, con sello argentino.
La madeja se desenredó en 1992, cuando Max, a quienes unos curdas del Bajo habían convencido que los judíos se ayudan mucho entre ellos y llegarían a dominar el mundo, decidió mitigar su pobreza enarbolando a su abuelo judío y el hecho que una de sus películas había sido prohibida en la Alemania nazi porque trabajaba él (o porque en la realidad le había dado una paliza al héroe preferido del führer, Max Schmelling). Bajo el sol del otoño porteño se encaminó a la Embajada de Israel, para tantear el ambiente, y encontró su segunda muerte –su partida- en lo que se llamó el primer atentado.
James se había ido antes, en 1986, cuando una patrulla perdida de la dictadura, renegada de la democracia, lo encontró borracho cerca del Big Ben de Retiro cantando Molly Mallone, en celebración del triunfo argentino contra los ingleses por 2 a 1. Su “In Dublín fair city...” les pareció sospechosa, pensaron “por algo será” y lo “chuparon” para siempre.

Texto agregado el 23-07-2009, y leído por 147 visitantes. (0 votos)


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