Sus ojos querían abarcarlo todo de sólo una vez. Yo veía y era sus ojos. Me contemplaba en silencio, en una actitud que espejaba la mía, un hombre que no tenía contacto con otro ser desde el momento de enviudar, diez años antes de esa mañana en la que el cielo había extraviado algo en mi suelo y uno de sus ángeles más hermosos parecía haber descendido a encontrarlo.
Si así era, el mismo cielo intentaba dejarlo en la Tierra un tiempo. La lluvia no cesaba cuando ya se hacía el mediodía y mi huésped, vestida de pura luminosidad, no había dicho palabra aún. Sentada simplemente frente a mí, sus ojos orbitaban la habitación haciéndose conocedores de todo lo que la componía y a veces, cuando yo parecía distraerme en el aguacero actuando para nosotros a través de la ventana, posaba esos azulados ojos sobre los míos, pero por más y más que nos examinamos, no nos pudimos descifrar...
No lo sabía, no. Ella no pudo responder a mi pregunta y miró para sus adentros. Inquiriéndose a sí misma, comenzó a mostrarse nerviosa y sus cejas se arquearon con esa forma que revelaba su propia incertidumbre.
Con vergüenza escondió sus ojos zarcos tras sus párpados y por fin entonces, esa tonelada de luz sentada frente a mí dejó libre al ángel que era su voz.
No, no lo sabía y pronto descubrimos que no sabía nada más. No solo su nombre. Eran su atuendo, su origen y la razón de ella en el bosque, todo… el mismo misterio.
No importa ya como fue que decidí bautizarla puesto que ningún nombre era relativo a su belleza, ningún apodo fruto de pureza iba a reflejar al pronunciarlo esa hermosa cara de tristeza y su expresión desorientada, casi nerviosa, de aquél que parece ver su destino en todas direcciones y no puede tomar la decisión de seguir alguna…