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Seis y media de la mañana. Estoy con mi madre donde la famosa y conocida señora Chelita, si mal no recuerdo, en avenida San Francisco, en Santiago. Miro a mi madre enojado y le pregunto por qué teníamos que esperar tanto rato sentados y tan temprano además -calladito hijo, esta señora me va a decir que podemos hacer por mi papá.- Mi abuelo materno tenía cáncer al estómago, se lo habían diagnosticado algunos meses atrás varios médicos y lo habían enviado a su casa, a morir. Mi madre, luchadora infatigable, siguió las instrucciones dadas en el hospital, y junto a mi abuela y a la familia toda, lo cuidaron, le dieron sus medicinas y lo acompañaron. Aún así, decaía día a día, y noche tras noche era una peregrinación al dolor físico para él, y al dolor moral para todos quienes lo rodeábamos. Al fin, luego de más de una hora de espera nos hacen pasar, la señora Chelita toma el frasco con orina sanguinolenta de mi abuelo, que mi madre llevaba, ya que esta curandera leía “las aguas”. Lo observa a las luz concienzuda y seriamente. -humm, su padre está mal, damita. Muy mal, pero algo podemos hacer- mira sonriente a mi mamá y le dice –Dios siempre ayuda- y le entrega un montón de hierbas empaquetadas y un horario para determinar cuándo y cómo dárselas a beber a mi abuelo, remojadas en agua, como infusión. Litros y litros de agua de hierbas bebía mi abuelo.

Después de unos meses, mi madre supo de unos monjes brasileños, que operaban de manera espiritual, a distancia inclusive. Vi como mi abuela y mi mamá ordenaban, ponían manteles albos y relucientes sobre una mesilla de noche, además de velas, y vasos con agua. Parte del rito era bañar a mi abuelo con sales gruesas, cosa que se hizo rigurosamente. El silencio fue inmenso durante un largo rato, pues a esa hora precisamente, los monjes ejecutaban su procedimiento milagroso, casi podía sentirse alguna presencia etérea. Al otro día mi abuelo decía sentirse mejor. Y se veía en verdad, de mejor talante.

Poco tiempo después del dictamen lapidario de los médicos, mi madre hizo una Manda a la Virgen del Carmen, que vigila a los sanantoninos desde la altura, en un inmenso cerro en la parte posterior del cementerio.-Virgencita linda, deja a mi papito vivir un tiempo más y subo el cerro, de rodillas, hasta tu estatua-. Y así lo hizo, subió el cerro hincada, sufriendo dolor, sangrando, llorando, creyendo, confiando en la Virgen y su auxilio. Hasta el día de hoy sufre de dolores en sus piernas, debido a aquel acto extremo de fe y esperanza. A cambio de este sacrificio de carne y espíritu, la Virgen le regaló tres años más a mi abuelo. O tal vez fue la señora Chelita, con sus hierbas y mucha fe y valor.

Pasaban los meses y mi abuelo sufría constantes y terribles hemorragias, producto del deterioro interno, provocado por el cáncer. El dolor iba en aumento, dolores inimaginables e injustos, a la par con el menoscabo de su cuerpo, ya que su mente estuvo lúcida casi hasta el final de sus días. –No doy más del dolor, quiero morir, déjenme morir-. Yo lo escuchaba oculto, y temblaba ante esa frase, y apenas podía imaginarme cuánto sufría. Empezó a confiar en Dios, mediante la presión de la familia. - Papito, tiene que tener fe para poder mejorarse –le decía mi mamá, aún sabiendo que la muerte lo observaba y esperaba poder llevarlo pronto a sus dominios.

La casa se llenaba de gente; la familia, los amigos, los conocidos, los vecinos y algunos ancianos, muy pocos y que aún estaban vivos y pertenecían a la generación de mi abuelo. Porque él, ó Papito Miguel, como le llamé siempre, ya tenía en esa época más de ochenta años. Me río mucho al recordar que su número de carné era el cuatrocientos setenta y seis, si mal no recuerdo. Otra cosa que recuerdo con mucho cariño, era su carácter de niño –Cristian, juguemos con tu autopista- yo me sonreía y compartíamos el juguete en medio de gritos y frases chistosas. Luego se ponía un gorro azul mío y se sentaba a escuchar corridos mexicanos. Yo lo observaba, y a pesar de su entereza, se notaba que sufría mucho. Su mirada hablaba de dolor, cansancio y desesperanza. De todas formas me relataba su vida y su juventud; su trabajo en los trenes, los accidentes ferroviarios en los que había ayudado y el largo viaje que tenía que hacer en una locomotora para poder ir a visitar a mi abuela, cuando eran novios. Yo abría los ojos maravillado cuando me contaba que para poder bajarse tenía que arrojarse con el tren en marcha, ya que en ese lugar no había estación y no podían detenerse.

Ya en la segunda mitad del año mil novecientos ochenta, empezaron a aplicarle morfina, por razones obvias; los dolores lo consumían, las hemorragias se intensificaron, se retorcía en medio de ese calvario y solo esta droga lo calmaba. Mi madre, mi abuela, mis tíos y tías, suplicaban a Dios que lo cuidara y no muriera. Y la muerte en este caso venía a ser un alivio para mi sufrido Papito Miguel. Cada día y cada noche era un tormento, mi abuelo sufría, pero Dios sólo observaba y no se lo llevaba. Hasta que un sábado veintiocho de febrero de mil novecientos ochenta y uno, y acompañado de toda la familia, murió en medio de dolores tremendos, puesto que la morfina casi no hacía efectos, debido a lo avanzado del cáncer. Vivió un tormento indigno que nadie merece vivir, menos él, que fue un hombre simple y bueno. Cuando supe que había fallecido, en mi mente de niño de trece años pensé que lo más probable es que iba directo al cielo, en un tren rápido y sin paradas intermedias.

Texto agregado el 30-07-2009, y leído por 247 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
02-08-2009 Claro que estos sufrimientos no justifican ningún premio en otros mundos. Una historia contaba con mucho realismo. Saludos! manndrugo
01-08-2009 Te felicito! Has sido capaz de emocionarme con tu relato y me doy cuenta que es una experiencia vivida que me hizo recordar la mia con la enfermedad de mi padre! Confieso que no pude evitar derramar más de una lágrima mientras lo leía ávidamente. 1000 * tursol
31-07-2009 Un relato que toca las fibras más sensibles. fulana
30-07-2009 Una historia conmovedora, relatada con el corazón en la mano. Me agradó leerte. ZEPOL
30-07-2009 La desesperación nos lleva a creer en lo que nunca creímos. Buena narración, sentida, la parte de nieto y abuelo jugando me estremeció. La_Aguja
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