Los niños del coro fueron los primeros en verlo caer. Abrieron sus diáfanos ojos y sus boquitas dibujaron círculos perfectos por donde, como ráfagas de luz, escapó un lamento atronador que rebotó en todas las frentes y en todos los rincones.
Se levantó del suelo con dificultad, con movimientos torpes como los de un animal recién nacido y cuando al fin se puso de pie lo vieron caminar, descalzo, con los miembros ateridos por tantos años de inmovilidad y frío, tambaleándose un poco, describiendo formas en el aire con los brazos extendidos, salpicando el suelo con la sangre casi negra de sus manos.
Se levantaron todos para dejarlo pasar entre ellos, asombrados de sus ojos oscuros que pestañeaban heridos por el Sol matutino, que se colaba sin piedad, con todos los colores posibles por los santos vitrales.
Entonces arrancó una de las púrpuras cortinas y se la echó sobre los hombros como un manto, se esforzó por recordar cada expresión y cada rostro, cada partícula de luz que incendiaba la pared que había sido su dulce vitrina y su prisión y al llegar a la puerta se volvió hacia la multitud enmudecida y bendiciéndoles en su idioma ya muerto les lanzó una sonrisa.
Luego abrió las puertas y con los ojos entrecerrados recibió el beso del Otoño sobre la cara, y ya no sintió ni culpa ni pena, después de todo él sabía que no comprendían, que la gente no podía entender la tortura de haber sido crucificado cada Domingo durante los últimos dos mil años por una causa que después de tanto tiempo, nadie se había preocupado de seguir completamente. |