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Una tarde de Febrero de 2008 en la Biblioteca.

La hoja de papel en las manos, la mirada fija y vacía son palabras que no le hablan, ahogadas en las páginas que va pasando, las palabras puestas como cometas que ya no vuelan.

Su mundo de silencio y de imágenes que nacen y mueren en el mismo instante, una breve imposición que lo es todo para mí, pero para él quizá una situación ajena.

Pasajero de otro mundo, las palabras para él son sólo una pálida bitácora, trata de comerse el papel, quizá le hablen hoy. Las palabras saltan para salvarse, ríen egoístas, no hay palabras, el desahogo es más seco, una cara brillante y ojos ansiosos, es un hombre-niño que se ha quedado dormido en su libro de cuentos.

No sé leer me dice -y baja la cabeza- mis manos se ponen ásperas y mis ojos se duermen. Le ayudo entonces a buscar un libro con ilustraciones y pocas palabras. Me veo caer, mis propias palabras se quedan en un callejón angosto, robadas, mi angora afila sus uñas, me quedo quieta para que no me aruñe el suplicio de su carencia. Con 32 años de pequeño-grande, con mucho tiempo escondido en sus bolsillos, ajeno a crecer, el más discapacitado de todos, no tiene oportunidades.

Ya no hay paciencia en el mundo para esperar su deletreo a los 32, no hay cuentos para grandes que puedan entender a un niño guardado. Olfatea el libro, lo toca, trata de descifrarle, es como su mejor amante, como su mayor frustración, ve palabras que no reconoce pero con un sentimiento de amor las visita ciertas tardes en la biblioteca.

Me pide que le ayude con otro libro, se acerca la bibliotecaria y se ofrece a ayudar, él esconde de nuevo sus gestos en la oscuridad, en el tedio. Le salvo, doy gracias a la bibliotecaria y afirmo que lo acompaño, me siento dolorosa, quiero donarle mi cerebro, tomo otro libro de ilustraciones y me siento cerca para leerle al niño que se ha quedado guardado en su pecho.

En esa pequeña tarde he sentido el peor de mis miedos: abandonarle. Era duro imaginar cómo había podido sobrevivir a tantos años de letras ciegas, cómo su mundo se reducía a un dibujo prójimo de la expresión, pero solo, desierto, sin palabras que le cuidaran o le resguardaran. Lo imagino en su casa de puertas cerradas, de velas apagadas, con su disfraz de árbol asfixiado.

A veces cuando me distraía de la lectura pensaba en mi situación y de cómo sin leer quizá hubiese sido imposible regalarle a la vida un sabor distinto, pero él había sobrevivido a la inanición completa de las palabras.

¿Qué le impulsaba a estar en una biblioteca justo ahora? Qué sentir le obligaba a querer derrumbar su mundo iletrado después de tantos años? A qué vida de gato no había sobrevivido?

Me quedaría con la duda. Mejor me guardo mis preguntas me decía a mí misma, pues no quería arruinar los ojos de niño que ahora nadaban en el papel con el dibujo y mis palabras, era como un niño al que se le extienden brazos para que camine, para que sobreviva a la oscuridad de los pasos que no se dan, como el niño que encontró motivos limpios en su juguete y por alguna razón no lo dañó.

Juan Miguel Atehortúa se llama, vive en la vereda Tablacito, trabaja en su pequeña finca todos los días y a veces en las tardes cuando termina sus labores, tiene que bajar al pueblo a comprar la insulina para su mamá Mercedes. Es que la matica de acacia que toma ya no le sirve, dice.

Juan Miguel aprovecha ese tiempito extra que le queda después de sus mandados y busca lugares tranquilos como la biblioteca… y aunque no sé leer – dice - disfruto venir a ver a los niños deletrear y además me gusta el olor que tienen los libros. Su sonrisa se deja adivinar un poco. Ay…si supiera lo que significa que las palabras te acompañen, que te consientan, que te maten.

Juan Miguel es un hombre sereno, de estatura baja, de manos pequeñas y de ojos brillantes y tristes, parece con alma de esclavo. Dice que no estudió, que como sus padres nunca necesitaron de ello, nunca lo mandaron a la escuela.

De doce hijos el quinto, la gran excepción, al que le quedo un vacío, una pizca de duda, una pequeña ambición que todos los días trata de tragarse de un bocado al olvido. Quise ir a la escuela, tener una mochila y un cuaderno, apagar la risa y el horror que nace cuando digo “no sé leer”.

Sus dedos dormidos. Parece pesar más el lápiz en sus manos que el azadón.

Ya comienza a caer la tarde y Juan Miguel tiene que irse, me mira con aire de nostalgia y aprieta mi mano con fuerza para agradecer. Es un momento agrietado y casi doloroso, se pone de pie, contempla el libro por última vez.

Una mirada limpia acompañada de una sonrisa me regaló, comprendí allí que dejé una curiosidad más profunda y que desde ahora el mundo volvería a nacer para Miguel. Un mundo con palabras volando sobre palomas, un mundo donde su amor más anhelado ya no sienta temor de abrir sus páginas.

Nos despedimos entonces y desde la calle del frente, agitando la mano, casi gritando me dice: gracias, voy a buscar quien me enseñe a leer.


Texto agregado el 10-08-2009, y leído por 117 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
12-08-2009 Es precioso este texto contado tan bellamente que conmueve , me encanto =D mis cariños dulce-quimera
11-08-2009 Un relato muy tierno, bonita historia de Juan Miguel****** JAGOMEZ
 
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