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¡Secuestrado, qué increíble! Lo que tanto temiera la vieja al fin ocurría. Y por gente fina, ¿eh? Nada de chapuceros, profesionales. ¿Cuánto valdría? ¿Cuánto le sacarían al viejo? ¿200.000? ¿Más? ¡Pobre, qué bajón! Él, que lo había hecho todo por la familia, ahora tener que perderlo así.

Juan Andrés se levantó y apoyó nuevamente la oreja en la puerta. Silencio, un ruido indescifrable, más silencio. Volvió a la cama y continuó repasando, no podía perder detalle. Tendría que contárselo a mucha gente, los amigos, a los compa y quizá también a los profes. Y por supuesto, a sus padres, a sus hermanos… Es más, la casa estaría llena para recibirlo: el Doctor, abuela, los tíos, los primos, y Magdalena que andaría por ahí chusmeando mientras servía; todos querrían saber. ¡Ay, primo, qué historia! ¿Y la policía, estaría al tanto?

¡Lolo, Maxi, escuchen! A lo grande che, me trataron a cuerpo de rey; esos tipos sí que sabían lo que hacían. Yo estaba en la nave del viejo con la radio al mango… El sábado, de mañana, en el estacionamiento del súper. La vieja estaba adentro… ¡Sí, una suerte, si no le da un ataque! Bueno, apareció de golpe y me lo puso acá, así; te agujereaba sólo de apoyártelo. ¡Cerrá los ojos!, me dijo... Y lo hice, ¿qué querés que hiciera? ¡Sos bobo, mirá si iba a arrancar el coche! El tipo abrió la puerta, me pidió que bajara, que no mirara, que me dejara llevar. Enseguida paró una camioneta de esas que abren de costado y ¡zás!, pa´dentro.

Volvió a escuchar en la puerta, revisó el baño, otra vez a la puerta y se echó en la cama. Claro, cómo no iba a estar enterada la policía. ¡No señor, no podría decirlo!; eran tres hombres mayores, como de treinta o cuarenta años. No, nunca los vi. No sé, me llamó la atención que no eran reos, más bien parecían educados. Como profesores o empleados de banco; ya sabe, como los de donde fue director mi padre. No, ninguna seña particular. Sí, hice todo lo que me pidieron. ¿El lugar? Bueno, parecía el cuarto de servicios de un apartamento grande. Dormitorio y baño, en un piso alto; subimos mucho por el ascensor. No, ni idea. No, no tenía ventanas y la banderola del baño estaba atada; pero entraba poca luz, como si diera a un ducto. Le habían sacado todas las cosas de la pared. Estaba la cama, una mesita de luz vacía y un ropero cerrado con llave. No, nada más, estoy seguro.

Saltó a la puerta, puso una oreja, la otra, nada. Como si no hubiera nadie; pero estaban, estaba seguro. Metió la mano en el pantalón y comenzó a rascarse; se sentía raro sin ropa interior. Lo habían metido en el baño y obligado a desnudarse. Por la puerta fue tirando prenda tras prenda hasta quedar en bolas; en ese momento se asustó. Tuvo que entregar el reloj, la pulsera, el anillo, la cadenita… Todo, todo. ¿Se lo devolverían al final? Cuando salió ya se habían ido y encontró sobre la cama un pantalón deportivo usado.

¡Ay, má! Sí, la comida era buena; de esas que se compran por ahí. Sí, bastante, con postre y todo. Claro que estuve limpio, podía bañarme todo lo que quisiera; qué otra cosa iba a hacer. ¿Puedo ir al recital? De rock, má, en Buenos Aires. Con Maxi y Lolo, ¿te acordás que compré el paquete? ¡Pero cómo me van a raptar de nuevo!, te crees que soy bobo. ¡No, no me saques hora!; estoy bien, no preciso terapia. Lo siento viejo, caí como un angelito; pero quién se iba a imaginar, ¿no?

¿Y la prensa? No, ni pensarlo. El viejo jamás permitiría que su familia apareciera en el informativo. Al principio todo bien con los sociales, pero después, con el asunto del Banco… Bien que había temblado por culpa del periodista que anduvo husmeando largo rato. Por suerte, todo quedó tapadito, tapadito.

Entraron de madrugada en la más absoluta oscuridad, recién se había dormido arto de desvelos. Lo destaparon, le arrancaron el pantalón, se le echaron encima. ¡Callate, callate y colaborá! Malgastó las fuerzas inútilmente, sollozaba pautado por las quejas de sus agresores. No sabía qué hacer y ellos tampoco; fracasaban una y otra vez. El dolor prendía en todas partes: en las ingles, en la nuca atenazada, en los brazos retorcidos; por las rodillas que le incrustaban en una pierna, en las costillas, en la espalda; era un globo oprimido a punto de estallar. Por fin, unos dedos lo abrieron brutalmente…

Vio el culito de su hermano deformado por la mano de su madre. Tendría cinco o seis años; “¡no, mamita, no!” Espantado, daba vuelta la cabeza sólo para verlo a él, para rogarle con la complicidad innata entre dos varones. Su hermana, ya señorita, ayudaba a sujetarlo. “¡Andate Juan Andrés, andate!” “¡Andate vos!” Y todo mientras su madre, melena rubia que susurraba palabras dulces, le introducía el supositorio. ¿Gritaba de dolor o de vergüenza?

Dolor es el principio, la resistencia animal; el supositorio es el crimen de la cura. ¡Tragá, tragá que son calmantes!, le decían. Quedó como lo dejaron, suicidándose en un shock voluntario. Las nalgas erizadas, el frío de la noche entrándole piadoso, calmándole las punzadas del desgarro. Todavía podía sentir el reflujo del líquido que se retiraba. Ese chorro que fuera caliente y que ahora se enfriaba enfriándolo, que le empapaba el vientre y la cama. Lo habían orinado en lo más profundo.

¿Por qué? La pregunta despertó con él, doliendo como las entrañas y los moretones. Respuestas ramificadas desde la monstruosidad se abrían paso por los campos fértiles de su bronca. Echado de lado, apenas comía de vez en cuando una papita frita helada, sobre el regusto de más calmantes hallados con la bandeja de la comida; lo mismo hubieran dejado la puerta abierta. Comía como se quería comer esa desgracia que no entendía. ¿Es que el viejo no había querido pagar? ¿Estaba regateando? ¿Entonces por qué no lo dejaban hablar con él? ¡Él le diría que pagara, que lo matarían, que estaban dispuestos a todo! Al fin y al cabo la plata ni siquiera era suya. ¿Sería una venganza? El viejo se había embolsado mucha guita de los ahorristas, ¿pero él qué culpa tenía?

Todas las películas que había visto acudieron para que imaginase como escapar, como matarlos haciéndolos sufrir hasta lo último.

Comió otra papita. ¿Pero si querían sexo, por qué no habían secuestrado a su hermana, que tenía veinte años y era bonita? ¿Serían degenerados? ¡Mierda que se iba a bañar! Cagaría sólo para no limpiarse… ¡ay, qué dolor tener que ir al baño! Soltó la papita. ¡Huelga de hambre, eso! Lo soltaban o se moría allí mismo; irían a la cárcel para siempre. ¡Lástima que no hubiera pena de muerte!

Por la puerta del baño se iban las últimas gotas de luz. La oscuridad crecía inexorable, el ropero ya era el fantasma de una mancha. Tenía la cabeza embotada por los calmantes y por los pensamientos, pero permanecía en la vigilia de los ruidos esporádicos. Hubiera querido fumar como Lolo o beber como Maxi. Hubiera querido hacer una ventana como el albañil en la barbacoa, una ventana para arrojarse a la libertad aunque fuese la última.

Oyó los pasos, ¡venían! Se preparó para golpearlos, el dolor le daba coraje. Sin embargo la puerta se abrió sólo un poco.

-¡Hijos de puta! -les gritó.

-Tranquilo, tu padre va a pagar, pronto te vas.

Una larga pausa de alivio lo aflojó. El hombre seguía en la puerta como la pregunta.

-Entonces,… ¿por qué?

-Porque ustedes son siempre los mismos y cuando vos estés arriba, mucha gente va a depender de lo que hagas; personas que nunca verás y que no sabrías lo que pueden llegar a sufrir.



Texto agregado el 14-08-2009, y leído por 417 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-08-2009 Es un cuento que atrapa. Si bastasen unos supositorios para éstas gentes?... Al menos se desquitaron un poco su coraje, su impotencia. Buen cuento. Bien logrado. Saludos. Azel
 
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