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Hay pocos placeres tan dulces como ver que algo malo le pasa a los poderosos. Nos mantienen a tanta distancia que casi no los consideramos humanos. Tras sus rejas eléctricas hay guardias, sirvientas, asistentes, médicos, aseadores, ingenieros, todos empleados para satisfacer sus necesidades por poco más que el orgullo de estar en contacto con su riqueza. He escuchado que viven con todo tipo de lujos imaginables: joyas, ropa, animales de granja, agua potable y gasolina.

Fue por eso que disfrutamos cuando se reveló la noticia de su agonía. Sus cuerpos fallaban, un órgano a la vez, progresivamente, hasta morir. Su aislamiento los hizo frágiles, y cualquier bacteria que entra en contacto con ellos los puede matar.

No pueden culparnos por reír cuando escuchamos que estaban muriendo. Algo creció al interior de sus casas selladas que los comenzó a matar. Algo a lo que nosotros, la carroña, no parecía hacer daño alguno.

Celebramos sus muertes, agradecimos la justicia divina, el ciclo kármico, nos alegramos de lo que les venía encima por ser unos puercos arrogantes. Celebramos y bebimos y nos embriagamos en nuestra felicidad hasta que ellos pusieron orden.

Fueron rápidos en crear la ley indica que en cuanto estamos en riesgo de muerte, la donación de organos es obligatoria. Nosotros votamos por esa ley, porque los millonarios saben lo que es mejor para todos.

Los médicos asumieron su rol social, cubriendo la demanda de los ricos moribundos con todos los organos que se podían reemplazar con los nuestros.

La solidaridad de los pobres se olvida en cuanto llegan los momentos de dificultad, como es natural, así que desconfíamos de mostrarnos débiles y sabemos que hay buen dinero en revelar a un enfermo, en llamar a la ambulancia y hacer desaparecer a tu prójimo. Sabemos que hay buenas cosas que se pueden sacar de las casas de aquellos que se llevan a urgencias y que no regresarán.

También sabemos que los soplones amanecen con el vientre abierto y vacío en las azoteas, sus entrañas quemadas o comidas por los buitres. Todo eso lo sabemos. Pero los ricos pagan bien por los órganos. Nos necesitan.

Es por eso que tiemblo ahora. Un grito de dolor me despertó esta noche. Mi espalda duele. Mis ojos no ven muy bien desde hace mucho, mis manos tiemblan, pero no soy yo el que gritó. Es mi hija, que tiene una caries y no puede soportar el dolor.

Busco las pinzas, arranco la muela podrida y le pido que sea fuerte, que no grite, que no llore más, que se esconda. Tengo la estúpida fe de que todo va a salir bien y nadie va a llamar a los médicos.

Puedo escuchar a la ambulancia que suena a lo lejos, a mi hija llorando en el armario. Voy hasta la cocina, saco las tijeras, algo de cinta para las tuberías y le tapo la boca. Las sirenas se acercan. Me voy hasta la entrada con las tijeras en la mano y no sé realmente lo que voy a hacer después. Pero por ahora, gritaré de dolor.

Texto agregado el 18-08-2009, y leído por 118 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-08-2009 La narrativa crea ciertas expectativas y satisface la incertidumbre. Te felicito. peco
18-08-2009 interesante LlenadaCorreCaminos
 
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