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No había mucha gente caminando por el barrio. Doña Valentina miraba el noticiero de la tarde. Vivía en una casa, con un jardín por delante y rejas al frente. Miguel, parado en la medianera, escuchaba a Claudio:
-¡Dale, saltá!
-¡No, pará!. Me parece que está la Vieja
-¡No seas cagón!, Saltá, agarrás la pelota y la pateás rápido para este lado.
-Sí, claro, que fácil lo decís. Bajo y, ¿después cómo subo? Este lado de la pared tiene pinches.
El diálogo entre Miguel y Claudio se cortó por la voz de doña Valentina.
-¡Qué hacés ahí, delincuente, ahora le voy a contar a tu mamá! –gritó la Vieja, con su voz chillona, asomada en la ventana del living.
Claudio salió corriendo hacia la derecha, en su misma dirección venia doña María con el changuito de la feria. Por esquivarla, trastabilló y cayó sobre unos Don Diego de Noche. Se levantó, sacudió los pantalones y siguió la carrera.
Por su parte Miguel, parado sobre el paredón lindero a la casa de Doña Valentina, analizaba la mejor forma de tirarse desde allí sin romperse un hueso. Tomó coraje. Saltó. Como le había enseñado su hermano: los pies juntos y amortiguando el golpe contra el piso con la flexión de las rodillas. A pesar de eso cayó hacia adelante y dio una vuelta carnero en la vereda. Se levantó y salió corriendo en dirección contraria a la tomada por Claudio.
Siguió corriendo, la bomba explotó a escasos metros de la carpa. La onda expansiva lo arrojó por el aire. Voló cerca de cinco metros.
La mañana se hizo noche. Miguel vió todo oscuro, sintió sobre su cuerpo una lluvia de piedras y barro. Sólo los destellos de las explosiones, producían claridades.
Buscó a Claudio, estaba a tres metros, con un gesto señaló el refugio. Cuerpo a tierra se arrastraron hasta entrar en el pozo, les zumbaban los oídos. Comenzaron a temblar de terror, que es un frío mucho más profundo.
En el continente, la tele difundía “Las Veinticuatro Horas de las Malvinas” con Cacho Fontana y Pinky de conductores
-Estoy muerto de miedo, loco –dijo Claudio mientras encendía, como podía, unos particulares 30
-¿Vos solo? –contestó Miguel.
Desde el refugio se escuchaban gritos provenientes de la pista de aterrizaje. Llantos. Dolor. Confusión. Olor a pólvora. La guerra comenzaba.
Al tiempo que maldecía, Miguel gritó -¡Me duele muchísimo la cadera!
-A mí, la espalda, -le contestó Claudio y agregó- creo que tengo algo roto. ¿Qué hacemos?
-Qué se yo –respondió Miguel buscando a la muerte dentro del pozo.
-Salgamos de acá –dijo Claudio
-Dejame que me asome para ver como esta todo –comentó Miguel
Miró hacia ambos lados de la cuadra, no venia nadie
-Pasame la gomera –le dijo Claudio.
Tirar un rompe portones con la gomera es más efectivo que hacerlo con la mano. Claudio tensó al máximo el caucho y arrojó el explosivo. El estallido fue ensordecedor, al estruendo del detonante se sumo el ruido de la persiana metálica. Se miraron con ojos pícaros y corrieron por la vereda matándose de risa. Cuando dieron vuelta a la esquina se encontraron con Marcelo que iba a la plaza a jugar un picado.
-¡Al fin! ¿Dónde estaban?, los estaba buscando –dijo Marcelo, y preguntó – ¿Vamos a patear un rato en la placita?
Cuanta habilidad que tenían para jugar con la número 5, la de 12 gajos negros y 20 blancos. La plaza era triangular, había tres banquitos por lado y en el medio un mástil sin bandera. Jugaban cinco contra cinco con arquero “volante”.
-¡Pasala morfón! –gritó Caito. Miguel hizo caso omiso, se la tocó a Claudio y este, con un tres dedos, la metió, por entre las piernas del Gallego, debajo del banco de cemento. Alzó los brazos al cielo gritando el gol, todos se abrazaron acompañando el festejo.
Si, era el 2 a 0 frente a los ingleses. El gol más hermoso en la historia de los mundiales. Y además, lo hizo un grande. Ese festejo desenfrenado descargaba, además, la bronca por los compañeros que habían dejado bajo tierra en las Malvinas.
¡Dios es argentino! –gritaba Claudio y abrazaba a Miguel en el bar de Córdoba y Esmeralda.
En el boliche, el mozo subido a una mesa, abrazó el televisor y comenzó a darle besos a la pantalla. Por la calle los colectiveros hacían sonar el Claxon. Los pasajeros desde las ventanillas sacaban una mano y la movían al compás de los bocinazos. La ciudad se inundó de vítores, esa magia contagiaba a todos. Cuando terminó el partido se fueron al Obelisco. Gritaban: “¡Argentina, Argentina!”. Liberando la angustia contenida por tantos años.
“¡Argentina, Argentina!” repetía Miguel, mirando a los ojos del policía que le apuntaba con la Itaka. Llegaron hasta ahí para decirle no al estado de sitio. Claudio lo pasó a buscar. Bastó con que sólo dijera “vamos”. Sin hablar mas, sabían tras lo que iban.
-¿Qué te pasa cagón? –fueron las ultimas palabras que pronunció Miguel aquel 20 de diciembre de 2001. El de uniforme subió al patrullero y huyó
Mientras tanto Miguel quedaba allí, tirado sobre el asfalto de la de 9 de Julio, con el semblante blanco que sólo da la muerte. Claudio, parado a su lado, lloraba desconsoladamente. La parca lo tomo por sorpresa.
En Lanús su esposa e hijos veían la muerte por televisión
© 2009 Miguel Cabrera

Texto agregado el 19-08-2009, y leído por 84 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-08-2009 coincidimos en el barrio ... querida 9 de julio. Saludos drarqui
21-08-2009 Bien, bien, buen manejo de la idea con los saltos en el tiempo y el espacio. Un pantallazo fino de la historia Argentina de los ultimos años. marfunebrero
 
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