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LAS BODAS DE PLATA DEL SALIVAZO
Cuando niño, mi abuelo solía llevarme de paseo al rosedal. Un hermoso pulmón verde que tiene la ciudad de Buenos aires repleto de flores (rosas principalmente) y lagos artificiales por donde navegan botes de alquiler.
Me encontraba atravesando uno de los tantos puentes que cruzan sus lagos cuando no pude resistir la tentación de asomarme por la baranda y escupir para abajo, con tanta mala suerte que el salivazo que se desprendió lentamente de mi boca coincidió con el trayecto de un bote de madera que pasaba por debajo del puente. Juro que se trató de un capricho del destino y que no lo hice a propósito, pero sea como sea, la escupida fue a dar justo en el centro de la embarcación tripulada por una joven pareja de tortolitos que me lanzó todo tipo de diatribas para desesperación de mi abuelo que no sabía como disculparse. Todo terminó con el lóbulo de mi oreja colorado por la presión que ejercieron los gruesos y callosos dedos de mi abuelo.
Conclusión: Es inherente al ser humano la tentación de escupir desde arriba de ese puente. Si alguien duda de mis palabras lo invito a que haga la prueba y después me cuentan.
Veinticinco años después volví a dar un paseo por el rosedal junto a mi mujer. Había olvidado por completo aquel acontecimiento de mi infancia hasta que atravesamos el mismo puente. Eran las seis de la tarde, el sol comenzaba a bajar cuando sucedió algo rarísimo. Estábamos parados en medio del puente mirando hacia donde el sol se escondía, y me invadió un deseo irrefrenable, una suerte de posesión demoníaca que llevó a mi cuerpo a inclinarse sobre la baranda.
- ¿Qué estás haciendo?- Preguntó mi mujer asustada.
No le contesté, ocupado como estaba en acumular una buena cantidad de saliva en mi boca que posteriormente llevé a mis labios dejando que lentamente se despegara de los mismos para estrellarse en el agua verdosa del lago artificial con tanta mala suerte que justo, como veinticinco años atrás, apareció un bote de madera cuya línea de recorrido horizontal, por algún capricho del destino (valga la redundancia) coincidió con la línea de recorrido vertical de mi blanco y espumoso salivazo que fue a estrellarse, o casualidad, en el piso de la romántica embarcación que en esta oportunidad también era conducida por una pareja pero no de jóvenes tortolitos. Aunque por el modo en que me insultaron, casi tengo la certeza de que eran los mismos de aquella vez con veinticinco años más.
Lamentablemente el abuelo ya no estaba para darme el tirón de orejas, que comparado con todo lo que me dijo mi mujer hubiera sido una caricia. Una lastima, me hubiera gustado volver a verlo….
FIN.

Texto agregado el 04-09-2009, y leído por 276 visitantes. (1 voto)


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