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Aunque no pueda verla escucho el suave pegoteo de sus pies en la madera, el sonido del aire, los esfuerzos que realiza René para que cada una de sus pisadas se convierta en un movimiento imperceptible. No puedo verla pero la imagino: se detiene ante cada escalón, luego da otro paso, descansa, intenta ser una con el silencio de la madrugada. Sé que piensa que todo dolor, en mayor o menor medida, depende de la voluntad. Entonces me doy cuenta que ha corrido la puerta y ha salido al patio. Dejo pasar unos segundos y me levanto. Voy hasta el ventanal apoyándome en el mueble de fórmica que también usamos como escritorio. Debajo, en el jardín, René está sentada en el borde de la pileta: siento como introduce sus dedos en el agua sucia y los hace girar con furia como un remolino humano.

Mamá y la Alemana están sentadas de frente al sol en unas reposeras viejísimas. Cubren sus caras unos anteojos oscuros.
– ¿Qué vas a hacer?
– Nada, por ahora esperar. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Detrás de sus lentes la Alemana cierra los ojos.
– Dicen que esta noche va a llover.
La Alemana se inclina y unta sus labios con crema de cacao, para que no se le resequen.
– ¿Hasta cuando? – dice – Ese miserable no se puede rajar así como así.
– En todo caso la que se rajó soy yo – dice mamá levantando una mano, dando a entender que ya está harta de hablar siempre de lo mismo. Si aquel gesto fuese para nosotras ahí mismo llegaría un sopapo o el ademán que promete una amenaza que nunca se cumple. Luego mamá se endereza y menciona algo sobre el agua, que esa agua ya debe estar criando mosquitos, que esa agua a fin de cuentas es un asco. Habría que limpiarla, agrega y nos mira sacándose los lentes, luego girando la cabeza mientras detiene la vista en el jardín de la quinta tan desprolijo, con matas de pasto curtidas y arremolinadas. Polonia se pone de pie y busca los dos vasos largos con gancia y bitter que ha dejado en la cocina. Trae una mesita de plástico blanca que se apoya formando una X sobre el pasto crecido. Como todas estas tardes en el Tigre, después de una hora de jugar a las cartas, mamá nos dirá a bañarse y mi hermana René patea la muñeca pelada que, según Alfredo, más que una muñeca parece un jugador de fútbol de la B Nacional.

Más tarde estamos comiendo milanesas de berenjena en la cocina de la casa del Tigre, son las diez y pico y mamá discute por teléfono con Alfredo. La Alemana nos dice arriba, vayan arriba, a sus habitaciones. La madera cruje con el peso de nuestras sandalias. Afuera se escuchan algo así como murciélagos aleteando sobre las tejas, abejorros que según Rene se pliegan y cojen en pleno vuelo, sin arrimarse a la tierra húmeda. Se escucha el rumor del viento sobre la fronda y mamá hablando a los gritos. Por segunda noche consecutiva Rene me dice que le duele, que no está bien, que tanto dolor le está lastimando la voluntad. Contale a mamá sugiero tímidamente. A mamá no, porqué mamá no escucha a nadie. ¿La Alemana? La Alemana es una turra, me contesta.
Cuando se hace de día, cuando por fin baja la noche, ocurre el primer pájaro. Es un pájaro turquesa el que aparece flotando en el agua podrida de la pileta, con el pico mirando el fondo, pequeñito y triste. La Alemana intenta sacarlo con una cacerola de teflón pero lo golpea con la punta y el cadáver se aleja más hacia el medio de la pileta, inalcanzable para nosotras.
– Ay, si hubiera un hombre en esta casa – se persigna Polonia, pensando con melancolía que la mañana está demasiado húmeda y pesada y con razón, claro, los pájaros van a caer en la frescura putrefacta del agua.

Esa noche por fin llegó la tormenta: hubo ráfagas de viento, sacudones sobre el techo, miedo, mucho miedo. Pero antes, a la tardecita, las cuatro vagamos por los brazos del Delta en un bote a motor que conduce Polonia. Le preguntamos por qué tiene un nombre tan raro, la Alemana responde que no sabe. Pareciera que no hay peces en esta agua oscurísima, un agua repleta de barro que va abriéndose entre islas y yuyos y luego más islas, yuyos y mosquitos. Una tierra que no se extiende, que parece deformarse como una mancha de tinta que se corre a nuestro paso. A medida que avanzamos los perros ladran desde los jardines o los techos de chapa de las cabañas vecinas. La Alemana tuerce el precario bote y ahora el viento nos da directo en el rostro: siempre me voy a acordar de este viento azul en la cara, como un soplo de dicha, un grumo de tranquilidad. Por eso meto un dedo en el agua y me lo chupo: tiene un gusto opaco, a vegetal, un gusto a mugre, un sabor hermoso.
– ¡Sacá eso de ahí! – grita mamá cuando se da por enterada. René se mata de la risa cada vez que me retan por cualquier cosa.
Más tarde comienza a hacer frío. Oscurece. La madera gastadísima del bote se va arrastrando sobre la costa cuando encallamos. Parece una uña que se raspa sin quebrarse. Contentas corremos hacia la casa, tenemos hambre, pollo con ensalada, cuatro o cinco pájaros muertos flotando en la superficie de la pileta, arrancándole una mueca de asco a mi mamá y a Polonia. Pero ese pequeño terror, los pájaros muertos, no opaca aquel otro terror secreto.
– Viene el martes a la mañana, así me dijo, quiere arreglar las cosas…
La polaca, suspicaz como siempre, turra como ella sola, sonríe.
Después de cenar mamá deja las ciruelas en la compotera y prende un cigarrillo. El olor se siente desde el primer piso y René se tapa la nariz. Corremos la cortina y por la ventana vemos, como si todo esto fuese un sueño, la docena de pájaros bamboleándose en la superficie del agua, mientras el viento sopla y la llovizna comienza a sentirse en las ventanas. Ninguna entiende, Polonia tampoco, mamá mucho menos, porqué todos los pájaros del Delta se van a morir a esta casa con pileta donde pasamos nuestras vacaciones. Se me ocurren un montón de lugares muchísimo más apropiados donde uno podría caerse muerto. Cualquiera menos este. Justo ahora, justo entonces. Es como un nylon de plumas que cubre el agua, mientras la lluvia, como un bálsamo, repiquetea en nosotras.

A la mañana siguiente sacamos algunos con una pala y los tiramos en una bolsa de consorcio, pero después es como si nada hubiéramos hecho: otros ocupan el lugar de los que ya no están, se acercan y caen silenciosos en picada. Qué pájaros estúpidos, dice mamá y yo pienso igual que tu dolor mamita, igual que el dolor de Rene, el mismo de todas nosotras, aunque todavía no lo sepamos, aunque seamos demasiado jóvenes para saber lo que es el cruel e inestable dolor de la infancia. Pero quizás ellos lo saben, por eso permanecen uno al lado del otro como ratas en días de helada, mirando el fondo en una especie de chapoteo sagrado.
– Viene el martes a la mañana… ¿Qué pensás? – pregunta mamá al tiempo que camina alrededor de la pileta.
Mientras tanto René juega con su muñeca.
– No importa mucho lo que yo piense querida.
– Ay Polonia – dice, apoyando la palita en el suelo.
– Lo que no quiero es un despelote acá, por las nenas y por mí.
Mamá se acerca a la puerta de la cocina y se queda mirando el jardín como uno de esos guardavidas con prismáticos, pero lo único que ve es una pileta sucia tamizada por pajaritos muertos. Y si pudo ver otra cosa no lo sé, lo que pasó fue así como te lo estoy contando: Alfredo vino ese mediodía, habló con mamá y después paseamos los cuatro por el río. Más tarde fuimos a la feria. A la noche, después de cenar, tomaron café. Esa noche Alfredo se fue, no se podía a quedar a dormir así que manejó de regreso a Buenos Aires. Al día siguiente mamá pareció dar a entender que se habían arreglado pero que, de ningún modo, después de vos papá iba a volver a pasar por lo mismo, por más que lo quiera mucho o poco. No se tropieza dos veces con la misma piedra, decía. Y Polonia se reía, decía que no podía ser, que era una pelotuda, una reverenda pelotuda, eso decía la turra de Polonia. Así que Alfredo no tuvo nada que ver. Yo creo que fue un accidente, no se quiso tirar: René había bajado las escaleras del primer piso, llegó al jardín y se sentó en el borde de la pileta, rodeada de todos esos pájaros que iban a ahogarse ahí, no sé que más decirte papá, de verdad que no sé.

Texto agregado el 14-09-2009, y leído por 608 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
09-01-2010 Tiene un misterio que lo atraviesa como esa lancha por el río de tinta. Otra vez los pájaros! Me pregunto si sus alas serán púrpuras y han debido ir a morir a esa pileta desde todas las latitudes. quilapan
09-11-2009 Tenes una manera especial de escribír me gusta 021259
26-10-2009 yo no entiendo muy bien, me gusta pero tu forma de narrar es como atravancada. Es decir, puedes decir: dice con voz suave... o algo así, pero tu dices: dice yya, de sopeton, eso no me cuadra del todo, es cuestión de estilo. Como la mayoría de las obras humanas tiende a ser perfectible. dragontraidor
18-10-2009 En mi opinión es excelente. Creas un micromundo que te atrapa. Y resuelves con la elegancia. Un final susurrado durante todo el relato. Un saludo. byryb
13-10-2009 lo único que no entiendo Martin es, por qué sonriendo? No, para mi no sonríe. Plicame por qué mermeluvio
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