Esa molestia desde muy pequeño pensó que era pasajera, pero aunque trataba de engañarse y acostumbrarse era como pedirle a un pájaro que en vez de de volar se acostumbrara a correr.
Trató de tener bloqueado su cerebro por un tiempo, para ese fin acudió a la música, pero, donde las demás personas oían las más hermosas melodías, para él eran sólo ruidos, incluso peores que lo de la vida cotidiana.
Aunque cualquiera hubiera dicho que era tan sencillo como taparse las orejas, siempre estaba presente el sonido; hasta ese pequeño de vacío que se escucha al acercarse las manos a las orejas, sin mencionar todos los sonidos externos que difícilmente desaparecen.
Su última salida era acudir a un doctor, pero creyó que era absurdo que este pudiera solucionar su problema.
Con el paso de los días, meses, años, su desesperación fue creciendo, a tal punto que dejo su trabajo y todas sus ocupaciones, se sumió en la soledad de de su habitación en espera de una solución. Creyó que estando ahí encontraría su salvación, pero al estar expuesto a tanto aislamiento, su oído se agudizó a tal extremo que podía oír su respiración como si fuese el peor de los tornados, y en el momento que rozaba una de sus piernas a la otra era como si rozase un par de lijas.
Quiso cortarse las orejas, pero no sería la solución, así que busco un clavo, y lo introdujo en una de ellas. Mientras lo introducía en la primera oreja, creyó que el fin no justificaría el dolor, pero al seguir escuchando su respiración ahora más agitada, y se intensificaba el ruido, repitió rápidamente el procedimiento en la otra oreja. Esta vez sintiendo un alivio indescriptible, el clavo hacía cada vez más daño, la sangre se mezclaba con este y chorreaba sin parar dibujando en su rostro una apacibilidad casi incontrolable, mientras todo esto ocurría, y el sonido de exterior desaparecía, se dio cuenta de que todavía podía oír sus pensamientos.