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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La vampira de Sta Rita: Oscuridad

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Desde la parada en que se bajaba hasta la casa de su abuela, Valeria tenía que caminar doscientos metros junto al enorme predio de una fábrica. Por entre los barrotes de hormigón que delimitaban la vereda pública se veían las siluetas siniestras de unos cuantos árboles dispersos por el terreno, y a lo lejos, suspendidas en la oscuridad, pequeñas luces, apiñadas sobre el edificio que emitía un continuo rumor. Aunque temerosa porque en esa noche húmeda y fría no había nadie fuera del refugio de sus hogares, había tomado la vereda lindera en lugar de pasar frente a los jardines del otro lado.
Iba pensativa. De pronto, oyó un susurro y volvió la cabeza, tratando de ver entre las ramas, asustada, esperando que sólo fuera el viento. Estaba a unos metros de la gente. Tan solo al otro lado de la calle, había ruido de platos, la luz azul de la televisión, los perros jadeando tras una reja, y sin embargo, antes de que pudiera gritar o correr hacia la luz, alguien la atrapó. Iba pasando bajo una rama que se proyectaba sobre el muro gris, echando sombra sobre la vereda. Algo se movió como una serpiente sobre su cabeza y acto seguido había un hombre en su camino.
Demasiado impactada por la súbita aparición, su primer impulso fue esquivarlo. Por el rabillo del ojo, notó que un espectro saltaba el muro a sus espaldas y un par de manos heladas le cubrían la boca antes de que pudiera emitir un sonido. Todo pasó en un segundo; su cartera cayó, de repente se encontró sobre la cerca y luego en medio de la oscuridad. Unas lucecitas la rodearon, ojos brillantes emergiendo entre los árboles, fundiéndose en el rostro pálido de un grupo de jóvenes ansiosos.
Su captor la soltó, Valeria trastabilló y cayó al suelo con un gemido. Tres muchachos se quedaron observándola con deseo, sus labios entreabiertos, húmedos. Desesperada, miró a su derecha: iluminado por los focos de la calle, pasaba un hombre paseando a su perro. Intentó levantarse, gritó, pero una mano sofocó su pedido de socorro, que quedó tapado por el motor de un auto. El hombre que la tenía sujeta, la levantó por la mandíbula, apretándola contra sus costillas. Un relámpago de dolor la cegó y en el siguiente momento, se encontró cara a cara con una mirada penetrante, oscura, que la incomodó más de lo que la espantaban los otros con sus ojos anhelantes.
Como obedeciendo el mismo impulso, los tres se abalanzaron sobre ella. Valeria se sintió alzada en el aire y pensó que se la iban a llevar para adentro del bosque, para hacerle... El que sostenía su pierna le había clavado los dientes en la pantorrilla, atravesando media y piel, pero estaba tan aterrada que apenas lo sintió. Fascinada, gimiendo, no podía dejar de ver sin comprender que, como carroñeros, cada uno tiraba de su cuerpo, gruñendo de placer, alimentándose de su carne. En su ansia frenética mordían y tiraban de su ropa para encontrar el lugar más caliente donde palpitaba su sangre delatora, y el hombre callado le sostenía la cabeza, sorbiendo su miedo y dolor con fruición. No podía despegarse de su mirada... hasta que sin aviso, hundió la boca en su cuello y la joven perdió el conocimiento.
El hombre succionó un poco de sangre tibia en dos o tres sorbos largos y, alzando la cabeza con suma satisfacción, la dejó ir al tiempo que sus tres compañeros soltaban sus extremidades. Como un envase vacío, quedó allí derrumbada en la tierra.
Esta vez Vignac había entrado a la casa como convidado. A pesar de su desconfianza, la señora Elena le habia servido el café en el estudio con Lucas y Julia.
Al final le habían contado la verdad a la joven, suprimiendo algunos detalles y dándole a entender que ahí estaba segura. Cuando Julia salió a ver las rosas con Antonieta, luego de que pasara una señal entre ella y su sobrino, ambos suspiraron. Vignac fue el primero en hablar:
–No sé cuan segura sea esta casa o cualquier otro lugar. Esta criatura que perseguimos parece especialmente virulenta y audaz. Yo supongo que va a atacar pronto, Ud. y Julia deben estar precavidos –luego de un rato, fue hasta el escritorio y tocando con un dedo varios tomos de historia, añadió en un tono más casual–. Veo que ha estado investigando... ¿Ya descubrió algo interesante?
Lucas no era tan confiado como para contarle de los diarios y la carta antigua, porque además eran sus tesoros, su herencia, que intuía debía mantener protegida. Estaba entendiendo lo que se ocultaba tras las palabras de Helio en la junta: si dejaban en paz a Silvia, lo liberaría de la magia negra y de la persecución. Iba a hacer todo lo posible aunque le doliera dejarla ir impune, pues se hallaba en una encrucijada: no quería volver a vivir aquellos momentos, sintiendo que otro dominaba su cuerpo, y tampoco le gustaba la red de intrigas en que se movía. Su familia tenía vínculos con el Vaticano, los Llorente pertenecían a una secta rival, ¿qué tenía eso que ver con él, con su vida?
No había salido de la finca cuando recibió la llamada de Gómez: habían encontrado a una tercera mujer en un estado lamentable. La imagen que le transmitió era espeluznante. Pese a la preocupación de la abuela porque no aparecía, habían pasado muchas horas antes de hallar el cuerpo medio enterrado entre hojas y tierra. Las moscas zumbaban encima y el olor asaltó a los desprevenidos vecinos que hallaron su cartera en la vereda.
Tenía heridas como si la hubiera atacado una manada de hienas y la ropa en jirones, dijo el policía, quizás un grupo de violadores, algo terrible, el barrio estaba conmocionado. Vignac escuchó con fría atención hasta que le mencionaron el nombre. En seguida, torció el volante y giró en U, casi saliéndose del camino. Lucas adivinó que algo terrible había sucedido al verlo de vuelta en su jardín, con el rostro descompuesto.
–¡No puede ser casualidad! –exclamó, paseando por el despacho, incrédulo, todavía atontado por la noticia e incapaz de sentir por la secretaria toda la compasión que vendría después. En cambio, Vignac tragaba su segundo whisky para ocultar una mano temblorosa y calmar su emoción–. Otra trabajadora de la clínica... Tengo que ponerlos sobre aviso.
Vignac agitó un brazo, como un manotón de ahogado. Lucas se apoyó en el sillón.
–Ahora que lo pienso... ¿Ud. era su amante, no es así, Vignac?
El otro asintió gravemente: –Por eso... no es Santa Rita lo único que tienen en común. Piénselo... –estaba recuperando sus ademanes autoritarios, pero tartamudeaba aún–. Su amiga primero, ahora Valeria... nosotros sabemos... A la hija de Tarant la tengo vigilada... pero se mueve entre ellos, hay otros... ese hombre que lo atacó ¡Hay una conexión!
Vignac parecía exultante, pasando del abatimiento a la euforia en minutos. De pronto se levantó, nervioso, había recordado a su fiel colaboradora, tenía que ir por ella y ponerla en algún lugar a salvo.
Lucas se quedó pensando en sus palabras y no tardó en encontrar hechos que las avalaran. Lina le había parecido extraña, conmovida, al enfrentarse con ese hombre alto. Tenía la fea sensación de estar olvidando un detalle.
–¿Qué haces? –murmuró Helio Fernández despertando de un sueño pesado con dolor de cabeza.
Lina estaba sentada a los pies de la cama, con un camisón de seda negro que descubría sus piernas, la tabla de dibujo sostenida en su regazo, sacando un boceto mientras él dormía como un ángel, con sus cabellos rubios extendidos sobre la almohada y su largo cuerpo atlético enrollado en la sábana, los labios entreabiertos, húmedos y rosados. Ella sonrió, y le colocó un pie encima para que no se moviera. Entonces, él comenzó a recordar y entendió por qué se sentía tan débil.
Había creído que ella lo aceptaba con reticencia, pero cuando llegaron a su apartamento, comenzó a seducirlo casi con obediencia, como si supiera que era lo que quería. Encantado con sus gestos delicados, casi modestos, se encontró tumbado en su cama desnudo, entregado a sus caricias y besos. Admiró el cuerpo compacto de Lina, suave y blanco, ondulante, que despertó toda su potencia. Hasta le permitió, con deferencia, que se pusiera sobre ella para descargarse con violencia en su carne tibia. De pronto, en el climax, ella le mordió en la parte tierna del brazo, y la miró sorprendido, pero no podía desprenderse porque la sensación era tan voluptuosa; lo tenía atrapado entre sus piernas. Helio notó que unas gotas rojas brillaban sobre el pecho de Lina, cuando se inclinó sobre él y le clavó la boca con fuerza junto al hombro. Una línea de sangre escurrió por su cuerpo y ella lo lamió golosa.
El celular lo sobresaltó. Lina se levantó de la cama estirando las piernas y, dejando el dibujo a un lado, le tiró el aparato. Helio se lo puso en la oreja con fastidio y una voz imperiosa lo sacudió:
–¿Qué mierda estás haciendo? –gritaba Vignac exasperado, porque Lina no había intentado despertarlo pero el teléfono había sonado muchas veces. Estaba alterado porque no le había sido fácil dar con el paradero de Deirdre, que no estaba en su casa, y temía llegar tarde. El tráfico de la hora pico lo estaba deteniendo a mitad de camino, apretó la bocina como loco pero no logró avanzar ni un centímetro–. ¿Dónde se metió todo el día? Un vampiro atacó de nuevo, a otra empleada de Santa Rita... ¡Lo estoy llamando hace horas!
–Cálmese –replicó Helio, recogiendo su ropa del suelo y parándose un momento porque la habitación le daba vueltas.
Ella lo había escuchado todo gracias al volumen de Vignac. Perdiendo su habitual aplomo exclamó: –¿Quién? ¿Está muerta? –posiblemente más agitada por causa del vampiro que por la mujer atacada.
–¿Qué? ¿Está con ella? –Vignac clavó el freno y gritó, casi sofocándose de rabia.
De pronto, alzó la vista y percibió que, a fin de cuentas, había llegado al Instituto Francés donde trabajaba Deirdre. Una marejada de muchachas salían de clase. Sin preocuparse de estacionar, salió corriendo, esquivando autos, con la pistola en la mano.
Pasó el atrio sin dar explicaciones y desembocó directamente en un patio soleado. Ante él se abrían dos pasillos a los lados y una puerta doble. Antes de llegar a la puerta batiente, esta se abrió y una pelirroja salió impelida hacia él. Ella estaba saliendo de una entrevista con la directora ya que pretendía recuperar su trabajo, cuando al bajar la escalera observó a un hombre de ojos siniestros que parecía esperarla en el solitario corredor. Aunque él no se había movido y no habían mediado palabra, Deirdre apuró el paso para llegar a la salida. Sin aviso, él se le tiró encima. Como por intuición, lo vio venir y se inclinó hacia delante. Su inesperado movimiento hizo que el hombre perdiera el balance y resbalara en el piso encerado. Ella aprovechó para correr, y justo cuando empujaba la puerta, una mano aferró su saco. La prenda se desprendió en el impulso, y cayó, atolondrada, en brazos de Vignac, gritando de miedo.
En el acto, él vació la pistola sobre la puerta que se iba cerrando, pero el peso de Deirdre y la distracción desviaron la mayoría de las balas. En la madera quedaron tres orificios bien marcados. En cuanto se apagaron los ecos de los disparos, se atrevió a mirar adentro, y en la galería en penumbras no vio a nadie.

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Texto agregado el 29-09-2009, y leído por 98 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
29-09-2009 una interesante historia de vampiros reales, que gusto compartir las ganas de escribir sobre vampiros. muy buena juanjair
 
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