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Todo empezó cuando estuve dedicada a trabajar doce horas diarias en una agencia de publicidad, buscando auspiciadores para un novedoso programa radial. Mi tiempo se consumía en la oficina, ignorando lo que acontecía en el mundo y en mi hogar. Mi casa se había convertido en un hotel tres estrellas en donde sólo llegaba para dormir. Apenas tenía tiempo para dar los buenos días a mis padres y luego salía disparada al trabajo. Felizmente estaba soltera y no tenía obligaciones de esposa y, menos todavía de madre abnegada.
Toda la semana hacía la misma rutina. Me levantaba en la madrugada para alistarme y salía como una flecha de la casa al trabajo y viceversa. Ese ritmo tendría que cambiar. Cierto día me revelé y le hice caso a la voz interior que me decía "ha llegado la hora de reverlarte, tienes que ser una niña mala; vé a conocer otros horizontes.
Me dirigí a toda prisa al centro de la ciudad y compré un pasaje para viajar a New York. La idea era gozar de un paseo bien merecido, pero lo cierto es que me dejé impresionar por tan maravillosa ciudad. Sus luces, sus edificios, y la edificante energía que salía no sé de dónde, me atraparon y decidí clavar mis anclas en un lugar cercano al apacible rio Hudson. Estaba lejos de regresar a mi entrañable país sudamericano.
El tiempo discurría y mientras tanto, yo no despertaba del encantamiento en el que estaba sumergida. Todo era novedoso. La suerte me acompañó en mis aventuras de niña traviesa.
Se me presentó la oportunidad de trabajar haciendo reportajes para una incipiente cadena de televisión, que con el tiempo llegaría a convertirse en una de las más poderosas del mundo. Mis ingresos eran suculentos de manera que pronto pude comprar un pequeño departamento al norte de la isla, en Woodridge, lugar tranquilo, aledaño al Central Park.
A los dos años de mi partida tuve la necesidad de sentir ese calorcito que da la presencia de un ser querido. Me refiero a mis padres y hermanos. No lo pensé dos veces y compré un pasaje por internet Lima-New York-Lima para que fuese mi mamá la primera en venir. Justo en Julio, mes de las fiestas patrias, ambas nos confundimos en un interminable abrazo, allá en el aeropuerto J.F.Kenedy.
Llegó en pleno verano y un sol radiante iluminaba la isla, resaltando su peculiar forma de manzana alargada. Era un privilegio vivir en el centro del mundo y estar al lado de mi adorada madre.
Ella tenía la costumbre de hacer footing todos los días, empezando a las siete de la mañana. Terminaba su rutina a las diez y de allí regresaba al departamento para relajarse viendo televisión o conversaba con la vecina colombiana del primer piso. Por las tardes, iba de compras o a nadar a la piscina del propio condominio.
La parte mas linda del día era cuando ella me esperaba con una variada comida peruana, preparada con los ingredientes que trajo escondidos en la maleta. A la hora en que yo regresaba del trabajo lo devoraba todo con ansiedad y deleite. Los fines de semana la compensaba sacándola a pasear por las playas, montañas o visitábamos los zoológicos y, por supuesto, los museos.
Como de costumbre, una cierta mañana salió a caminar con su ropa deportiva, alrededor del parque, a dos cuadras del departamento. Ya de regreso, trató de venir por el mismo camino, pero vió que la zona estaba rodeada de muchos parques y no había gran diferencia entre ellos. Le pareció extraño no encontrar la tienda del toldito verde que vendía frutas así como el kiosko de periódicos que nunca compraba porque estaban en ingles.
Creyó estar caminando cerca del departamento. Se alivió cuando vio a ciertos vecinos que pasaban con su auto para irse al trabajo. Los conocía de vista pero nunca les hablaba porque no sabía nada, nada de inglés. Suponía que pronto estaria en casa.
No fue así. En cada vuelta que daba alrededor de un parque, se alejaba más y más. Llegó a una gran avenida la Broadway, en donde está la universidad Columbia, de la que tantas veces me había escuchado comentar y a la que pronto iría para sacar mi doctorado en economía. Al tratar de pedir ayuda, nadie tenía la paciencia de escucharla. Todos hablaban inglés e iban apurados hacia sus trabajos.
Sólo pronunciaba la palabra Help Me que la aprendió en un programa de la tele. Cuando alguien le hizo señas para que escribiera su dirección, ella movía la cabeza en señal de ignorar en dónde vivía. Cometió el grave error de olvidar la tarjeta amarilla en donde tenía escrita la dirección del departamento y que tantas veces le dije que llevara en su bolsillo. Ahora estaba en apuros y no tenía a dónde ir ni qué hacer. Solo le quedaba mas que caminar y caminar para recordar los lugares que le resultaban familiares.
Las horas pasaban. A eso del medio día, Justina -mi madre-, ignoraba que estaba cruzando la afamada quinta avenida. Por unos instantes, su temor cedió paso a la sorpresa que tuvo al ver tantas tiendas divinamente decoradas ofreciendo ropa “como para los ricos de verdad, mihijita”. Se quedó boquiabierta cuando vió los taxis amarillos apilados unos tras otros, pasando a toda velocidad y cerquita de la gente, casi rozando el cuerpo sin que les importara en absoluto asustarlas, la mayoría guiados por gente de color marrón, mihijita. Se refería a los hindús o marroquines.
Mientras mi madre caminaba sin rumbo, yo seguía en el trabajo ignorando la angustia por que estaba sufriendo al sentirse perdida en una gran ciudad, rodeada de gente desconocida, sin poder comunicarse y, lo peor, sin saber la dirección de su propia casa.
Una corazonada me impulsó llamar a casa. Nadie contestaba. A la tercera llamada, empecé a preocuparme. Noté que un temblor invadía mi cuerpo y salí corriendo rumbo a Woodridge. Al abrir la puerta sentí un inusitado airecillo que soplaba de las ventanas, abiertas de par en par. Cuando la llamé por su nombre nadie me contestó. Los platos del comedor estaban vacios, sin la comida que tanto me gustaba. En la mesa sólo quedó la tarjeta amarilla con la dirección que escribí y que mamá dejó olvidada.
Tenía que reaccionar de inmediato antes que pasaran más horas sin hacer nada. En ese momento salió a flote la fortaleza que éste país me había enseñado a tener, a fuerza de tropezar con tantas piedras. Lo primero que hice fue recorrer la zona en el auto, preguntando a los vecinos por mi madre. Todos coincidían en que la habían visto muy temprano por la mañana con su ropa deportiva de color rojo. Me pasé toda la tarde y parte de la noche tratando de seguirle sus pasos pero fué inútil. Conforme avanzaban las horas, acepté con resignación que sería difícil encontrarla.
-A estas alturas, !sabe Dios por dónde estará, la pobrecita!.
A la media noche me caía de cansancio. Yo no podía hacerlo sola. Me dirigí a la estación de policía para que iniciaran un operativo de búsqueda. Lo primero que hicieron fué dirigirse al rio Hudson, lo alumbraron con luces incandescentes, según ellos, para buscar algún cuerpo flotando, señorita. Quise desfallecer ante la posibilidad de tremendo desenlace. Parecía que estaban filmando una película por el ruidoso despliegue de policías, ambulancias y bomberos que tronaban su sirena como si fueran a sofocar un gran incendio forestal.
Estaba preparada para todo, menos para rendirme. Las circunstancias hicieron que dejara de trabajar para invertir mi tiempo en seguir las huellas de mi madre, por mi propia cuenta. Luego, se me ocurrió imprimir unos afiches con su foto y sus datos de identificación, aclarando que no sabía hablar ingles y quien la encuentre tuviera la paciencia de entenderla llamando a mi celular.
Todos los días entraba a diversos lugares para pegar los afiches, preguntando por ella. Agotada por la tensión acumulada y la incertidumbre, me llegué a refugiar en un pintoresco restaurante peruano, a una cuadra de la estación de policía.
La dueña me tomó cariño -yo creo que pena- cada vez que ingresaba a devorar aquel sabrosísimo lomo saltado acompañado de un pisco sour. Era el único momento grato que tenía en todo el angustiado día, pues cada bocado me hacía recordar los imborrables momentos en que Justina se esmeraba en cocinarme tan preciada exquisités, con arte y, sobre todo, con mucho amor.
No podía dejar de derramar una lagrimilla. El sabor de ese potaje, su juguito, el arrocito, las papitas amarillas y la forma de servirlo hacía que añorase a mi adorada madre, todavía más.
-!Daría cualquier cosa por tenerla de nuevo a mi lado! –me repetía sin cesar-.
De pronto tuve la curiosidad de entrar a la cocina para conocer al cocinero que había logrado sorprenderme con tan exquisito plato de comida y que tenía exactamente la misma sazón que tenía mi madre. Por un momento quería hacer un alto al penoso momento por el que estaba pasando y dar rienda suelta a una simple curiosidad.
Por una extraña coincidencia, no pude darle el encuentro porque siempre salía a comprar comestibles toda vez en que yo trataba de darle el encuentro.
Mientras tanto, mi salud se estaba quebrantando. Lucía demacrada, ojerosa, con un rostro desencajado y un cuerpo alicaído. Creo que envejecí más de la cuenta, ya que las personas empezaban a decirme señora, cuando en realidad no pasaba de los treinta y todavía estaba soltera y sin hijos.
Cuando llegó un día feriado y la ciudad se mostraba tranquila de su gente y del bullicio de los autos, tuve tiempo para ingresar a la cocina para darle el encuentro al cocinero.
-Buenos días, venía para conocerlo y decirle que cada plato suyo me recuerda a mi madre.
Lo ví de espaldas. Atiné a esperar se diera vuelta . No sé porqué tenía tantas ganas de verlo incluso fuí efusiva para decirle que sus manos habían preparado los sabrosos platos de mi preferencia, como si adivinara mis pensamientos.
-gracias por tanto deleite, en medio de mi desgracia, señor…¿cómo se llama usted?.
Súbitamente, se sacó el gorro, volteando para contestar a mi saludo cordial. De pronto, se me iluminó el rostro, mis ojos se abrieron más de lo acostumbrado y, por un impulse insusitado me arrojé en sus brazos para llorar desconsoladamente.
!El cocinero era mi propia madre, mi adorada Justina!
El gorro y la indumentaria que tenía puesta, apenas dejaban ver su silueta y lo hacía ver como a un hombre.
Había encontrado a Justina y ahora la tenía fuertemente aferrada contra mi pecho, tal como un día la tuve en un abrazo prolongado en el aeropuerto, aquel mes de Julio, cuando llegó a este país por primera vez.
Ella no salía del asombro. Lloraba como una niña traviesa pensando en que nunca volvería a verme.
-Todo fue por mi culpa, no hice caso de llevar la dirección escrita en la tarjetita amarilla que tanto me encargaste y por eso diosito me castigó, anduve trotando calles; y este trabajo fué lo primero que encontré para tener un centavo, mijhita.
Pasaron cuatro años y cambié de dirección. Me mudé a una casa más grande, ubicada en un vecindario lleno de vegetación. Mi corazón creció y la familia también. Siempre me visitan mis hermanos, cuñados, sobrinos, mi padre y, lógicamente, Justina que ahora camina como en su casa porque se decidió aprender algunas palabras en inglés. El tiempo no ha pasado en vano, pues ahora tengo mas de treinta años, estoy casada, tengo una parejita de hijos y cuando salimos de paseo, la gente ya no me llama señorita; ahora soy una señora de verdad.
Desde el día que la encontré, mi madre ha venido muchas veces a visitarme desde Lima. Cada vez que sale a practicar su deporte, siempre lleva consigo la tarjeta amarilla que, de tanto llevar y traer, cambió de color y terminó arugándose mas de la cuenta. Para no arriesgar se aprendió de memoria la nueva dirección. La tarjeta aquella, quedó sepultada como recuerdo de lo sucedido, en un cofrecito de plata, que lleva esta inscripción “buscando a mama en New York”.
























Texto agregado el 08-11-2009, y leído por 346 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
19-06-2010 Omití dejar las estrellitas para que mamá se guíe por ellas y no se pierda más ***** Jorge jorgecuentero
19-06-2010 A la madre nunca se la pierde para siempre. Cuando se va al cielo nos deja sus olores, sus sabores,y cuando se pierde en New York,llora por nosotros.Inocente relato pero profundo. Jorge. jorgecuentero
13-01-2010 que encantadora historia. me fascina tomarme un buen tiempo para hacerlo***** fabiandemaza
21-11-2009 Gran historia. Muy grato poder leerte. Felicidades. CARLOSALFONSO
20-11-2009 tremenda historia ,de verdad me sorprendes gratamente cada vez que llego a tus letras********* shosha
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