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Entre los libros desvencijados esparcidos por el suelo, Magdalena trataba de encontrar absorta algo, algo que sabía encontraría entre las amarillentas páginas, olorosas y polvorientas que no fueron leídas en mucho tiempo en aquella vasta habitación. Con la taza de té enfriándose a su lado, el atardecer resultó ser un tinte ideal para soportar la melancolía por la que era conocida, y por la que le otorgaron su onomástico estigma.

Ya la memoria le jugaba malos ratos, desesperando siempre la fugaz paciencia de su ama de llaves, quien ya no tan sólo pasaba disgustada por tener que atender un caserón tan polvoriento , sino que también tenia que soportar los arranques cada vez mas excéntricos de la niñita , siempre tan despistada ,-Pareciera que esta niña anda en las nubes, desde que se levanta ,hasta que se acuesta –.

El desorden se expandía casi al pasillo, a través de la ventana caían tenues rayos luminosos de tonalidades terreas, que como una transparencia, develaban los añosos granos de polvo, que imitaban un ballet sincronizado de sílfides imaginarias, se estiraban y bostezaban, como saliendo de un letargo permanente. Magdalena de vez en cuando perdía la concentración en su tarea para verlos despertar, seguía cada uno de sus movimientos, y en un ¡tris! , desaparecían de su vista, confundiéndose entre ellos. Tan repentina como su búsqueda de tesoros entre los libros deshechos, era su retorno sumamente enfocado a su tarea; cualquiera hubiese dicho que la niña era extraña y retraída, más en aquel caserón perdido entre los cerros, muy pocas cosas no lo eran para el ojo común.

Revisando una a una las paginas algo sueltas y borrosas de un atlas que parecía ser de Colón , Magdalena se empedernía en oler las bocanadas de polvo y recuerdos que circundaban tantas maravillosas historias ; de corsarios y rufianes , de príncipes y cortes engalanadas de gotas de rocío ; la magnifica Alhambra y sus minaretes , el Templo del Cielo y el Yangtsé; tesoros insignificantes en aquel momento de concentración , donde solo el imperceptible paso de las horas enmarcadas en el viejo reloj de ébano , y los quejidos casi mudos de las páginas revueltas, interrumpían la quietud de la atmosfera recargada de polvo y letras .

Muchas tardes se escapaba de la cocina por unos momentos, y casi sin aliento subía los peldaños empinados que llevaban a la biblioteca de la abuela. Allí esperaba la anciana , mientras escuchaba sus tan familiares discos de valses de Strauss , le recordaban otros días , suspiros pasados , telarañas difuminadas y los pasos de Roberto , que ahora le miraba desdeñoso y lejano desde un estante alto ; la niña sin esperar la invitación de su abuela, descorría las pesadas cortinas y traía una de las sillas de mimbre , tomaba algún libro de la estantería que tenia inscrita su nombre en un cartel, y silenciosa se quedaba , con la expresión seria de la abuela mientras leía , repasando las paginas de algún cuento chileno de esos autores que tanto le gustaban . En sus esfuerzos de exploradora aquel estante no se alteró , el orden de los libros seguía siendo el mismo que ella dejara tantos años atrás , cuando dejaron de interesarle las historias de muñecas parlanchinas y las peripecias de un ratón de campo ; sabía que el tiempo le apremiaba y que sus padres no tardarían en ver el desastre que había hecho con las cosas de los abuelos , casi desesperando revolvió los estantes del abuelo Roberto , con sus leyes y proclamas ; revolvió también los estantes de su abuela Margarita , llenos de apuntes de costura y dibujos de acuarela a medio terminar . La esperanza disminuía con cada ojeada que daba a ese montón de papeles, sólo una gran aglomeración de títulos pasados de moda, clásicos y fotografías familiares que se escondían como marcadores de páginas.


Súbitamente la memoria de Magdalena resarcía los esfuerzos de la niña, esta recuerda que entre los libros de la abuela siempre encontraba los anteojos para leer, justo en el estante de los dibujos y los bordados sin terminar. Incrédula se llevo las manos a la cabeza, acercándose con la llave, que nunca cambió de lugar, al enorme mueble de pino Oregón cubierto con un paño semidesteñido. Al igual que lo hiciera antiguamente con las pesadas cortinas, el paño cayó silencioso sobre el parqué, y revelador apareció nuevamente el escritorio algo manchado de acuarela, donde la abuela pasaba los días tratando de enhebrar una aguja. El cerrojo parecía no ofrecer resistencia , como si estuviera esperando la visita de su contraparte entrometida ; una última vuelta ,y tomando la manija bellamente decorada , Magdalena sentía que en aquel cajón estaba encerrada la abuela , su perfume de violetas penetró la habitación oscurecida , sintiéndose una vez mas una niña , sacó cuidadosamente el delicado cuaderno de dibujo resguardado en un envoltorio de papel de mantequilla . Sentada en el sillón de fumar del abuelo, recorrió las páginas del abultado cuaderno lleno de anotaciones y fechas, bocetos, retratos y algunos mechones de cabello.

Pasando unas cuantas paginas en blanco, Magdalena dio con un retrato suyo cuando niña, de improvisto se deslizan unas cuantas cuentas de vidrio coloreadas, y un hermoso prendedor de mariposas, envuelto también en papel de mantequilla, se revela con unos cuantos mechones de cabellos rubios.

A la abuela le gustaba jugar a encontrar tesoros, y era allí, por fin que Magdalena encontraba el suyo.

Texto agregado el 13-11-2009, y leído por 53 visitantes. (0 votos)


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