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DOS GORDOS


Aunque han pasado muchos años, nunca he olvidado a aquellos encantadores hermanos gemelos, mis dos amigos gordos de la escuela, que ya no sé de ellos.

Doménico, era juguetón, bromista, risueño, nuestro Gordo Alegre. En cambio, César, era callado, melancólico, sombrío, nuestro Gordo Triste.

A donde iba el Gordo Alegre, atrás de él, siempre lo seguía el Gordo Triste.

Al Gordo Alegre le encantaba el fútbol. Todas las tardes, a la hora de salir de la escuela, corríamos con él hacia un parque inmenso para jugar emocionantes partidos hasta el anochecer. Y por supuesto, detrás de nosotros, corría pesadamente el Gordo Triste.

-¡Al arco los gordos!- gritábamos felices, y entonces, el Gordo Alegre, que era un excelente arquero, hacía su arco con dos piedras grandes que ponía a sus costados y prometía que nadie le haría un gol.

-¡Tapa en el otro arco!- le decíamos al Gordo Triste, pero él siempre se negaba a tapar. Prefería sentarse en una banquita y ver, en silencio, lo bien que atajaba su hermano.

¡Y cómo tapaba Doménico! Con sus buenos reflejos, qué bien se las arreglaba para atajar tremendos cañonazos y cabezazos, tiros libres y penales. Apenas le hacían uno que otro gol cuando ya estaba demasiado cansado.

Pero un día, ya no quiso ser arquero. Soñaba con ser delantero y anotar muchos goles, como su ídolo, el gran "Cholo" Sotil. Pero con los 100 kilos que pesaba, era muy difícil.

Entonces, decidió bajar de peso.

-No, Mami. Sólo quiero dos panes. Desde ahora bajaré de peso- le dijo a su madre cuando ella le sirvió los 8 panes que todos los días se comía. Ella se asombró y lo felicitó por su decisión.

El Gordo Alegre dejó de comer hamburguesas, pizzas, mantequilla, tamales, dulces y otras cosas que lo hicieron engordar. Y en su lugar, comía más verduras y frutas. Y tomaba mucha agua mineral en vez de gaseosas.

-Tú también has lo mismo, César- le decía la madre al Gordo Triste. Pero él, sin oir consejos, se iba silencioso y cabizbajo a su cuarto.

Al ver que Doménico bajaba de peso, César se preocupó al pensar que él sería el único gordo del colegio y ya no sentiría la calurosa compañía de la gordura del Gordo Alegre.

A las pocas semanas, Doménico ya no era nuestro Gordo Alegre. Lucía esbelto y podía correr más que antes. Entonces, empezó a jugar de delantero y anotaba muchos goles con gran destreza y agilidad. Con sus fenomenales goles, se volvió en la estrella y héroe de nuestro salón en los campeonatos del colegio.

-¡Tres hurras por Doménico, Jiji, rráaa, jiji, rráaa, jiji, rráaa!- exclamábamos jubilosos, mientras lo cargábamos en hombros en las tardes victoriosas.

¿Y el Gordo Triste? ¡Oh, pobrecito nuestro Gordo Triste! César se tornó más triste que nunca. Cuando corríamos con Doménico hacia el parque, ya él no podía alcanzarnos. Se quedaba muy pero muy detrás de nosotros.

Al poco tiempo, cuando llegaron las vacaciones, César empezó a sentirse terriblemente solo, pues Doménico desaparecía de casa desde temprano, para irse a jugar por equipos de otros barrios.

El Gordo Triste ya no quería salir a ninguna parte. Se la pasaba armando rompecabezas en su cuarto y observando a las hormigas que trepaban las paredes.

Hasta el apetito perdió.

-¿Qué tienes, hijo, no comes casi nada?- le decía su preocupada madre, casi a diario, al ver que comía como un pollito el almuerzo que le servía.Pero el Gordo Triste, sin responder, como siempre, se refugiaba pensativo en su cuarto, extrañando al hermano ausente que casi no lo veía en casa.

Hasta que un día la madre le contó a Doménico lo que estaba pasando con César. Presuroso, Doménico fue a buscar al Gordo Triste a su cuarto, pero no lo encontró. Fue al lavadero, al baño, a la cocina, al corredor, al jardín, y nada. Entonces, lo encontró hablando de su mala suerte a los patos y gallinas en el corral que estaba detrás de la casa.

-Hermanito- le dijo Doménico y lo abrazó.

El Gordo Triste rompió a llorar largamente.

-¿Por qué me has dejado solo?- balbuceaba, quejándose de sus penas, de su doliente soledad.

-Perdóname, hermanito. Pronto, nunca más estarás solo- dijo Doménico, secándole las lágrimas a su hermano, prometiéndole mil cosas y llevándolo a la mesa para almorzar juntos.

Desde entonces, Doménico decidió volverse gordo otra vez. Comía muchos dulces, tamales, mantequilla, pizzas y hamburguesas. Y no uno sino ocho panes. Y tomaba muchas gaseosas.

Y cuando volvimos a la escuela después de las vacaciones, Doménico ya era otra vez nuestro Gordo Alegre, para alegría del Gordo Triste.

A donde iba el Gordo Alegre, el Gordo Triste lo seguía más contento que nunca.

-¡Al Arco los gordos!- gritábamos como siempre al llegar al parque. El Gordo Triste, un poquito menos triste que antes, entonces nos prometía que pronto se prepararía para tapar.

De vuelta en el arco, el Gordo Alegre, como antes, atajaba sensacionalmente los tremendos cañonazos que le disparábamos. El Gordo Triste, como nunca, esbozaba una leve sonrisa y hasta aplaudía lo bien que tapaba su hermano.

Después de cada partido, con los uniformes embarrados y los zapatillas desbaratadas, todos volvíamos a nuestras casas con las piernas y las cinturas adoloridas. Los vencedores, orgullosos, con los pechos henchidos de la paliza que le dieron al equipo rival, y los perdedores, refunfuñando y jurando cobrarse la revancha para el día siguiente.

Y a mi, cómo me gustaba ver a mis dos inolvidables amigos gordos, alejándose, y cruzando, con sus traviesas siluetas robustas, el puentecito que conducía a su hogar.

Brincando abrazados, felices en su fraternal gordura, hasta que desaparecían ambos por los horizontes rojizos de las tardes ancianas.


Texto agregado el 13-11-2009, y leído por 725 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-11-2009 Sentimientos valederos de hermanos , me encantó , muy bien narrado =D mis cariños dulce-quimera
14-11-2009 muy bueno, sentimental en algunos momentos, pero es atrapante, me gusto. arcano20
13-11-2009 **** narcisosixto
 
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