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El pintor zapoteca Juan Bartolomé se soñó como un chamán del paleolítico recluido en una cueva apenas iluminada por un cebo. Supo que entonaba un canto ritual mientras definía con unos guijarros las siluetas de varios bisontes jorobados en un claro sobre el muro de tubérculos pétreos.

Despertó con la sensación de seguir siendo el chamán, hasta que lo reubicaron en la realidad los cacareos de unas gallinas que instruían a sus pollos en la extracción de lombrices.

Se levantó con dificultad para depositar las piernas temblorinas sobre las baldosas de su cuarto de adobe como si tanteara cristal. Estiró las manos y sujetó las prendas raídas que se vistió con lentitud sin despertar a su esposa Celia Sabina, cuyos cabellos canosos se esparcían en la almohada con una libertad ajena a la rigidez de su chongo usual.

Juan Bartolomé no se había puesto más que una chamarra de pana a pesar del frío de la madrugada, acostumbrado como estaba a soportar peores temperaturas desde una infancia en que él y sus doce hermanos sobrevivían sólo cubiertos con calzones de manta y tilmas como guiñapos.

Fue a la cocina a prepararse un jarro de café con mezcal y de ahí se dirigió a su estudio: un tabuco techado con tejas donde no tardaría en escucharse el rasgar de las patas de las palomas a las que Celia Sabina alimentaba con la serenidad propia de sus trances al rezar.

No obstante el impacto de los primeros tragos de su jarro, aún se adhería en los párpados de Juan Bartolomé el sueño donde se viera como un viejo esmirriado de pelos hasta la cintura, lo cual comprobó al cerrar los ojos minúsculos para “contemplar” con nitidez la secuencia donde él en su calidad de chamán definía los animales rupestres.

Juan Bartolomé tenía pendiente el retrato de Susana Arroyo, la mujer del Cacique Leandro Armenta; obra que realizaba de mala gana por la aversión que le inspiraba aquel tipo capaz de ser la encarnación de Huehuetéotl por sus facciones de ídolo exhumado.

Como todas las mañanas desde hacía una semana, Juan Bartolomé se acomodó frente al lienzo que evocaba el rostro hermoso de la hembra que Leandro Armenta trajera dos años atrás de la feria de San Marcos para convertirla en la señora de esos lares.

Pero Susana Arroyo no era sólo “la pinche güereja puta” a quien Celia Sabina aludía con desprecio durante la comida al preguntar por el avance del cuadro. Más bien resultaba una persona con una percepción del arte que mostraba ante las obras que Juan Bartolomé arremulaba junto a los escondrijos de varios insectos antiguos.

Pero la simpatía que Susana Arroyo despertaba en Juan Bartolomé no bastaba para opacar la inquina del pintor hacia Leandro Armenta, por cuyo capricho con la amante del hijo menor de Juan Bartolomé, el muchacho había emigrado a otro pueblo en busca de unos parientes que ya alojaban al resto de sus hermanos.

Igual que en días anteriores, Juan Bartolomé sólo arrastró unas pinceladas sobre la tela donde veía con desolación las facciones diáfanas que le alborotaban unos pensamientos reprimidos que intuía como un sentimiento de frustración por la belleza y juventud que ya le eran inalcanzables.

De repente Juan Bartolomé se apoderó de otro caballete ya equipado, tomó unos carboncillos y cerró los ojos… Celia Sabina lo descubriría una hora después cantando en éxtasis algo indescifrable al dar los últimos toques a la figura ventruda de un animal entre vaca y caballo sorprendido en plena huida.

Celia Sabina tuvo tal impresión con la escena, que retrocedió cual si hubiera husmeado en el reducto de un sanador ancestral. No mencionó nada cuando Juan Bartolomé se reunió con ella poco después para desayunarse un plato de carne con chile pasilla y frijoles.

La semana siguiente Celia Sabina ya no se atrevió a interrumpir a su marido ni a huronear en su estudio el resto del día. Por eso no se enteraría de lo acontecido cuando una tarde encapotada Leandro Armenta acudió con Susana Arroyo para recoger la pieza que debía haberse entregado dos días atrás.

Ocurrió que el cacique entró con impertinencia al reducto de Juan Bartolomé y cambió su gesto prepotente cuando el pintor que hurgaba entre sus tiliches le dirigió una mirada severa como saludo. Susana Arroyo quedó quieta un momento y después avanzó en silencio hacia Juan Bartolomé, quien se incorporó junto a la ventana y le mostró un trabajo de tal fuerza y armonía, que ella se sintió disminuida frente a una obra capaz de remover algo tan profundo que sólo podía manifestarse en llanto.

El retrato mostraba a una sonriente criatura luminosa con los cabellos zarandeados por un viento ígneo y los ojos enérgicos en cuyas pupilas se reflejaba imperceptible la caza del bisonte.


Texto agregado el 19-11-2009, y leído por 669 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
03-03-2014 Dos mundos que se entremezclan, se enlazan, el chamán por un lado, el pintor y sus frustraciones por el otro. Y convergen en una pintura, ese detalle que parece ser el único nexo entre esas almas tan dispares y distantes. Muy buen relato. Ikalinen
06-02-2014 Definitivamente, mi elección ha sido afortunada al encontrar tus letras. Mucha calidad en tu narración. Me gusta cómo homenajeas el arte y la pequeña locura incoherente que lo acompaña. Disfrutétambién de este. Aplausos nayru
03-04-2013 Esta narración también me gustó mucho. Creo que la repetición de los nombres era necesaria. Te adentras tanto en lo profundo que debí leerlo dos veces. Si lo leyera otra vez, me gustaría más. Me encantan estas historias y relatas muy bien. Pero sigo... cieloselva
20-11-2012 Hechos que discurren, por el lenguaje y su empleo, cerca de la ciudad de Macondo. tsk
26-09-2012 Maravilloso, el pintor actual quedó impregnado del arte del chamán-pintor rupestre, muy buena la idea. loretopaz
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