Aire. Como céfiro en pasar así sus rizos, hormiguero de arabescos voladizos en mi pecho. Brisa huyente su sonrisa, peso ausente y levitar. Atraparla entre el barrote de mis brazos, con el miedo de quebrar su ligereza, y sus dedos rozan, vuelan, se me esconden, van y vuelven, dan y van.
Fuego. El aviso flameante, cuando el juego se hace ansia y el deseo. Y el deseo. Desquiciado con las prisas, una llama en su mirada devorando y yo perderme por la brasa de sus pechos, de sus densos, de sus prietos, estandartes de lascivia, retadores, contundentes, procelosos, y me quema y me destroza, y la ensarto y la asesino, y ella fénix, yo el infierno, me castiga, la maldigo, embistiendo, los gemidos, recibiendo y todo arde, y entrechocan nuestros cuerpos, aceleran los latidos, los gemidos, los gemidos, sus gemidos...
Agua. Me deshago en catarata que la colme, una lluvia que naufraga en sus entrañas. Y los jugos se derraman. Y las almas se fusionan: unión y muerte... Fluyendo juntos, blandos y desleídos, sólo llegar al remanso en que acabar, allí donde el sol llamado tiempo, decida si vapor o barro.
Tierra. Retozar exhausto, deleitarse en detenerse. Besos temblorosos que secan en caricias los cuerpos empantanados. Dejadez del impulso hecho pieles sudorosas. Retorno y carne. Coordinar susurros y abrazar y resbalar: paz. |