Caosgonía de un pacifista.



Erase un alma en pena
tan infeliz como solo puede producir las malas noticias

padecía de dolor ajeno,
de desilusión constante,
de insumisa terquedad
y de aguda insurrección contra el destino.

Discrepaba con las injusticias
y con la falsedad de los aduladores
y estaba en contra de los prevaricadores
y de los engañadores de todos los caminos.

-Soñaba con precaución-
conquistar el poder
con ínfulas de teoclasta,
para poderle inventar
un nuevo horizonte al mundo:
alguno que lindara con Tumbultú, Macondo, Gestelbondo,
Liliput, Walburga o Westfalia.

-No existía en los confines ambición más pura-
ni más reticente a abdicar ante las represalias.

Esta alma fue la más influyente
para la paz de su época.

Consagro su vida
a desaparecer los vestigios de la guerra:

(alguna vez mató a un terrorista
y en otra ocasión a un déspota senador)

¡Como francotirador era buen deportista!

Pero tenía ilusión
y la gente le creía.

Con los frívolos no armaba conversación
ni a los conservadores dirigía palabra.

Y aunque nunca lo vieron ebrio
la policía en una ocasión le encontró marihuana.

-la cerveza es muy amarga-
fue lo único que dijo.

Era feliz.
Lo comprueban sus 17 hijos,
sus tres lavanderas
y su filantropía para misántropos.

Pero no podía contener su gesto de pitecantropo
ante la desazón y el desconcierto

y aunque nadie más que él fue tan despierto,
inadvirtió la devastación:

-la trágica noticia de que el gobierno había abolido la pensión-

-y como no poseía más que
sus años de trabajo en una humilde institución-

se ahorcó en la sala de su casa.