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    Frente a Samir, la fuente en la rotonda se mostraba altiva, como diciendo imponente que nadie podría detener su flujo cristalino. A la izquierda, la autopista infestada de automóviles contrastaba con el terreno inculto de la derecha. La brisa inflaba la camisa mientras caminaba. Disfrutaba del viento que le daba de frente alborotándole el cabello. Trataba de imaginar la sensación de las aves en vuelo, muy distinta al grosero pedestrismo que los hombres experimentan durante toda su vida. Dobló a la derecha dándole la espalda a la rotonda. Ahora las dos filas de árboles que avanzaban por las dos aceras de una estrecha calle se dejaban ver hasta perderse en el efecto de la perspectiva.
    Su mano derecha sostenía un largo estuche de madera. Dentro, una flauta labrada en palosanto sin fino acabado. Ésta se asemejaba mucho a su dueño en la adustez, en el grado de rusticidad que tiene todo elemento que se resiste al sometimiento de otras manos.
    El aerófono provenía, según le dijo su ex novia al regalárselo, de Irlanda, y cuando el músico lo probó para lanzar al viento las primeras notas, supo de inmediato que trabaría una larga amistad con el instrumento. Sus agujeros eran más grandes que los de la flauta dulce convencional y poseía una cualidad de indomabilidad que la hacía más fiera, más humana. Desde ese momento, las manos del flautista acariciarían a diario la ligera aspereza de su superficie, practicando también en ella las piezas que aprendía en el conservatorio. Había sido allí un estudiante aventajado de flauta traversa y, de hecho, gustaba de tocarla. Sin embargo, nunca se despegaría del íntimo sonido de aquella flauta irlandesa. Le era más aéreo, menos pastoso y más sugestivo que el producido por el instrumento sinfónico.
    «¿Qué le diré a Toledano?... Simplemente que a última hora se desgarró la manga y que preferí traer una camisa de manga corta que a dar una mala imagen con una rota. Total, la gente va es a oírme, no a verme.»
    En la esquina a su derecha, anunciaba el inicio de un camino de tierra un metálico arco tres veces más alto que él (a lo lejos, daba la impresión de ser bidimensional). Lo pasó. Era la primera vez que transitaba aquella zona, así que observaba con agudeza y caminaba con deliberada lentitud. Oía el crepitar que su calzado provocaba contra el reseco suelo. El polvo se levantaba y cubría sus zapatos. Le agradaba el lugar porque había espacio abierto, monte y canto de pájaros a su diestra; del otro lado, pequeñas edificaciones de una planta que eran antecedidas por un gramal bien cuidado, unos pocos árboles y arbustos. Por fin llegó a un restaurante que traslucía el vigor del feraz ambiente circundante. Las mesas estaban distribuidas a lo largo de una galería en el ala izquierda. Lo hipnotizó el hecho de que estaba desprovista de paredes en toda su extensión (sólo algunas columnas se levantaban para apoyar el techo), lo cual le daba una sensación de mística comunión con el agreste paisaje. El patio contiguo, que servía de estacionamiento, estaba alfombrado con pequeños cantos rodados.
    ─Hola, Samir. ¿Cómo está todo? -Toledano saludó afablemente a distancia.
    El músico respondió con un saludo militar, se acercó al dueño del establecimiento y le dio un breve abrazo. El gesto del joven estaba cargado de agradecimiento sincero, pues Toledano le había ofrecido buena paga además de las propinas que podría obtener de los clientes. Y si los clientes consentían, podría quedarse a tocar fijo, lo que le permitiría reducir sensiblemente sus presentaciones callejeras en plazas públicas, y quizá hasta podría iniciar los estudios en el conservatorio (del cuál había desertado).
    ─Che, ¿por qué no trajiste una camisa de manga larga?
    ─Es que se rompió y tuve que traer ésta...
Después de conversar un momento, Toledano condujo a Samir al final del corredor. Lo hizo sentarse diciéndole había que esperar hasta que llegara más gente, que él le indicaría en el momento adecuado.
    ─¿Quieres algo de tomar? ¿Un roncito, un güisqui? -ofreció Toledano.
    ─No, gracias, pero un refresco sí.
    Contemplaba las desconocidas caras de los camareros. Los veía sumergidos en sus mundos y le divertía inventar para sí circunstancias de acuerdo a lo que se le antojaba que cada faz reflejaba. «Ese de cara contraída tiene el carácter agrio por la esposa, que es una cuaima. Se metió a evangélico y la religión es lo único que evita que le pegue...»
    Un poco aburrido por la espera, decidió recorrer los alrededores. Al lado de los baños colgaba un cuadro con la imagen de una botella de licor. Al ver la difusa imagen de su rostro sobre el cristal, un leve escalofrío recorrió su cuerpo. Reconocía que el alcohol lo estaba empujando a situaciones indeseables. A tal punto el vicio había ganado terreno, que su novia rompió una relación de años. Samir estaba en una encrucijada y no quería perder más nada por debilidad. Si ser duro consigo era el remedio, estaba dispuesto a ser inflexible hasta las últimas consecuencias. Muchas circunstancias en la vida lo habían oprimido, así que no quería consentir doblegarse ante otras. «La libertad no tiene precio», pensó.
    El local rebosaba de clientes y un murmullo invadía el aire. Toledano le pasó por un lado, y de reojo le dijo que comenzara cuando quisiera.
    Sin ambages, se limitó a un "buenas tardes" y un "buen provecho". Comenzó por las piezas populares: guarachas y pasodobles, que eran las que más le gustaba a la gente. Pasados los primeros minutos, volvían el murmullo y el restallar de los cubiertos; eso lo relajaba. Sabía que allí nadie iba a poner verdadera atención a la música, sino que se entregarían al deleite del gusto y del olfato. Sabía que si algo hace un flautista ante ese tipo de auditorio, es alimentarles el ego de saberse arrullados por un emisario del dios Pan mientras tragan.
    Ahora, menos rígido, tocaba más por el placer que le producía la música que por buscar aprobación de los comensales. Ya se paseaba por los valses y merengues, que lo transportaban a otras realidades. Amaba la melancolía del vals andino y la alegría inmanente del merengue venezolano.
    Al terminar una de las piezas, una familia que estaba en una mesa lejana, extrañamente, aplaudió sin recato. Otros siguieron el ejemplo. Secó con un pañuelo la saliva que rezumaba al final del cilindro y se disponía a tocar El Negrito de Antonio Lauro.
    ─Si tocas la 5ª de Beethoven te doy un fuerte -alzó la voz imperioso un hombre ubicado en una de las mesas al frente.
    No había hecho un compás completo; así que cedió a la interrupción.
    ─¿La 5ª sinfonía de Beethoven? -confirmó el flautista.
    Antes de dejar el conservatorio, se estaba ensayando un arreglo de la 5ª en la orquesta de flautas que conformaba, y aprendérsela en la irlandesa no le costó mucho.
    ─¡Sí! -dijo el hombre dejando de trinchar su bistec y sacando del bolsillo de la chaqueta la propina ofrecida para mostrarla reluciente al flautista.
    Un fuerte era bastante dinero. Pensó en lo que podría comprar con él: al menos cinco botellas de buen ron o un par de zapatos que debían sustituir a los desgastados que llevaba puestos; incluso hasta podría ayudar con un mercado a su tía, que vivía formándole lío porque desaprobaba su vida de músico callejero.
    «Si este es el primer día, ¿cómo será el resto de la semana? ¡Válgame Dios!»
    Sin preámbulos, entornó los ojos, inspiró, embocó y comenzó a tocar la melodía del primer movimiento de la obra; el cuerpo ligeramente tensado hacia atrás como arco que dispara saetas invisibles. Muchos clientes no prestaban atención, pero Samir tocaba desligado del entorno, y en ese instante era instrumento de Beethoven, cuya memoria lo utilizaba a guisa de flauta humana.
    Al terminar, casi todos aplaudieron. Sin embargo, el que lanzó el reto se mostraba inexpresivo, esquivo. Masticaba y llevaba vino a la boca; Samir se acercaba a su mesa y la mujer a su lado le decía algo al oído. Sin despegar la mirada de la lonja de carne, tomó el fuerte del borde de la mesa y lo dejo caer desde cierta altura al cenicero. En el trayecto, Samir demudó el rostro de súbito. Llegó a la mesa, agarró la moneda y traspasó a aquel hombre con la mirada.
    ─Muy bien. Te felicito -dijo frío el retador.
    Éste se paró de su asiento. La mujer, algo nerviosa, lo siguió. Ambos dieron la espalda y ya se habían adelantado varios pasos cuando el músico prorrumpió:
    ─¡Hey, amigo!
    El hombre y su acompañanta voltearon.
    ─¿Sabes lo que haré con tu dinero?
    Aquel contestó encogiéndose de hombros y esbozando una sonrisa sardónica a Samir, quien salió al estacionamiento y con furia lanzó la moneda directo al tejado de la galería.
    ─No me hace falta, arrogante. Con él oprimes.

Texto agregado el 22-04-2003, y leído por 221 visitantes. (0 votos)


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