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El negro (continuación)




En la Caja de Ahorros me enteré de que mi madre la había palmado hacía más de un mes. Había ido como todos los meses a cobrar su pensión y el tío de la ventanilla me dijo que la cartilla estaba frita. “Me cagüen tó lo que se menea” proferí y entonces el tipo me informó que no habían ingresado la pensión por fallecimiento de la titular, según constaba en una nota adjunta a su cuenta. Yo le dije que eso no era posible, que tenía que haber un error y el bancario me explicó que no había error posible: …“el Registro Civil, sección Defunciones, comunica el óbito a la Tesorería de la Seguridad Social, que a su vez comunica a la Caja de Ahorros el cese de la prestación, todo por medios informáticos, así que error cero”. Me cagué en la madre que parió a la informática y salí de la oficina como había entrado, sin un duro.

Pensé que algo tendría que hacer la administración con un pobre huérfano desamparado, que la pensión de mi vieja no se la iban a quedar ellos. Con más tranquilidad ya vería cómo andar el papeleo.

No obstante quise asegurarme y me fui al asilo donde hacía más de tres años que dejé a la vieja, tan sana y tan contenta, seguramente por verse libre de mí. La monja de la portería, una vieja arpía, más con cara de celestina reponedora de virgos que de beata, me dijo que mamá había murió hacía un mes y medio y que si quería conocer más detalles tendría que hablar con la hermana Inocencia que fue la que se ocupó de ella en sus últimos días.

La hermana Inocencia era una cría de unos 20 años, lustrosa y sonrosada, con cara de pan de pueblo. Pensé que debajo del disfraz debía haber una chavalita inocente y tierna como un recental. Me explicó que habían intentado localizarme y que mi vieja murió por la noche, mientras dormía, en la paz del Señor. Quise fingir un ataque de llanto, “ahora si que estoy sólo en el mundo” e intenté refugiarme en los brazos de la religiosa buscando algún consuelo. Pero esta gente no tiene corazón y me rechazó de un empujón: “¡Pero leches!, por el amor de Dios, ¿qué hace usted?”. Luego, como una funcionaria de prisiones, me dijo que la siguiera si quería revisar y llevarme las cosas de mamá, que guardaban en una taquilla. La seguí por un largo pasillo mirando su trasero ancho y liso como una tabla de planchar e imaginándolo blanco como la nieve debajo de unas enormes bragas, de tela áspera como un cilicio, talla XXL, atento al run run que hacía el roce de las telas de su hábito al caminar, que no sé por qué excitaba mi masculinidad.

Llegamos al cuartito de las taquillas, yo ya más cachondo que un mono en cuarentena, repleto de pequeños nichos alineados con los enseres de las asiladas. A pesar de la propicia situación, ya saben, un hombre y una mujer juntos en un espacio de unos cuatro metros cuadrados, contuve mi lujuria y me comporté con el debido respeto. Pudo más la crucecita de madera que colgaba sobre el pecho de la hermana Inocencia que el calentón que me producía su proximidad y ese olor a lejía de sus ropajes. De todas formas, Inocencia, que ya no se fiaba de mí, se aseguró dejando la puerta abierta de par en par.

Examiné la taquilla de mi madre. Las escrituras de la casa no aparecían por ninguna parte y como todo lo que había era basura, lo doné al asilo. Quise despedirme de Inocencia con un casto beso, pero ella se defendió con el frió crucifijo del rosario que le colgaba de la cintura poniéndolo en mis labios.

Como soy un sentimental, estuve a punto de echarme a llorar, pero es que no me salen las lágrimas, es algo que siempre he envidiado de las mujeres. La última vez que lloré para fuera, con lágrimas quiero decir, fue cuando lo de la fimosis. Era finales de primavera, cuando las mujeres empiezan a quitarse ropa y no podía ni mirarlas, porque las dilataciones de la pija me tiraban de los puntos y yo rabiaba de dolor. Tuve que estar dos semanas enclaustrado, sin moverme de casa.

Antes de salir a la calle ligero, contrito y más caliente que el palo de un churrero, le eché un vistazo a la hermana portera y me dije para mí que, afeitándose el bigote y con un poco de maquillaje, podría tener un buen polvo. Inocencia me había traído a la memoria, aunque no se le parecía en nada, a una tía que conocí hace tiempo en unos carnavales. Iba vestida de monja y con un agujero redondo en el hábito enseñando una teta. Como yo iba de cartujo, congeniamos enseguida y terminamos en la cama, ella cumpliendo su penitencia habiéndole yo dado previamente la absolución. ¡Qué bien lo pasamos!

Cerca del asilo había un super. Para disimular cogí un carrito y di un par de vueltas por allí y lo fui llenando de cosas. En estos casos siempre me hacía el cojo, parece que inspiran más confianza. Al final pasé por la sección de licores y enganché una botella de ginebra, le arranqué el código de barras y cualquier cosa que pudiera pitar y la metí en mi mochila después de darle un buen trago. Luego, sin carrito, me fui a la salida sin compra y salí a la calle. Como vi que nadie me seguía, seguí dándole al frasco hasta dejarlo casi en los huesos.

Algo corroía mi interior y estaba como tristón. Lo que más me jodía era pensar que no había derramado ni una sola lágrima verdadera por mi vieja, que se me había muerto sin verla y sin saber dónde coño había escondido las escrituras de la casa. Me senté en un banco de un parquecito y me empecé a gimotear sin ningún pudor. A esas alturas sin duda, aunque no me acuerdo de nada, estaba como una cuba. Cuando desperté de la mona estaba anocheciendo.
Algo turbio todavía, me tomé un poco de tiempo situarme: era casi de noche, estaba en un parque lleno de árboles y a mis pies una botella vacía. Me prometí cambiar (“…mañana con la fresquita, cambiaré…” recordaba de la letra de una canción). Como sabía que las ordenanzas municipales prohíben de antiguo hacer aguas mayores y menores en la vía pública, busqué un portal abierto y detrás del ascensor vacié la vejiga mientras me liaba un porrito. ¡Qué a gusto se queda uno después de una buena meada! En una fuente me lavé un poco y me alisé el pelo. Ya maqueao y sin rumbo empecé a caminar por calles atestadas de coches y gentes que iban y venían, gilipollas con prisas por llegar a casa y ponerse el pijama para tragarse el telediario.

En un local de la acera de enfrente había luces y bullicio. Crucé la calle y me cagué en el hijoputa del BMW que casi me atropella. Había gente elegante charlando con una copa en la mano. Leí “Galería de Arte La Polla Lisa” aunque ahora que lo pienso a lo mejor era “La Mona Lisa”, qué se yo, mi cabeza no estaba para sutilezas, Había papeo y allí me colé abriéndome paso a codazos y a disculpas hasta llegar al buffet. Suerte que ese día, por lo de ir a la Caja de Ahorros, me había puesto la chaqueta. Me serví un tinto chileno crianza del 2006, muy rico por cierto y enganché las últimas lonchas de jamón y unos taquitos de queso manchego bien curadito, todo rico, rico. Se veía que ésta era una inauguración de postín aunque las he conocido con más tronío y abundancia.

Repuesto ya, me quise dar una vueltecita por la galería. No había más que bodrios pegados a las paredes. “El desnudo hoy” se llamaba la muestra y allí lo más perecido a un desnudo era la calva del camarero. Esos desnudos hubieran ruborizado al mismísimo Picasso. De fondo sonaba la música de un violonchelo que identifiqué, de mis años de conservatorio, como de Pau Casals, que interpretaba “Cant dels ocells”. Pensé que qué leches hacia don Pau entre tanta basura.

A mi espalda noté una presencia, a alguien que me observaba y se me acercaba. Pensé en un guarda de seguridad que venía a invitarme a abandonar la sala y la botella de tinto que me había metido en el bolsillo. Me volví despacio, pensando mandarle a la mierda como respuesta a su invitación, a decirle eso de “chaval tu no sabes con quién estás hablando” y tal y tal, dispuesto a desenfundar más rápido que él. ¡Santo dios! me dije al descubrir que el aliento que percibí en la nuca era el de una hermosa mujer que me sonreía. Mudo me quedé y tan pasmado que no pude echarle un vistazo a toda ella porque ya era prisionero de sus ojos y de su escote al que, como a un abismo, me asomé, poniendo mi vida en peligro, más que nada por ver si tenía ombligo, porque aquella diosa, me dije, no podía haber nacido del vientre de una madre.

Tendría alrededor de los cuarenta años, la mejor edad, cuando las ataduras sentimentales son firmes, aburridas y rutinarias, se ansía vivir nuevas experiencias y se cuenta con la suficiente sabiduría como para ser infiel sin remordimientos. Dentro de un vestido negro, se insinuaban unos pechos firmes aún, casi adolescentes, sin ningún tipo de andamiaje. Un tirante se le había descolgado de un hombro. Los ojos rasgados le daban un cierto exotismo oriental. “Esta seguro que es de las que se depilan el coño” pensé casi avergonzado y sacrílego. Tal era mi enajenación.

La diosa me tendió una mano larga y delicada que tomé entre las mías y su tacto alborotó mis entrañas a lo largo y a lo ancho, más imaginándomela acariciándome la polla antes de la consunción.
¡Me llamo Blanca, Blanca Echeverría y dirijo este antro de arte. ¿Qué le parece Sr...?”

“…García, Celestino García, pero todo el mundo me dice El Negro y no dirijo nada, siempre me dejo dirigir. Me dedico al coleccionismo” mentí.

A ella se le hizo la boca agua. “Arte supongo, claro.”

“Depende de qué arte, lo que veo en estas paredes me parece pura mierda enmarcada”

Ella tardó en reaccionar. “Bueno bueno, Sr. García eso depende del punto de vista, hay gustos para todo. Si le parece, un día de estos podemos echar un vistazo al fondo de galería, hay obras y firmas que podrían interesarle”. “Creo que empiezo a vislumbrar por donde va su sensibilidad artística.”

“Ahora mismo el único fondo que me interesa de esta galería es el de tus ojos y el de esas otras profundidades que guardas debajo de ese vestido ”.

Se ruborizó y nerviosa empezó a mover la cabeza pidiendo auxilio con la mirada. Antes de 5 segundos apareció una tía de 1,80 de estatura, maciza como una lanzadora de martillo de la Alemania del este, que agarró a Blanca por los hombros como diciendo: “esta es de mi propiedad”. Apenas tenía tetas, pero cada uno de sus muslos era como un hombre.

¿Téstá molestant aquest tipus?
No, péro treu-mel de sobre
¿Qui es?
Un col-lecionista dárt, un do ningú, crec que. Está borratxo
No te preocupis, jo m’encarrego d’ell

“Mira Viky, este es el Sr. Negro, coleccionista de arte”

Cuando me soltó la mano, con la otra tuve que recomponerme los huesos.

La tal Viky no tenía desperdicio tampoco y me imaginé entre ambas como un sultán en su paraíso. Les solté: “Qué us sembla si, quan acabi tot aixó, ens sopem a un garito que conec mol proa d’aquí.”

“Creo que haríamos un bonito trio”

“¿Y porqué no un poker?” contestó la alemana con sorna.

“Prefiero jugármela con un trío, es más emocionante y más arriesgado”

“Así que te gusta jugar ¿eh?

Seguimos charlando un rato y luego nos dispersamos por la sala llena de mariquitas que se piropeaban, bujarrones ya emparejados y los presuntos artistas que habían colgado allí sus mamarrachadas. Como el cazador que no pierde de vista a su presa, yo seguía a la diosa allí donde anduviera, porque aunque ya me había percatado del paño, no perdía las esperanzas de dormir acompañado esa noche.

Cuando ya casi no quedaba gente, la alemana, un poco achispada, me vino a decir que en cinco minutos estarían conmigo.

Las metí en el primer restaurante que encontramos sin mirar tenedores ni otras hostias, esa noche me sentía rumboso. Nos sentamos, ellas dos juntas y yo enfrente de la teutona para poder ver bien el perfil de la diosa y de paso ver si podía arrimar algo por debajo de la mesa, entre esos muslos como hastiales. Reímos un rato hablando de pintura y de pintores, de esto y aquello. Ellas se hacían confidencias al oído y yo había empezado a dejar de existir. En los postres empezaron los arrumacos ya sin disimulo ignorándome completamente.

Me coloqué el paquete para no llamar la atención y les dije que iba a la cocina a saludar y felicitar al chef, un amigo de la infancia. Aunque no tenía ni idea de aquella, sabía que todas las cocinas de todos los restaurantes que se precien, tienen una puerta a otra calle o callejón por donde se sacan las basuras. Esta no era una excepción, así que por allí me escabullí, jodido y con la pija triste aunque siempre orgullosa. Otra noche que le tocaba no meter.

En al callejón, un gato maullaba lastimero. No sé por qué cojones me vino a la cabeza la voz Jane Birkin susurrando: “…no, más no,… bien,…” y pensé que quizás esa noche no dormiría tan solo.

Texto agregado el 09-12-2009, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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